jueves, 25 de octubre de 2012

ROUSSEAU


(1712-1278)

En los tratados de educación se nos da una palabrería inútil y pedan­tesca sobre los deberes quiméricos de los niños; y no se nos dice una palabra sobre la parte más difícil y más importante de toda la educación, a saber: la crisis que sirve de tránsito de la infancia a la pubertad  (Emilio, libro V, p. 528).

1.  Lo que no debe buscarse en Rousseau

Aunque Rousseau se ha preocupado toda su vida, desde las Char­mettes hasta su muerte, del problema de la educación, sin embargo, no puede considerársele como un educador comparable a Pestalozzi, Kerschensteiner o Decroly.  Es más bien un filósofo como Montaigne, a quien tanto debe.  Por lo tanto, sería un error buscar en su obra técnicas pedagógicas concretas. El propio Rousseau nos advierte en varias ocasiones que se ha “contentado con exponer principios” (p. 25),[1]  y que su designio  “no es entrar en detalles, sino solamente exponer máximas generales”  (p. 88).

Por otra parte, dichas técnicas no son complicadas, como se cree a menudo:

Se da gran importancia a la elección de los mejores métodos para aprender a leer; se inventan escritorios, mapas; se convierte la habitación del niño en una imprenta. Locke quiere que aprenda a leer con dados.  Qué ingenioso invento, ¿verdad?  ¡Qué lástima!  Y siempre se olvida el medio más seguro de todos, el deseo de aprender.  Dad al niño ese deseo y dejad Vuestros escritorios y vuestros dados;  cualquier método será eficaz (p. 116).

No consideremos, pues, a Rousseau como un pedagogo de criterio estrecho en el cual podemos encontrar esas “necedades” (p. 117) que son las técnicas concretas.  Si se comprenden bien los principios, estas se deducirán fácilmente. Rousseau se ocupa en la filosofía de la educación y no en las didácticas particulares.  Los ejemplos de su método que nos brinda no deben tomarse nunca más que como ilustraciones  —por otra parte, a menudo mediocres—  y no como modelos que imitar.

2.   La Unidad de Rousseau.  El Lugar que Ocupa el  “Emilio”  en  su Filosofía

Otro error igualmente grave consiste en considerar como única obra del Rousseau pedagogo el Emilio, y a veces sólo los primeros libros del Emilio.  Ahora bien, son los dos últimos libros los que ilumi­nan el sentido general de la obra, y su propio significado no puede captarse más que en función de toda la doctrina: por lo tanto, hay que acudir también a los  Discursos, a la Julia, al Contrato y a los escritos menores.  Hoy día ciertos notables trabajos[2]  han dejado muy atrás la interpretación sugerida antiguamente, según la cual el Emilio sería una excepción en el conjunto de la obra.  Pero Rousseau mis­mo ha insistido sin cesar en esta unidad de su obra.

Observemos primero que el Emilio, el Contrato y la Julia fueron meditados al mismo tiempo. Rousseau empieza a pensar en el Emilio en 1753 o 754 y habla de esa  nueva empresa” en una carta de 1757;  ero no lo termina hasta 1759 o  1760, pues no se consagró a él  “de lleno” hasta que acabó la Julia.  En cuanto al Contrato, la idea nació en 1750-1751,  y apareció un mes antes que el  milio, que contiene un resumen de aquél (en el libro V).

Por otra parte, antes y después de ese período y especialmente en los Discursos y en la Carta al arzobispo de Beaumont, se encuentran textos que señalan muy claramente la dependencia mutua de sus ideas pedagógicas, políticas y filosóficas.  En particular, Rousseau señala el lazo que une “ese primer Discurso, el que versa sobre la desigualdad y el  Tratado de la educación, tres obras inseparables y que forman un mismo todo”  (IP Carta a Malesherbes);  en otro lugar dice del Emilio que es un “tratado de la bondad natural del hombre” (Diálogo III),  cita que nos trae de nuevo a los Discursos.

Si es así, se comprende que Rousseau haya podido decir desde el principio del libro 1 del Emilio:  “Nuestro verdadero estudio es el de la condición humana”  (p. 12).  Se comprende también que los dos últimos libros sean los más importantes, puesto que contienen la Profesión de fe, el resumen del Contrato y toda la pedagogía refe­rente a la inclusión del hombre en la sociedad moral, que constituye la vocación propiamente humana. Cuando Rousseau creyó su ma­nuscrito perdido por obra de los jesuitas, lo que más le preocupó era la suerte de esos dos últimos libros, los cuales “mejor escritos y cuya lectura tiene más interés, están llenos de cosas audaces y fuertes”  (C. Corr. VII, 113)   (véase a este respecto Ravier, 1, pp. 251 55. y  Gué­henno, III, cap. 3),  libros de los que no quería desligar la Profesión de le, diciendo:  “No aceptaré nunca esa solución si no me obligan a ello”  (Carta a Rey, II de marzo 1762).   El problema que plantea el Emilio rebasa, pues, el marco de la educación infantil. O, mejor dicho, las intenciones pedagógica son inseparables de las intenciones filosóficas, políticas, religiosas y morales.

3.   La Vocación Humana

¿Cuál es, pues, esa filosofía de la que depende el Emilio?  ¿O cuál es la condición humana?  Encontramos la respuesta en la prime­ra página del Emilio, que es como un índice de la filosofía de Rousseau.[3]  “Todo está bien cuando sale de las manos del Autor de las cosas”  (página 5);  esto equivale a afirmar que el problema pedagógico está subordinado a consideraciones que suponen la existencia de una teología y de una fe en la Providencia. A lo que responde el final de la Profesión de fe:  “Sin fe no existe verdadera virtud.  Pres­cindid de ella;  y sólo veo injusticia, hipocresía y mentira entre los hombres” (pp. 385 y 389). Seguir a la naturaleza, seguir la virtud, es seguir a Dios.  El culto a la naturaleza  —recordado en casi todas las páginas del Emilio— depende de una visión providencialista del mundo.  El propio Rousseau deduce sin cesar de él un finalismo Ingenuo, el que inspirará a su discípulo Bernardino de Saint-Pierre.  De ahí la creencia en que  “la bondad suprema que ha hecho del placer de los seres sensibles el instrumento de su conservación, nos hace saber por lo que agrada a nuestro paladar, qué es lo que le conviene a nuestro estómago...  ¿Acaso se vio jamás que a alguien le repugnaran el agua ni el pan?” (pp. 164-5).  El ejemplo de los salvajes y de los animales nos enseña de cuántos inconvenientes nos libraríamos si quisiéramos seguir  “a la naturaleza, que todo lo hace bien”  (p. 64);  temor de la muerte  (p. 66),  médicos  (p. 31), exceso de carnes (p. 132), chupadores (p. 52), etc. Por lo tanto y de un modo general, nuestra norma consistirá en seguir a la naturaleza.

Pero semejante régimen seria posible para un salvaje que viviese en soledad  (cf. Discursos, que insisten sobre esta soledad) no para un miembro de un grupo social.  Ahora bien, la integración en la sociedad es para Rousseau, a un tiempo, la vocación del hombre y el equivalente del pecado original  (Carta a Beaumont).  Los dos Discursos han denunciado las perversiones sociales y el Emilio con­tinúa en la misma dirección: “Todo degenera entre las manos del hombre...,  no quiere nada tal como lo hizo la naturaleza”  (p. 6).  En la raíz de todos nuestros males se encuentran el  “deseo de dis­tinguirse” del que hablaba el primer  Discurso, el amor propio (pá­gina 290 y nota, etc.),  la opinión, la vanidad:  “Nuestros males están todos en la opinión, excepto uno que es el crimen”  (p. 66).  No insistamos más sobre esta doctrina bien conocida y que se repite sin cesar en el Emilio.

¿Acaso la solución del problema reside en una vida solitaria, al margen de la sociedad?  Esto no es posible.  Y no sólo porque hoy no podría encontrar un país desierto (p. 583), porque hallaré en todas partes a los hombres con sus intereses y sus pasiones  (p. 606);  sino porque esto sería abandonar mi vocación social, aceptar ese estado en el cual el hombre se ve  “reducido al instinto físico” y es  “nulo y tonto”  (Carta a Beaum ant).  Es la sociedad la que  “hace un hombre y un ser inteligente de un animal estúpido y limitado” (Contrato, 1, 8). Éste es el sentido de la célebre frase del vicario:  “¿Acaso para impedir que el hombre sea malo era preciso reducirlo al instinto y hacerlo necio?.  No, Dios de mi alma, no te reprochare nunca que la hayas hecho a tu imagen a fin de que yo pueda ser libre, bueno y feliz como tú”  (p. 341).[4]  Por lo tanto debemos reco­nocer que nuestra condición humana de ser libre y social es buena, aunque dicha condición suponga una elección y un riesgo difíciles:  “Quitad nuestros funestos progresos, quitad nuestros errores y nues­tros vicios, quitad la obra del hombre, y todo está bien” (p. 342).  Por consiguiente debe de haber un camino que, sin introducirme en las perversiones sociales, me permita ser un miembro razonable de una sociedad justa.  De lo contrario Dios me engañaría no poseyendo ya esa bondad que es el primero de sus atributos  (p. 48). Es posible una redención dentro mismo de la sociedad.

La redención responde a esa “voz divina”, a esa “voz celeste”  (De la economía política, 1753),  a esa “Providencia” que llama al hombre a la sociedad  (Ensayo sobre el origen de las lenguas, cap. 9, 1759).  El vicario lo confiesa:  “el hombre es sociable por naturaleza, o al menos se esfuerza por serlo” (p. 354). La restricción  “se esfuerza por serlo”  demuestra que es el hombre mismo quien debe encargarse de su propio destino, de asumir dicha sociabilidad.  Como Julia, Emilio fundará un hogar y vivirá entre los hombres;  no es “un salvaje a quien se debe relegar en los desiertos, es un salvaje hecho para habitar las ciudades” (p. 240) y “a quien es necesaria la vida social”  (p. 579).

Constituir una sociedad racional que respete la naturaleza; ése era el objeto del Contrato.  Pero dicho objeto estaba considerado desde un punto de vista colectivo.  El Emilio persigue el mismo fin en el plano individual. ¿Cómo preparar a Emilio para que cum­pla con su deber de ciudadano, que es también su deber religioso?  Éste es en el fondo el problema en torno del cual gira toda la obra:  y por este motivo concluye con el matrimonio de Emilio, con su enraizamiento en una sociedad.  Ahora bien, para resolver dicho problema no basta dejar que obre la naturaleza: eso sería en realidad exponer a Emilio al contacto pernicioso de la sociedad actual.  Para efectuar esta redención del hombre, para conservar al  “hombre de la naturaleza”  y no permitir que degenere en el  “hombre del hom­bre”  (pp. 304-305), para desarrollar en él la razón y la conciencia que Dios le ha dado sin dejar que se oscurezcan, son necesarios muchos cuidados.  “Hay una gran diferencia entre el hombre natural que vive en estado natural, y el hombre natural que vive en el estado de la sociedad”  (p. 240 y también p. 514);  el uno es dado, el otro  —volveremos sobre ello—  está construido, conquistado. Emilio de­berá  “someterse al estado de hombre” (p. 551).  Para llegar hasta ahí  “es preciso doblegarse y tergiversar de continuo: hace falta mucho arte para impedir que el hombre social no sea totalmente artificial” (p. 393).  Si no se tiene cuidado, si no se recuerda que  “nuestra especie no quiere que se la moldee a medias” (p. 6),  sólo se obtendrán semisabios como los que denuncia el primer Discurso, cuando dice:  “no hay nada peor para la sabiduría que ser sabio a medias”  (p. 415).  Ya en las Cartas a Sofia, Rousseau había seña­lado esa metamorfosis del hombre natural que vive en sociedad: y en el Emilio habla incluso de “desnaturalizar al hombre”:  “Las buenas instituciones sociales son aquellas que mejor saben desna­turalizar al hombre, quitarle su existencia relativa, y transponer el  yo  en la unidad común;  de suerte que cada particular ya no se crea uno, sino parte de la unidad, y ya no sea sensible más que en el todo” (p.9).

La reconstrucción de un hombre social: he ahí la meta de la educación.  Pero dicha reconstrucción se efectuará de acuerdo con las leyes del orden y de la razón, que proceden de Dios, según la naturaleza.  No ya una naturaleza dada, como la del salvaje, sino la naturaleza verdadera que responde a la vocación humana, tal como la ha constituido Dios.  Dios, naturaleza, sociedad, razón misma, todos estos términos concuerdan y si se olvida uno de ellos, la peda­gogía de Rousseau pierde todo su sentido. Por ejemplo, no querer considerar más que el factor natural es renunciar a comprender por qué es preciso seguir a la naturaleza: en una concepción atea podría resultar muy lógico considerar que el hombre es un producto contra natura, una conquista hecha en contra de ella;  y entonces la natu­raleza sólo consistiría en un cierto número de condiciones sin valor espiritual.  Por otra parte, querer sobre todo insistir en el espiritua­lismo religioso[5] es olvidar hasta qué punto la sociedad del Contrato social, recordada al fin del Emilio, participa del carácter religioso, cosa que ciertos críticos han demostrado muy bien  (Boutmv, Man­tain, y sobre todo Burgelin).  El “lo que es, está bien” (puede haberse inspirado en el Fedon)  del libro V  (p. 465)  vuelve a encon­trarse en la fórmula del Contrato:   “El soberano, por el único hecho de ser, es siempre lo que debe ser” (1, p. 7):  es el “todo está bien” providencialista aplicado al político. Así se comprende esa diviniza­ción de la ciudad que se manifiesta por medio de la religión civil en la cual se unen el culto de Dios y el culto de la ciudad. Dada “la santidad del contrato y de las leyes” (Contrato IV, p. 8)  debe confesarse que  “el mayor de los crímenes”  consiste en desconocer la profesión de fe civil:  en efecto, “la ley política no es constante y fija como la ley divina” (Carta de la Montaña, p. 5).  La ciudad es también una Iglesia, el cuerpo del Estado responde al cuerpo mís­tico de la Iglesia.

Por consiguiente, la educación debe realizar una verdadera con­versión. Será, en cierto sentido, una desnaturalización, pero, en otro, consistirá en seguir a la naturaleza comprendida en un sentido más amplio y más espiritual.  No se trata sólo de la naturaleza en lo que tiene de restricción y de necesidad  —salvo en la primera infan­cia—,  sino sobre todo de esa eterna ley moral religiosa y cívica a la que se refiere el Emilio de un modo continuo con el nombre de naturaleza.  Porque  “las leyes eternas de la naturaleza y del orden existen. En el sabio sustituyen a la ley positiva; están inscritas en el fondo de su corazón por la razón y la conciencia; debe sujetarse  a ellas para ser libre”  (p. 605).

Observemos que, obedeciendo a esta ley, el hombre logrará a un tiempo la felicidad porque colmará su “constitución”;  “¿Conciben us­tedes cualquier dicha posible para un hombre fuera de su constitu­ción?”  (p. 73).  Seguir nuestra naturaleza es, en efecto, responder al destino que nos ha sido fijado por el gran Ser, es ocupar nuestro sitio en el orden universal;  y  ¿cómo un Dios bueno dejaría de ase­gurar la felicidad, al que realiza así, libremente y por elección pro­pia, la vocación que es suya?

Ya no siento en mí  —dice el vicario—  más que la obra y el instru­mento del gran Ser que quiere el bien, que lo hace, que hará el mío por el concurso de esas voluntades con las suyas y mediante el buen uso de mi libertad;  acepto el orden que él establece, seguro de gozar yo mismo un día de ese orden y de encontrar en él mi felicidad; pues  ¿qué felici­dad más dulce que la de sentirse ordenado en un sistema donde todo está bien? (p. 357).

¿Qué expresión caracterizaría mejor tal pedagogía, que la de  “vo­cación”, empleada a veces por el propio Rousseau?

4.   La Educación Publica

Emilio debe, pues, ocupar en el todo de la ciudad, como en el todo del Universo, el lugar exacto que es suyo. ¿Cómo lograremos que lo encuentre?  El mejor medio ¿no sería una socialización precoz?.[6]  No lo parece, si se lee el Emilio, que desarrolla un proyecto de edu­cación doméstica:  y, sobre todo, si no se leen más que los tres pri­meros libros.  Sin embargo, hay ahí un error grande que suscita un grave con­trasentido en la comprensión de la doctrina. Incluso en el  Emilio, Rousseau se halla muy lejos de censurar de un modo absoluto la educación pública, al contrario:  “Si quieren ustedes tener una idea de lo que es la educación pública, lean la República de Platón..., es el más hermoso tratado de educación que se ha hecho jamás”  (p. 10). ¿ Diremos que eso es mandarnos  “al país de las quimeras?”  Enton­ces podríamos contestar que Licurgo fue más lejos, realizando lo que en Platón es sólo teoría: “Platón no ha hecho nada más que depurar el corazón del hombre;  Licurgo lo ha desnaturalizado” (p. 10).

Este texto está muy lejos de ser un testimonio aislado. Pueden en­contrarse, en otros anteriores, contemporáneos o posteriores al Emi­lio, declaraciones mucho más claras. En el artículo De la economía política, de 1753, Rousseau, condenando la educación familiar, escribe que  “la educación pública, bajo unas reglas prescritas por el gobierno, y a las órdenes de unos magistrados nombrados por el soberano, es tina de las máximas fundamentales del gobierno popular o legíti­mo”;  esta educación debe comenzar desde el nacimiento, porque  “en el primer momento de la vida es cuando debemos aprender a mere­cer vivir, y, como naciendo se participa de los derechos de los ciu­dadanos, el instante de nuestro nacimiento debe ser el principio de la existencia de nuestros deberes”.  Esta misma afirmación se encuentra, veinte años más tarde, en el capítulo iv del Gobierno de Polonia:  “La educación es la que debe dar a las almas su forma nacional, y diri­gir de tal suerte sus opiniones y sus gustos, que sean patriotas por inclinación, por pasión, por necesidad. Al abrir los ojos el niño debe ver la patria, y ver solamente la patria hasta su muerte.”  A esto sigue un largo proyecto de educación pública, de carácter estrecha­mente nacional y regido por el Estado:  “La ley debe regular la mate­ria, el orden y la forma de los estudios.”  A este propósito Rousseau recuerda instituciones análogas y particularmente las de Berna.

Pero entre tanto Rousseau ha escrito el Emilio.  ¿Han variado sus ideas?  En manera alguna, porque incluso cuando trabajaba en el Emilio en 1758 dio en una Carta a Tronchin la mayor importancia a  “la educación pública”  —esta vez recibida, anónimamente, de la atmósfera y de las tradiciones de la ciudad—  que lo formó en Gi­nebra, y, sobre todo, elogiaba ampliamente una institución bernesa de educación pública. Y hasta en el Emilio, Rousseau alaba los ejercicios colectivos y públicos de Esparta   —que, en 1772, querrá restaurar en Polonia  (p. 457).

Hay, pues, que reconocer en Rousseau una preferencia por una educación pública de índole mancomunada, que concuerda perfecta­mente con la política del Contrato.  Pero semejante educación sólo puede convenir a muy pocos pueblos, como algunos de la Antigüe­dad, los polacos, y menos a algunas repúblicas suizas.  El artículo acerca de  La economía política dice:  “Sólo sé de tres pueblos que hayan practicado en otro tiempo la educación pública, a saber: los cretenses, los lacedemonios y los antiguos persas; en todos alcanzó gran éxito, e hizo prodigios en los dos últimos.”  En nuestros días es poco menos que imposible practicar esta educación, a causa de la corrupción denunciada en el primer Discurso;  sin embargo, en los medios más favorecidos, como en Suiza, puede intentarse una edu­cación media:  “He aquí precisamente la educación media que nos conviene, entre la educación pública de las repúblicas griegas, y la educación doméstica de las monarquías, donde todos los individuos han de permanecer aislados, sin más nexo común que la obedien­cia”  (Carta a Tronchin, antes citada).

Así es que la ideal educación pública no tiene sitio en nuestra corrompida sociedad, porque supone una ciudad de hombres libres.  “La instrucción pública no existe y no puede existir ya, porque don­de ya no hay patria, no hay ciudadanos”  (p. 10), dice el comienzo del Emilio;  y a este pasaje responde la declaración del preceptor, tras los viajes hechos en compañía de Emilio:  “Es inútil que se aspire a la libertad bajo la salvaguarda de las leyes. ¡Las leyes! ¿Dónde hay leyes y dónde son respetadas?  Por todas partes sólo has visto reinar con ese nombre el interés particular y las pasiones de los hombres”  (p. 605).

5.   Significación  del   “Emilio”

Rousseau hubiera, por ende, podido escribir un tratado de la edu­cación que hubiese colocado en primer lugar la educación pública, inspirándose en Platón y en Esparta.  Más  ¿para qué, si semejante educación es imposible?  Sólo escribirá, pues,  “ensoñaciones”  (p. 2), como dice desde 1758  (Carta a Lenieps, 18 de enero), durante la re­dacción de la obra.  Este “manojo de sueños” no lo concebirá úni­camente como el Contrato social, en el plano del derecho y de las leyes eternas de la naturaleza; se dejará arrastrar por sus ensoñaciones, como en la Julia, y quedará así a medio camino entre la serie­dad del Contrato y lo novelesco de la Julia.  Ése es el tono que conviene a un pensamiento que se queda a mitad de jornada entre el sueño y el propósito, porque se desenvuelve en un plano que, aun siendo imaginario, no deja de ser posible.  No se trata solamente de suministrar unos conceptos a priori, como en el Contrato, sino tam­bién de adaptarlos a unas imaginarias situaciones posibles, y en la descripción de estas situaciones, en el relato de las experiencias que ilustran los principios, es donde se desliza lo novelesco.

Porque el Emilio no es un verdadero tratado de educación; es posible realzar los principios, procurándoles una ilustración que no se saca de lo real, de la experiencia vivida.  Así, falta de una imposi­ble forma didáctica, la obra se desliza cada vez más hacia la novela;  Rousseau se deja arrastrar a pesar suyo, inventa anécdotas, anuda peripecias,  “escribe una novela”  (p. 518),  resbala desde lo serio hasta la ficción, como en la  Julia, y a la inversa, se deslizó poco a poco desde la novela a la seriedad de las últimas cartas.  Así puede com­prenderse que la novela de los amores de Emilio y Sofía, en el libro V, exija una continuación.  En esta obra,  Los solitarios, solamente esbozada, tras haber vivido una existencia simple, según la natura­leza, Emilio y Sofía son pervertidos por la sociedad y sólo recobran, después de muchas aventuras, y no sin perjuicios, su vida anterior.  Sería ciertamente erróneo ver en esta continuación del Emilio el reconocimiento de un fracaso de la educación de Emilio y Sofía; pero nos recuerda que entrambos héroes viven en una sociedad pervertida, y están siempre amenazados por esta perversión.  Toda educación entraña un riesgo.  Obremos lo mejor posible, “lo demás depende de causas ajenas, independientes de nuestro poder” (p. 63). Más aún, ya el Emilio declaraba que es  “casi imposible” que una educación triunfe:  “Todo lo que podemos hacer, a fuerza de cuidados, es acer­carnos más o menos a ese fin, pero es menester suerte para alcan­zarlo”  (p. 7).

Pero también, con suerte, puede alcanzarse.  En medio de la per­versión general acontece, en efecto, dice ya el primer  Discurso, que existen algunas personalidades no corrompidas, “algunas almas privi­legiadas capaces de resistir a la estupidez, a la vanidad...”  (Pref. del Narciso).  De igual modo, hay unas pocas comarcas agrícolas en las que la perversión es superficial, como entre los  “mantargnons”, de los que hablaba la Carta a  d’Alernbert, o en esas campiñas para cu­yos habitantes se escribió  la Julia  (segundo prefacio),  y a cuyos cam­pesinos elogia con frecuencia el Emilio.  Para reformar la sociedad es preciso, ante todas las cosas, empezar, no por el Estado, sino por la familia:  “Si hay que intentar alguna reforma en las costumbres pú­blicas, es preciso que empecemos por las costumbres domésticas, y esto depende absolutamente de los padres” (segundo prefacio a Julia).  Por lo tanto, reformando la educación en los medios limi­tados y propicios de ciertas familias, es como mejor podremos empe­zar las reformas necesarias.  El Emilio responde en parte a este propósito. Escrito para la señora de Chenonceaux,  “esa buena madre que sabe pensar”, será también, de hecho, un guía para otras.  Ha­brá Emilios y Sofías.[7]   Mas, para esto, es preciso encontrar ese con­curso de circunstancias”  favorables, tan raro, que aprovechó Julia  (y, p. 3),  lo que quizá sólo sea posible entre los principales.  No olvidemos que Emilio es rico;  y es preciso favorecer ese concurso de circunstancias:  si la prudencia reclama un cierto bienestar, este bienestar depende también de la prudencia  (id.).

Así pueden nacer, incluso en una sociedad corrompida, unos como islotes de sabiduría, gracias a ciertas familias, lino de esos islotes fue creado por Julia y Wolmar en Clarens, y Emilio creará otro por su matrimonio con Sofía  (pp. 606-7;  véase también  p. 440).  Pues hay que empezar por una sociedad limitada, “lo esencial es ser bueno con la gente con que se vive”  (p. 9).  En estas ensoñaciones respecto a la educación el aspecto social si­gue siendo la base.  Descuidarlo es olvidar que la reflexión de Rous­seau se ha desarrollado a partir de los Discursos y que se ha pro­longado siempre sobre el plano social, tanto en la  Carta a d’Alembert o en la  Julia  como en el Contrato.  El Emilio cierra y corona una serie de obras consagradas al problema de la ciudad;  muestra cómo tomando a los hombres tal y como son y a las leyes tal y como pue­den ser”,  es posible renovar en ciertos lugares la condición humana.  El ideal del Contrato, tan poco factible en el plano de la ciudad, puede realizarse progresivamente en un plano más restringido.  Es en la raíz, en la infancia, donde hay que buscar remedio a los males que describen los Discursos. Rousseau ha comprendido, mejor que nadie en su época, hasta qué punto depende la vida moral del ambiente en que se desarrolla la infancia.  Si la lógica de su sistema lo ha llevado a la pedagogía a partir de las reflexiones políticas, ha comprendido que los esfuerzos en vista de una reforma, debían to­mar, de preferencia, la ruta contraria.  Sin duda conoce todas las dificultades, pero tal vez no sea necesario refundir primero a toda la sociedad para reformar la educación  (como le decía, en 1757, a Mme. d’Épinay).

Se comprende por lo tanto por qué las ideas más importantes de la obra son, para el autor, las de los dos últimos libros.  Los objetivos filosóficos que han de lograrse no se encuentran sólo en la  Profesión de fe  y en el sumario del Contrato incluido en el libro y; sino que esos dos últimos libros tratan del problema de la integra­ción social, del tránsito de la infancia a la pubertad  (vease el epígrafe de dicho estudio).  Ahora bien, Rousseau afirma repetidas veces  (y nosotros volveremos sobre ello)  que ahí es donde empieza la verdadera educación.  Si el preceptor obliga a Emilio a dejar a Sofía y a viajar es en gran parte para que la citada integración social se realice en las mejores condiciones:  “Al ser jefe de familia vas a ser miembro del Estado. ¿Y qué es ser miembro del Estado?...  Crees que lo aprendiste todo y aún no sabes nada;  antes de ocupar un lu­gar en el orden civil, aprende a conocerlo y a saber qué lugar es el que te conviene” (p. 571);  el matrimonio es la primera institución social. Emilio va a ocupar, por consiguiente, su sitio en el orden so­cial; ahí acaba su aventura.  Incluso si no tiene  “patria”,  tendrá siempre un  “país”  (p. 605),  y uno de sus deberes es el afecto al lugar donde ha nacido; ya adulto debe servir de ejemplo a sus compa­triotas (p. 606).  ¿No se ve bien claro todo lo que queda tras el ensueño pedagó­gico de ese apostolado que no falta nunca en Rousseau?  El Emilio nos enseña a constituir en la realidad ese Clarens que nos ha descrito la Julia.

6.  La Vocación Humana en la Infancia

Responder a la vocación humana, es ocupar el lugar que nos co­rresponde:  “Oh hombre...,  permanece en el lugar que la naturaleza te ha asignado en la cadena de los seres”  (p. 68).  Pero ser hombre es  “retirar el corazón en los límites de la propia condición”  (p. 68);  es seguir siendo uno mismo, negarse a extenderse hacia fuera (pá­ginas 67-9).  En todas sus obras Rousseau no deja de insistir en esa necesaria restricción del ser en sí mismo;  pero a veces concreta también, como cuando le recomienda a Enriqueta que no  “intente alejarse de sí misma”  abandonando su papel de mujer  (Carta del 7 de mayo de 1764)  o cuando le escribe a un muchacho:  “Trabaje usted en el estado en que le han puesto sus padres y la Providencia” (Carta de 1758). También Emilio conservará las riquezas que le legaron sus padres  (p. 606)  y vivirá en su  “país”  natal.  Cada uno de nos­otros, por su nacimiento y su estado, tiene raíces en algún lugar.  ¿No habrá que formar a Emilio de acuerdo con ese sitio que será más tarde el suyo en la sociedad?

Esto es lo que se hace en una educación puramente social, ins­pirada por nuestras sociedades corrompidas:  “En ese caso, la edu­cación sólo es útil si la fortuna concuerda con la vocación de los padres” (p. 12).  Pero esas distinciones sociales proceden de la des­igualdad artificial denunciada en el segundo Discurso:  de la opi­nión.  En la educación de Emilio sólo pueden contar los factores naturales.  El país, ya lo sabemos, es uno de ellos.  Por eso, en el Gobierno de Polonia, Rousseau defiende una educación que ponga a la patria en primer plano:  “A los 20 años un polaco no debe ser otro hombre; debe ser un polaco”; de la misma manera antiguamen­te un espartano era un espartano.  Pero este anclaje patriótico, en el que no intervienen mas que factores naturales, y no factores de opi­nión, carece de sentido hoy en que  “la institución pública no existe”, hoy cuando no hay verdaderas leyes ni verdaderas patrias.  Deberemos, pues, considerar lo que hay en común en la vocación de todos los hombres, borrando las diferencias locales artificiosas,[8]  a fin de encontrar nuevamente la “vocación común” a todos en el orden natural (p. 12).

Henos, pues, obligados a impedir un enraizamiento precoz, que sería nefasto, y a desarraigar a Emilio durante todo el tiempo en que aprenda su oficio de hombre.  “Antes que a la vocación de los padres, la naturaleza lo llama a la vocación humana” (p. 12).  Emi­lio será, pues, un discípulo abstracto, un huérfano, y aunque de buena cuna (p. 27),  llamado a ser hombre antes de ser noble:  quiero darle una jerarquía que no pueda perder, una categoría que lo honre en todos los tiempos;  quiero elevarlo al estado de hombre” (p. 226).  Además vivimos en una época inestable,  “nos aproximamos al estado de crisis y al siglo de las revoluciones” (p. 224). Por lo tanto debemos tener en cuenta, en todos nuestros cálculos, los posibles trastornos (pp. 224-5). Dicha inestabilidad social nos permite des­cuidar los factores artificiales, justifica una educación según la naturaleza, como si el colmo de lo social nos devolviera lo natural.  Emilio, que al salir de manos del preceptor no será magistrado, ni soldado, ni sacerdote, sino  “antes que nada hombre” (p. 12), será por eso mismo apto para abrazar todos los estados.  No sólo  “la educación natural debe hacer a un hombre apto para todas las con­diciones humanas” (p. 27),  sino cualquiera que haya sido bien edu­cado para su vocación de hombre, no podrá desempeñar mal los diversos estados que se relacionan con ella  (p. 12).[9]

Sin embargo, incluso cuando queremos reducirnos a lo que es común a todos los hombres, subsisten, por encima de la vocación de hombre, unas como vocaciones particulares subordinadas que no se pueden rechazar —las que dependen de la edad y del carácter.  “La humanidad tiene su sitio en el orden de cosas; el niño tiene el suyo en el orden de la vida humana; hay que considerar al hombre en el hombre y al niño en el niño”  (p. 63).  Las diferencias de edad no son artificiales como las diferencias de clases, sino naturales:  “La na­turaleza quiere que los niños sean niños antes de ser hombres” (pá­gina 78).  En consecuencia, la niñez tiene su papel, su lugar y su autonomía relativa. Lo veremos mas tarde; en cierto sentido hay una ‘madurez”  (p. 180) de la infancia, y sin embargo, hay que tener en cuenta la continuidad entre la infancia, la adolescencia y la edad adulta (véase § 8).

“Lo que es, está bien”, y la infancia tiene asimismo un papel que desempeñar en el orden de las cosas.  “Nos quejamos del estado de infancia: no se ve que la raza humana hubiera perecido, si el hom­bre no hubiese empezado por ser niño” (pp. 6-7).  Si el hombre naciera adulto, sería  “un perfecto imbécil, un autómata”,  no sabría siquiera comer ni andar (pp. 40-1). Es en la infancia cuando el niño, utilizando los datos de sus sentidos,[10]  logra construir a la vez las conductas humanas y la razón. Hay, pues, “una razón de ese estado de debilidad” (p. 69); “parece que los niños sólo son pequeños y débiles para aprender sin peligro esas importantes lecciones” (p. 60).  El niño limitado a un tiempo en sus deseos y en sus facultades, está primero bajo la tutela de los adultos, lo cual le permite un desarro­llo más fácil (p. 69);  luego un aumento de energía le presta ese sobrante gracias al cual  —a la inversa de los animales—  puede tener útiles experiencias (p. 61). Vemos aquí la acción de la Providen­cia:  “Al mismo tiempo que el Autor de la naturaleza da a los niños ese principio activo, cuida de que no sea muy perjudicial, dejándoles poca fuerza para entregarse a él”  (p. 49).

Conviene, pues, respetar la infancia, que tiene su lugar en el orden de las cosas, y no hacer como esos educadores que  “buscan siempre al hombre en el niño, sin pensar en lo que es antes de ser hombre”.  La educación debe adaptarte a la infancia e incluso a cada edad de la infancia. Debe tener en cuenta el desarrollo de las funcio­nes.  La pedagogía de Rousseau será una pedagogía funcional.  Sin duda la idea de esa pedagogía funcional no era inédita;  ya está presente en Comenio y en otros muchos. Lo mismo sucede con la pedagogía a la medida, de la que vamos a hablar, y que puede tam­bién encontrarse en Montaigne o en Locke.  La originalidad de Rous­seau reside en que, en él, esas pedagogías dependen de una pedagogía de la vocación humana; están incluidas en un sistema más vasto que las concuerda y las justifica. De ahí su fuerza.  Pero también de ahí proceden sus flaquezas, sobre las cuales no insistiremos ahora.

Como cada edad, cada individuo responde a una vocación. Hay que tener en cuenta las inteligencias, los temperamentos y los carac­teres;  “cada espíritu tiene su forma propia, según la cual necesita ser gobernado” (p. 83).  Y no se trata aquí tan sólo, en cierta ma­nera, de diferencias cuantitativas que hacen que “cada uno adelante  o menos de acuerdo con su genio...” (p. 41);  se trata también de diferencias cualitativas de otro orden, de diferencias que denomi­naríamos hoy “caracterológicas”, en el sentido amplio de la palabra, englobando temperamento y carácter. Éste no depende únicamente del medio, como lo pretendió erróneamente Helvecio, “hay caracte­res que se anuncian casi al nacer” (Julia. V, p. 3)  y otros que se revelan mucho más tarde (íd.), pero no pueden ser transformados; “seria tan difícil como convertir a un moreno en rubio, o a un tonto en hombre de ingenio”;  pero también  “¿han oído ustedes decir al­guna vez que un arrebatado se haya vuelto flemático, y que un espíritu metódico y frío haya adquirido imaginación?”  (id.). Ahora bien,  “todos los caracteres son buenos y sanos en sí mismos... la naturaleza no comete errores”...[11]   Por consiguiente “no se trata de cambiar el carácter y de doblegar lo natural, sino al contrario, de im­pulsarlo tan lejos como sea posible... pues es así como un hombre llega a ser todo lo que puede ser, y es así como la obra de la natura­leza es acabada en él por la educación”  (id.).  Rousseau no insiste sobre la diversidad de las educaciones en fun­ción de los caracteres  (y también de los lugares, p. 3).  Se contenta con señalar que el problema se plantea sobre todo en la adolescencia:  “Esperamos la primera chispa de razón, ella es la que hace surgir el carácter y le da su verdadera forma” (Julia, id.).  Pero entonces  “empieza la división casi infinita de los caracteres”  que no es posible estudiar en detalle  (p. 266).

En ese terreno, como en el de la edad, lo más importante es ob­servar, a fin de poder respetar la naturaleza.  Es preciso “acechar la naturaleza” (p. 84) largamente, “estudiar” a los discípulos.  Pero hay un arte de observar importantísimo; como en el terreno político, “hay que trazarse reglas para esas observaciones” (p. 585).  El maes­tro debe aprender primero a estudiar a los demás, y, por ejemplo, no tomar  “el efecto de la ocasión”  por “el ardor del talento”  (pá­gina 230);  debe saber que  “es en las bagatelas donde el natural se descubre” (p. 287), debe saber interpretar una fisonomía (p. 272).  En resumen, hay que hacer todo un estudio antes de estudiar a los niños:  “Yo quisiera que un hombre sensato nos diera un tratado sobre el arte de observar a los niños.  Sería muy importante cono­cer ese arte; los padres y las madres no poseen todavía siquiera sus rudimentos”  (p. 231).

La pedagogía funcional será también la pedagogía de la felicidad, puesto que es la pedagogía de la vocación. “Me mantuve, dijo el preceptor, en el camino de la naturaleza, esperando que éste me mos­trase el de la felicidad.  Resultó que era el mismo, y que, sin pensarlo, lo había seguido” (p. 565).  Esta coincidencia entre naturaleza y feli­cidad,[12]  puede por sí sola explicar la parte otorgada a la espontanei­dad y a la felicidad en la educación de Emilio. En efecto, si la natu­raleza coincide con la virtud, la virtud coincide con la felicidad;  “el hombre no puede hacerse malo excepto cuando es desgraciado”  (pá­gina 565).  La preocupación de la dicha en Rousseau puede por lo tanto justificarse por el hecho de que “de los niños que nacen, a lo sumo la mitad llega a la adolescencia”  (p. 61)  y que, en vista de ello, no debe sacrificarse el presente a un futuro incierto (pp. 532, 62, 180, 201);  pero existe una razón más profunda, y es que la naturaleza no nos engaña:  “hay que ser feliz, querido Emilio;  es el fin de todo ser sensible; es el primer deseo que imprimió en nosotros la naturaleza, y el único que no nos deja nunca”  (p. 564).  El goce tiene por sí mismo un valor, y el preceptor puede decir:  “Yo no he educado a mi Emilio para desear, ni para esperar, sino para gozar”  (p. 522).  Pero ese goce adquiere un sabor moral con el crecimiento, tanto que goce y bien se confunden:  “...¿para qué puede Emilio tener prisa?  Para una sola cosa:  gozar de la vida.  ¿Añadiré:  y para hacer el bien cuando puede?  No, porque eso mismo es gozar de la vida”  (p. 522).  La felicidad es entonces la satisfacción de si mismo, y  “para merecer esa satisfacción estamos en la tierra dotados de liber­tad, tentados por las pasiones y reprimidos por la conciencia” (pá­gina 341).  Colmar nuestra naturaleza es por eso mismo ser dichoso, pues  “¿qué otro bien puede esperar un ser excelente si no el de exis­tir según su naturaleza?” (p. 345). Cuando Rousseau escribe:   “Hagamos, pues, feliz al hombre en todas las edades”  (p. 532),  quiere decir también que es preciso dar a cada edad sus propias virtu­des.  Cada edad tiene su virtud y su felicidad particulares; hay que tener en cuenta esos trozos de vida que la naturaleza ha distinguido a través de la vida humana.  Le corresponde a cada uno cierto equi­librio entre las facultades y los deseos, que corresponde a  “la pru­dencia humana o ruta de la verdadera felicidad”  (p. 63).

7.    La Educación Negativa

La sociedad actual es mala;  la educación “positiva”  que se inspira en ella, tiende a socializar al niño demasiado pronto, a  “formar su espíritu antes de tiempo”  y a dar al niño el conocimiento de los deberes del hombre  (Carta a Beaurnont).  Pero esto es, de hecho, abrir la puerta a los vicios. Rousseau vuelve sin cesar sobre ello:   “Cuidémonos de anunciar la verdad al que no está en situación de oírla, porque esto equivale a querer sustituirla por el error” (pági­na 312).   Se pretende enseñar al niño la moral adulta;  pero como no puede aún juzgarla realmente, ni siquiera comprenderla, el niño saca de esas lecciones hábitos de mentira, hipocresía, vanidad, par­ticipa precozmente de los vicios adultos, en vez de participar en las virtudes.  “Para simular que se les predica la virtud, se les hace amar todos los vicios: se les dan al prohibirles que los tengan” (p. 96).   Se les lleva a aburrirse a la iglesia, y “se les obliga a aspirar a la dicha de no rezarle a Dios”  (pp. 96-7).   Se les obliga a hacer innumera­bles promesas y eso los induce a mentir (p. 96).  No sólo se les pone de esta manera en situaciones que son fuentes de vicio;  sino que, además, por incomprensión, dan un sentido opuesto a las lecciones que reciben;  “el mal no está en lo que entienden, sino en lo que creen entender”  (p. 207):   así, un niño demasiado pequeño saca de una fábula de La Fontaine lecciones de adulación, crueldad, injusticia, ironía, desobediencia (p. 215).  Puesto demasiado pronto en contacto con los vicios contra los cuales se le quiere proteger, incapaz todavía de condenarlos y de dominarse, los acepta, participa de las cadenas que atan, por la vanidad y la opinión, al hombre moderno  (p. 604).  Se quiere formar su inteligencia, darle opiniones morales, y por eso mismo se le pierde.  En efecto,  “el descarrío de la juventud no empieza ni por el temperamento ni por los sentidos, sino por la opinión”  (p. 410).  El peligro estriba en que el niño adopte precozmente es   “máscara”  que es la de nuestro hombre moderno per­vertido por la sociedad actual  (p. 271), que deje de ser él mismo, de seguir a la naturaleza.

Es preciso, pues, contrarrestar esa educación que se apresura de­masiado en integrar al niño en un medio social mediocre.  Hay que rodearlo de un “cerco” (p. 6) que lo ponga al abrigo.  La Carta a Beaurnont nos muestra sin ambigüedades, cuál es el significado de esta educación negativa, a veces llamada  “inactiva”  (p. 117)

Si el hombre es bueno por naturaleza, se deduce que sigue siéndolo mientras nada extraño a él lo altere... cerrad pues la entrada al vicio, y el corazón humano será siempre bueno; yo establezco sobre ese principio la educación negativa corno la mejor o tal vez la única buena...  Llamo educación negativa la que tiende a perfeccionar los órganos, instrumentos de nuestros conocimientos, antes de darnos éstos, y que prepara a la razón por el ejercicio de los sentidos.  La educación negativa.. . no da las virtudes, pero previene los vicios;  no enseña la verdad, pero preserva del error; dispone al niño para todo lo que puede llevarlo a la verdad cuando esto en situación de oírla, y al bien cuando esté en situación de amarlo.

La educación positiva, la de Esparta, se justificaría quizá en Po­lonia; pero en París no cabe duda de que la que conviene es la educación negativa.  En efecto,  “mientras ignoramos lo que debemos hacer, la cordura consiste en no hacer nada”,  es necesario “saber no obrar”  (p. 565—).  Esto es lo más difícil, tanto en la vida moral como en la educación:  evitar correr el peligro de la perversión por falta de prudencia.[13]   La infancia debe, pues, ser en cierto sentido, una larga ociosidad (p. 128);  es preciso  “dejar que madure la in­fancia en los niños”  (p. 83), saber no hacer nada:

Si conseguís no hacer nada y no dejar hacer nada;  si lográis que vues­tro discípulo llegue a la edad de doce años sano y robusto, sin que sepa distinguir la mano derecha de la izquierda, los ojos de su entendimiento se abrirán a la razón con vuestras primeras lecciones;  sin prejuicios, sin hábitos...  se convertirá en vuestras manos en el más cuerdo de los hombres y, empezando por no hacer nada, habréis conseguido hacer un prodigio de educación (p. 83).

De ahí que “la más grande, importante y útil regla de toda educa­...,  no es ganar tiempo, sino perderlo”  (p. 82).  El niño no ve el mundo como el adulto:  toda la gloria del Paraíso le atrae menos que un terrón de azúcar (Carta a Beaum ant).  La infancia tiene su propio método (p. 156):  “la infancia tiene unas maneras de ver, pensar y sentir enteramente propias” (Julia, V, p. 3). Es necesario, pues, esperar que la naturaleza obre para nosotros, y contentarnos con librar al niño de las tentaciones, ser como la “sirviente del jar­dinero”  (Julia, y, p. 3),  que no hace sino arrancar las malas hierbas.

Rousseau no cesa de repetir que importa rezagarse lo más posible. Nada de lecturas en la primera infancia, y un solo libro antes de los quince años.  Nada de lecciones de moral antes de llegar a la ado­lescencia  (p. 76). “Retardarlo todo lo más posible’ (p. 274), sacri­ficar un tiempo que se recuperará más tarde (p. 84).  Sobre todo, nada de contactos precoces con el mundo social:  “Mostrarle el mundo antes de que conozca a los hombres, no es formarlo, sino corrom­perlo; no es instruirlo, sino engañarlo” (p. 260). Los “defectos del cuerpo y del alma proceden casi siempre de lo mismo; se quiere hacerlos hombres antes de tiempo”  (p. 130). Emilio será introdu­cido tardíamente en el mundo, permanecerá el mayor tiempo posi­ble sin pasiones, empleará mucho tiempo en buscar a Sofía, porque importa que no se la halle demasiado pronto  (p. 443);  y, cuando se la halle, aún se retardará el matrimonio, posponiéndolo a los viajes.

Retrasarlo todo, indudablemente, pero también prepararlo todo;  “es preciso preverlo todo y preverlo con mucha anticipación”  (pá­gina 196).  Esta preparación consiente, por un lado, asimilar bien las lecciones de la experiencia, y, por otro, acumular los instrumentos necesarios para las futuras dificultades.  Emilio tardará mucho tiempo en descubrir la brújula (p. 197), pero la inventará él mismo y lo recordará; no la tendrá ya hecha, como tantas otras de esas máquinas que acaban con la ciencia  (p. 198).  Pasará  “algunos días de inquie­tud” (p. 188),  sin los cuales no hubiera estado suficientemente aten­to.  Las lecciones que se dan a los niños son sumamente rápidas y, por ende, mal preparadas;  “entre tantos admirables métodos para abreviar el estudio de las ciencias, necesitaríamos mucho que alguien nos procurara uno para aprenderlas con esfuerzo” (p. 198).

Es así, yendo lentamente, como se preparará mejor el porvenir.  Sofía será modesta y reservada antes de tener necesidad de serlo, y continuará siéndolo (p. 501).  Incluso el matrimonio estará prepa­rado desde mucho antes; y todos los episodios de los amores de Emilio y Sofía han sido cuidadosamente provocados por el arte del preceptor  (véanse  pp. 506, 516, 529, 573).  Por último, es necesario elegir con previsión los momentos de decir ciertas cosas.  Hay una hora propicia para cada adquisición, para cada problema (p. 408);  hay una edad para el estudio de las ciencias, y una edad para darse cuenta de las costumbres del mundo (p. 407).  Existe un tiempo para las fábulas, la adolescencia   (p. 296),  y un tiempo para elevarse hasta la noción de Dios sin pecar de idó­latra.  Hay un tiempo para hablar a la razón  (p. 396),  y un tiempo para despertar el interés.  Pero, antes de la edad, es preciso preparar, poner al niño en condiciones de entender lo que es la razón antes de hablarle de ella (p. 396);  es necesario prepararlo para todo: para el mundo, las fábulas y la noción de Dios.  E incluso cuando llegan estos momento solemnes  —de que tanto gusta Rousseau—,  en que el preceptor apela a toda su elocuencia para interponer un rodeo en la educación de Emilio, para hablarle de Dios, para inducirle a abandonar a Sofía, para decidir con él a propósito de su estableci­miento (pp. 314, 564, 603),  es necesario aún preparar la escena  (por ejemplo, para la Profesión de fe) y los sentimientos  (v. gr. ¡anun­ciándole la posible muerte de Sofía, con objeto de “interesarlo”  en esta lección!).

8.   La Libertad Bien Regulada

Si es necesario retardarlo todo, prepararlo todo, es, ante todo, con el fin de evitar desviaciones precoces que proceden de la influencia social, y fortalecer el alma antes de exponerla al peligro. Es también para conservarle su libertad; pero no olvidemos que ser libre, ser racional y ser ciudadano son situaciones conjuntas. Por el contrato social el hombre conquista su libertad moral  (Contrato, 1, p. 8).  Así la pedagogía que apela a una vocación social debe ser, asimismo, una pedagogía de la libertad.

No sólo, desde luego, una pedagogía del dejar hacer, porque, se­gún Rousseau, la libertad es la obediencia a una ley aceptada, y el  “impulso del simple deseo es esclavitud”  (íd., I, p. 8).  Ser libre es conservar su puesto en el mundo, como su puesto natural;  es seguir  “el orden”;  es emplear las fuerzas naturales y únicamente estas (p. 68).  “El hombre verdaderamente libre no quiere más que lo que puede”,  y, en consecuencia,  “hace lo que quiere”  (p. 69). Obedece, en el estado natural, a la necesidad; y, en el estado civil, a la ley de la ciudad en que vive, la cual debe ser igualmente inflexi­ble.[14]   Son la opinión la fantasía y la vanidad las que lo alejan de esas leyes y lo convierten así en un esclavo.

Aseguremos, pues, la libertad de Emilio, y, para ello, dejémosle un campo suficiente para que haga la prueba.  Dejémosle que se haga a sí rojo,  en vez de pretender formarlo, o mejor dicho, hagamos de suerte que se crea siempre libre en sus experiencias, que imagine que choca sólo con la necesidad.  Pero, sin que lo parezca, cuidaremos de que esta conducta no sea desviada por unos factores no natura­les;  lo rodearemos de un medio favorable. De aquí procede la famosa declaración:  “Se han probado todos los instrumentos, me­nos uno, precisamente el único que puede triunfar, la libertad bien regulada” (p. 80).

Libertad física, ante todas las cosas:  nada de pañales a las criatu­ras de pecho, juegos y diversiones para los infantes.  Por la misma razón,  “ninguna especie de lección verbal..., ninguna especie de castigo”  (p. 81).  Que el niño pueda disipar sus fuerzas en activi­dades que le servirán de otras tantas experiencias educativas, sin dejar de ser juegos. Nada de juguetes costosos (p. 52), nada de máquinas científicas (p. 198), sino la necesidad pura, y la libertad de usar a su antojo de ella. Educado así Emilio, que saboreará “el bienestar de la libertad” (p. 61),  será dichoso. Si experimenta el sufrimiento, será sin apesadumbrarse, porque se le habrá dejado solo con él, y así conquistará más y más independencia.  Se desarrollará según la naturaleza “que lo hace todo bien”  (p. 64),  y, sin haber ido en andaderas, ni ser corregido, será más despierto y más inte­ligente que si se hubiese pretendido forzar a la naturaleza.

¿Se teme que permanezca amorfo, inerte, falto de la incitación adulta?  Tal temor equivaldría a desconocer totalmente la natura­leza humana.  Lo que distingue al hombre del animal, la razón de su grandeza y de su miseria, es una sobra de facultades, un exceso de energía  (p. 65; cf. también Discursos),  que le impulsa a salir de la naturaleza primitiva, de la naturaleza dada, para experimentar y descubrir por su cuenta.  Utilizando esta demasía, un niño, aparen­temente abandonado a su suerte, puede interesarse en algo, por poco que se le guíe en secreto (p. 135).  En cambio, usando ese rema­nente, se saldrá, si su libertad no se ha regulado, de los caminos na­turales, y buscará, por vanidad, extender su ser más allá de sus fuerzas  (p. 65).  Su libertad no debe, pues, ser una licencia, sino una disciplina (p. 63).

Emilio sabrá dominarse. Será capaz de ello porque, desde un principio, habrá experimentado directamente la necesidad de las cosas[15]  e incluso la de los adultos, como veremos muy pronto; por­que, falto de instrumentos y de máquinas, se habrá visto obligado, como Robinsón, a desarrollar su buen sentido común a fin de so­meterse a las leyes físicas para construir objetos que satisficiesen sus deseos;  porque, habiendo sido formado desde un principio por los hechos más que por los discursos (p. 301), será mas apto, en lo sucesivo, para sacar provecho de sus lecturas (p. 391);  porque habrá, mediante aficiones indiferentes, como la caza, (p. 397), dominando pasiones peligrosas. “Alimentado por la libertad más absoluta”, será dueño de sí mismo cuando llegue el momento de plegarse volunta­riamente a la ley del deber. Sabrá entonces preferir los “derechos de la humanidad” a su amor por Sofía  (pp. 557-562);  sabrá incluso obedecer las órdenes del preceptor  (p. 572), porque de antemano se obligó a obedecer (p. 404).  Poseerá la verdadera libertad, que consiste en obedecer a la ley que se ha prescrito mediante la razón, como en la infancia a someterse a la necesidad.[16]

9.   Los Móviles de la Educación en la Infancia

Sigamos ahora la educación de Emilio.  Puesto que cada edad tiene sus características propias, tiene también sus “deberes” (p. 488) y sus  “móviles”  (p. 549).  A cada edad corresponde, por lo tanto, un tipo propio de educación.

I)           Pero es preciso tener en cuenta que no se dan en ci desarrollo del niño unas a manera de sucesivas metamorfosis, cada una de las cuales ofreciera un ser autónomo.  Indudablemente  “cada edad, cada estado de la vida tiene su perfección conveniente, una especie de ma­durez que le es propia”  (p. 174);  pero cada edad se prolonga también en la siguiente hasta la realización final de la vocación humana; existe, pues, una indispensable continuidad de la educación.  El niño se basta a sí mismo porque no tiene necesidad alguna de las perfec­ciones del adulto, pero el papel de la infancia es preparar la vida de la edad viril.  La educación carecería de sentido sí sus frutos se des­vanecieran incesantemente.  ‘El hombre es siempre el mismo”  (pá­gina 549),  y son siempre los impulsos originales, más o menos transformados, los que obran en él; es necesaria una  “vuelta a la natu­raleza”  (pp. 453, 471),  incluso para las actividades convencionales.

Lo que equivoca a los preceptores, y sobre todo a los padres, es que suponen que una manera de vivir excluye a otra, y que, tan pronto como se es adulto, debe renunciarse a todo cuanto se hacía siendo chico.  Si así fuere, ¿de qué serviría desvivirse por la infancia, ya que el buen o mal uso que se hiciera de la misma se desvanecería con ella? (p. 550).

Importa, pues  —especialmente en la adolescencia—,  “restituir los tránsitos imperceptibles” (p. 550).  Educar es someter a unas mane­ras de ser estables;  “el hombre regulado vuelve siempre a sus an­tiguas prácticas, e incluso no pierde en su vejez el gusto por los placeres que amaba de niño” (p. 550).  El niño que se educa adquiere estas maneras de ser, y se somete: “He aquí, podéis decir, una necesi­dades a las que lo he sometido, unas sujeciones que le he impuesto:  y todo esto es verdad; lo he sujetado al estado de hombre” (p. 551).  En cada edad, apelando a los móviles propios de esa edad, es nece­sario que consideremos también la vocación final, el estado de hom­bre.  La educación no consiste en una serie de metamorfosis, sino en un continuo acrecentamiento. Son siempre los mismos móviles los que actúan, pero en planos cada vez más amplios y en niveles cada vez más elevados.

2)          En un principio no puede apelarse a la razón, ya que  “La obra maestra de la educación es hacer un hombre razonable” (p. 76).  Es necesario ante todo aprender a pensar.  Ahora bien, “el hombre no piensa naturalmente.  Pensar es un arte que aprende, como todos los demás” (p. 518). Preparemos, pues, primero las subestructuras del pensamiento.

Durante un largo tiempo el niño carece de memoria y no puede rebasar el instante presente (p. 103). Apelaremos, por lo tanto, a su interés inmediato y sensible.  Dicho interés nace de la única pasión natural en el hombre, que es el amor de sí mismo.  Sólo este amor se pondrá en juego “hasta que pueda nacer el guía del amor propio, que es la razón” (p. 81). Pero ya veremos cómo este amor de sí mismo se amplía progresivamente en cada etapa.

Hasta los doce años, más o menos, es, pues, el interés lo que guía al niño, interés acompañado en la edad del puer  por cierto grado de conocimiento.  Mas para evitar los cepos de la opinión, es preciso impedir que el niño ceda a necesidades creadas por la  “fantasía”,  es preciso mantenerlo en el círculo de las necesidades naturales, en el círculo de la necesidad.  “El único hábito útil a los niños es el de someterse sin esfuerzo a la necesidad de las cosas” (p. 178, nota).  Para esto hay que transformar el medio ambiente del niño en un “mundo físico” (p. 76).   Los adultos serán para él como cosas, su  “no” será ir revocable, y aparecerá como un “no” necesario y nunca como capricho o mala voluntad.  En sus relaciones con ellos, el niño sentirá  “el pesado yugo de la necesidad”.  “Emplead la fuerza con los niños y la razón con los hombres: éste es el orden natural” (p. 79).

Emilio vivirá, pues, en un medio físico.  Por consiguiente nada de lecciones, nada de castigos. No conocerá más castigos que  “la con­secuencia natural”  de su mala acción (pp. 93-4), como el de tener frío si rompió un vidrio de la ventana.  De esto se deduce que el pre­ceptor deberá disponer el medio que rodea a Emilio de tal suerte que sea un medio educativo.
En ese medio dispuesto artificialmente para encontrar de nuevo la naturaleza primitiva sin intervenciones humanas,  ¿qué hará Emilio?  Desarrollará primeramente su cuerpo, sus músculos y sus sentidos.  Rousseau ha insistido detenidamente, en su libro II, sobre la educación sensorial, preparando así las pedagogías de Fröebel y de Itard.  No insistamos en ello. Pero estos ejercicios espontáneos desarrollarán también las facultades intelectuales.  Harán nacer la razón sensitiva, con la cual llegamos al período siguiente, el del pre­púber.

3)          El pensamiento comienza por las sensaciones; éstas, al combi­narse, crean primero una  “razón sensitiva” (p. 174),  ideas, y luego, mediante la combinación de las ideas, producen la razón intelectual, que es la verdadera razón humana.  Si la razón sensitiva aparece progresivamente en el pucr, la razón verdadera no aparece antes de los quince años,  “la edad de la razón” de acuerdo con la nota puesta por Rousseau mismo en su manuscrito.

“Ejercitar los sentidos...  es aprender a juzgar bien por medio de ellos” (p. 138).  Así el puer  llega a  “una especie de física experimen­tal” (p. 128);  aprende a conocer el uso de sus fuerzas, las relaciones de su cuerpo con los otros cuerpos, el empleo de los instrumentos (p. 127).  Esta razón sensitiva le será enseñada por sus pies, sus manos, sus ojos (p. 128).  Desde entonces el pre-púber podrá en­sanchar su horizonte.  Será capaz de rebasar el instante presente, de calcular.

Añadamos en el un exceso de fuerzas gracias al cual podrá  “lan­zar, por decirlo así, al porvenir, el sobrante de su ser actual” (p. 183).  Ese sobrante de fuerzas y ese principio de razón, unidos al hecho de que las pasiones de la adolescencia no han nacido aún, hacen de esta edad la edad de los estudios por excelencia (pp. 183-4). Hasta aquí Emilio no fue sometido al estudio;  si ha aprendido a leer es única­mente por gusto propio  (p. 116); si se ha instruido, lo ha hecho  “tanto mejor cuanto que no ve en ninguna parte la intención de instruirlo”  (p. 120);  sobre todo no se ha echado a perder, y ha des-arrollado su cuerpo con sus juegos.  Ahora conviene la inversa:  “Du­rante la niñez, el tiempo era largo:  no pensábamos más que en perderlo, por miedo a emplearlo mal. Aquí sucede todo lo contrario, y no nos basta para hacer todo lo que sería útil” (p. 191).  Pero Emilio siente ahora la diferencia entre el trabajo y la diversión (p. 200),  y  “ya pueden penetrar en sus estudios objetos de utilidad real” (íd.).

¿Cuál será el móvil de esos estudios?  El mismo que antes, pero, ampliado por el conocimiento.  El interés presente cede el lugar a lo útil.  “¿Para qué sirve esto?  He ahí desde ahora la palabra sagrada”  (p. 202).  Pero este “útil” puede ser muy vasto, porque el ensancha­miento de la previsión ha desarrollado el amor de sí mismo, dedu­ciendo de él la curiosidad:  Emilio posee esa  “curiosidad natural en el hombre, por todo lo que le interesa de cerca o de lejos”  (p. 185);  por ejemplo, se interesará en la astronomía cuando vea en ella un medio de encontrar su camino.  No busquemos, pues, otro móvil a sus estudios. Recordemos que sigue guiándolo el amor de sí mismo, que ni siquiera tiene todavía la menor noción de las cosas morales, que su razón sigue siendo sen­sitiva:  “Es una inepcia exigirles que se apliquen a cosas de las que se les dice vagamente que son por su bien, sin que sepan en qué con­siste ese bien” (pp. 200-1).  Emilio sólo juzga las cosas en relación con su propio bien, y no de acuerdo con la opinión de los otros (p. 215).  Contentémonos, pues, con enseñarle  “todo lo que es útil a su edad”  (p. 201).

Se comprende entonces la importancia capital de las labores ma­nuales y de las técnicas, en esa edad:  su utilidad es evidente. Gra­cias a ellas, Emilio recibe directamente sus lecciones de la naturaleza (p. 120) a la que lee y espía (pp. 177, 155).  Sobre todo, no traen consigo los vicios inseparables de las lecciones verbales. Insistamos ahora un poco en este punto, que vale por toda la educación.  Los conocimientos especulativos no están al nivel de los niños (p. 199)  porque éstos no saben manejar aún la ideas;  sólo serán útiles después de la adolescencia.  Pero, además, resultan nefastos porque el niño los entiende mal y desvía su sentido. Una educación negativa debe retrasarlos lo más posible;  “un niño mal instruido está más lejos de la prudencia que el que no ha sido educado” (p. 102).  ¿Qué se enseña a los niños? “Palabras, sólo palabras, siempre palabras” (p. 104);  así se introduce en su espíritu  “un catá­logo de palabras que no significan nada para ellos” (pp. 108-9).  Los libros sólo sirven para trasmitir las perversiones sociales.[17]  In­dudablemente no hay que tomar demasiado al pie de la letra el fa­moso  “odio los libros” del libro III;   pero se ve claramente que los libros, para Rousseau, son el principal instrumento de las perver­siones denunciadas desde los Discursos.  Resultan harto peligrosos para ser puestos en manos de los niños  —con una excepción, que más adelante veremos.

“¡Las cosas! ¡Las cosas!  Nunca repetiré bastante que concedemos demasiado poder a las palabras”  (p. 203). Es necesario que el niño no reciba nunca una lección verbal:  “No enseñéis jamás a un niño nada que no pueda ver” (p. 210).  En todas sus operaciones Emilio irá, pues, a las cosas, y no sólo para captar sus sentidos, sino también pata aprender a combinar, a calcular.  Será obrero.  El aprendizaje de un oficio manual no hará sino coronar y coordinar tales actividades. Antes habrá tomado parte en distintas actividades técnicas; la lectura de Robinsón Crusoe, el único libro que conoce entonces, le servirá para jugar al Robinsón, e inventar así un sinnúmero de técni­cas nuevas.  Tales actividades técnicas darán origen a investigaciones más amplias:

Considerad qué dirección damos a estas curiosidades infantiles; consi­derad el sentido, el espíritu inventivo, la previsión; consideremos que cabeza vamos a formar.  En todo cuanto vea, en todo cuanto haga, querrá conocerlo todo, querrá saber la razón de todo; de instrumento en ins­trumento, querrá conocer el origen del primero...;   si ve hacer un re­sorte, querrá saber cómo se ha sacado el acero de la mina  (p. 216).

Indudablemente Emilio no aprenderá, sin embargo, muchas cosas.  A los quince años “sólo posee conocimientos naturales y puramente físicos...  conoce las relaciones esenciales del hombre con las cosas, pero nada de las relaciones morales del hombre con el hombre” (p. 243).  Pero, si Emilio posee pocos conocimientos, no sabe nada a medias, y sí sabe que ignora muchas cosas (p. 243).  Sobre todo, puede, en lo sucesivo, ir más lejos.

Rousseau, a la inversa de un Herbart por ejemplo, tiene en poco los conocimientos por sí mismos.  Concibe lo que es una cultura ge­neral.  Y vuelve sin cesar a ese punto; lo que importa es adquirir los instrumentos, dar los primeros pasos:  “Mi propósito no es procu­rarle la ciencia, sino enseñarle a adquirirla cuando lo necesite, hacer que la estime exactamente en lo que vale, y hacerle amar la verdad sobre todas las cosas” (p. 243).  Lo que cuenta en la ciencia es su “raíz” (pp. 128-9), diríamos con gusto el método, como es notorio en determinados textos:  “Se trata menos de mostrarle la verdad que de enseñarle lo que es preciso hacer para descubrirla” (p. 240).  Esta propensión a situar en un primer plano las cualidades intelectuales (p. 154)  y los métodos es, en realidad, como el reverso de la educa­ción negativa. Si deseamos preservar a Emilio de las perversiones sociales precozmente adquiridas, no basta con dirigir sus actividades hacia las cosas; conviene aun que encuentre en esas actividades, más que un saber, un medio de fortalecer su espíritu, con objeto de poder resistir más tarde las tentaciones.  Tras la preocupación de la cultura general, existe una primacía de la educación.

10.   La Educación Moral

Ahora bien, con la adolescencia pasa a un primer plano esta educa­ción moral.  O, más bien, es la verdadera educación que, al fin, empieza. Rousseau afirma, con frecuencia, la primacía de la educa­ción sobre la instrucción,  este era ya un tema usual en la época de los Discursos,[18]   pero el Emilio vuelve a él de continuo. Y lo que hemos dicho sobre la dirección general de la pedagogía de Rousseau implica evidentemente esta primacía de la educación.  De ahí que la verdadera educación comience cuando Emilio es, por un lado, capaz de comprender las nociones morales y, por otro, está amenazado por las pasiones, esto es, en la adolescencia, ya en el libro IV de la obra:  “Esa época, en que terminan las educaciones ordinarias, es propiamente el tiempo en que la nuestra ha de comenzar” (p. 246).  En efecto,  “la ocupación de la infancia es poca cosa:  el mal que en ella se deslice no es irremediable;  y el bien que puede conseguirse no im­porta que se retrase.  Pero no acontece lo mismo en la primera edad en que el hombre empieza verdaderamente a vivir” (p. 274).  Hasta entonces el preceptor se ha limitado a preparar su verdadera misión:

No concebís cómo Emilio, a los veinte años, puede ser dócil.  ¡Nosotros pensamos de otra manera!  Yo no concibo cómo ha podido serlo a los diez;  porque  ¿qué influencia tenía yo sobre él a esa edad?  He tenido necesidad de quince años de desvelos para conseguir esta influencia.  No lo educaba entonces;  lo preparaba para ser educado (p. 414).

En efecto, hasta aquí hemos evitado cuidadosamente examinar las nociones morales (y las sociales); nos hemos contentado con des­arrollar el cuerpo y la inteligencia. A los quince años, Emilio con­tinúa aún sólo ocupado en sí mismo, el amor de sí mismo única­mente se relaciona con él; “Emilio posee de la virtud cuanto ésta se refiere a su persona...;  no exige nada de nadie y no cree deber a nadie nada. Está solo en la sociedad humana, y solamente cuenta consigo mismo” (p. 244).  Es un ser actuante y pensante, en el que cuerpo y espíritu están perfectamente acordes, pero no es todavía un ser amante y sensible (p. 237).

¿Cómo, pues, hemos preparado la eclosión de las nociones mora­les?  Ante todo preservando a Emilio de toda corrupción prematura,  cosa que es capital en la sociedad de ahora.  En seguida, concediéndole esa libertad natural por la que sabe obedecer a la necesidad; es esta obediencia a la ley externa la que va a trasponerse a un plano moral y social;  y esto tanto más fácilmente cuanto que Emilio ha aprendido gracias a ella a dominarse en el mundo físico.  Lo hemos preservado desde el primer año de que satisficiese las necesidades de la fantasía: más tarde, se ha sometido totalmente a la naturaleza y ha aprendido a sus expensas lo que costaba fiar demasiado en su vani­dad  (anécdota del saltimbanqui, pp. 197 ss.)  o en la condescendencia del prójimo (pp. 80, 90 ss.: el jardinero, pp. 92, 94).   Por último, ha desarrollado primero su razón sensitiva, luego, durante la prepu­bertad, la verdadera razón.  Así ha llegado a la edad de la razón (los quince años),  ya con los instrumentos necesarios para vencer los obstáculos con que va a tropezar en los terrenos de lo moral y lo social.

Pero esta edad de la razón es también la de un  “segundo naci­miento”,  la de la crisis que se hace patente por la diferenciación de los sexos y el impulso de las pasiones nacientes (pp. 245-6).  La sensibilidad del niño, antes limitada a sí mismo, va a extenderse en torno suyo y a dar nacimiento, en un principio, a los sentimientos y en seguida, a las nociones del bien y del mal  (p. 257).

Pero incluso entonces conviene contemporizar con objeto de prepararlo.  En efecto, la naturaleza es menos exigente de lo que se su­pone.  Los sentimientos amorosos dependen más de la opinión que de la naturaleza, y esto de tal modo que hasta la pubertad puede ser apresurada por la influencia de la imaginación (p. 251).[19]  Existe, efectivamente, una transformación de las pasiones naturales merced a la opinión, y aquellas pueden exacerbarse y pervertirse.

Como el amor de sí del cual emanan, las pasiones, obra de Dios, son buenas en sí mismas (pp. 246-7); contribuyen a la conservación del individuo y de la especie.  Pero cuando ci amor de sí mismo se convierte en amor propio, deseo de distinguirse, vanidad, etc., en­tonces nacen pasiones peligrosas y no naturales, que son las que se encuentran en el mundo civilizado.  El hombre lleva entonces una mascara (p. 271), se conduce, no según la naturaleza, sino siguiendo un ejemplo que lo corrompe (p. 410), y el prejuicio social:  “Es siempre el prejuicio el que fomenta en nuestro corazón la im­petuosidad de las pasiones”  (p. 290, nota).

¿Cómo vamos a luchar contra estas pasiones peligrosas?  Aquí es necesario distinguir dos etapas; una de preparación, que llega hasta los dieciocho años, y luego una de prueba hasta el matrimonio.

Contra las pasiones, emplearemos ante todo determinados subter­fugios. No utilicemos contra ellas únicamente la razón, porque sería impotente (p. 398), sino opongamos las pasiones a las pasiones:  “Sólo se influye en las pasiones mediante las pasiones; es preciso combatir con su imperio esa tiranía, hay que tomar de la misma na­turaleza los instrumentos adecuados para regularla” (pp. 406-7).  Lo­graremos de este fuego de la adolescencia un cierto dominio sobre nuestro discípulo:  “Sus primeras afecciones son las riendas con las que dirigiréis todos sus movimientos” (p. 276).

Vamos, pues, a ofrecer al muchacho  “objetos en los que pueda actuar la fuerza expansiva de su corazón”  (p. 262), vamos a ver “cómo engañamos su imaginación naciente” (pp. 272-3).  Apelare­mos a la amistad, que precede naturalmente al amor (p. 258). Ante todo a la que siente Emilio por su preceptor.  Éste ha sido un com­pañero de juegos, y será también un confidente del muchacho a quien acompañará por todas partes, esto es, su “amigo” (p. 392);  pero este factor obra especialmente en el segundo período.  En el primero la amistad ha de tender hacia la piedad, que es una prolon­gación hacia los demás del amor a uno mismo, hecha ya posible por el desarrollo de la imaginación. Nos importa estimular en Emilio  “la bondad, la conmiseración, la benevolencia” (p. 262), pero tenien­do cuidado de no confundir la simple limosna con la caridad, y mostrándole directamente las miserias de los hombres en vez de procu­rarle discursos moralizadores (pp. 273-4);  de este modo su “aparente insensibilidad”  (p. 268)  se trocará en ternura.

Por otra parte, ya es tiempo de hacer conocer a Emilio la diversi­dad de los individuos, de hacer que observe a los hombres y las pa­siones humanas;  antes no hubiera podido comprender, más tarde sería a destiempo.  Pero que adquiera al principio este conocimiento  “más bien por la experiencia de otro que por la suya”  (p. 281), contrariamente a lo que hacía hasta ahora.  Antes de mostrarle el mundo, es necesario que conozca a los hombres (p. 260).  Conven­drá, pues, “mostrarle a los hombres desde lejos, mostrárselos en otros tiempos o en otros lugares, y de modo que pueda contemplar la escena sin poder intervenir” (p. 282).  Ya ha llegado el tiempo de las lecturas. Emilio leerá a los historiadores y, preferentemente, a los que aportan hechos y no juicios (p. 284), en primer lugar, biógrafos como Plutarco.  También preferentemente a los antiguos, y no sólo porque están más lejos de nosotros, sino también porque son mas veraces que nosotros, y no llevan esa máscara que falsea al hombre de hoy (p. 286).  Emilio obtendrá de estas lecturas un verdadero “curso de filosofía práctica” (p. 288).  Emilio leerá también fábulas, porque “el tiempo de las faltas es también el tiempo de las fábulas o moralidades” (p. 296),  y ahora puede comprenderlas.  Pero nada de esa estéril educación de los colegios, que se reduce a estudios pura­mente especulativos, completamente inútiles (pp 298-9).[20]   Que las lecturas enseñen a Emilio lo que son los hombres, y que desempeñen como único papel suplir las deficiencias de la práctica; que los alum­nos  “no aprendan en los libros nada de lo que la experiencia puede enseñarles”  (p. 301).  El obrar bien, la buena conducta, es más eficaz que la lectura,  “practicando el bien es como uno se hace bueno; no conozco práctica más segura”  (p. 299).  De este modo, cuando esté suficientemente preparado por sus lecturas, Emilio pasará de ser es­pectador a ser actor (p. 298).

Durante esta época será cuando el preceptor haga conocer a Emilio el problema religioso.  Antes, toda religión no podía ser más que idolatría (p. 308).   Ahora Emilio ha desarrollado suficientemente su razón para apoyarse en su conciencia; indudablemente la concien­cia puede guiar a la razón e ir más lejos que ella; pero necesita de la razón para desarrollarse,  “la razón nos enseña a conocer el bien y el mal.  La conciencia, que nos hace amar al uno y odiar al otro, aunque independiente de la razón, no puede, pues, desarrollarse sin ella” (p. 48).  Inversamente, además, la sola razón es insuficien­te:  “Conocer el bien no es amarlo; el hombre no tiene de él un co­nocimiento innato; pero tan pronto como su razón se lo hace cono­cer, su conciencia le lleva a amarlo;  este sentimiento es el que es innato”  (p. 354).  Cuando el preceptor, en la Profesión de fe, haga conocer a Emilio estos sentimientos, apelará a la razón, pero lo hará con elocuencia y recordará que es preciso “hacer pasar por el corazón el lenguaje del ingenio” (p. 401).

En lo sucesivo el preceptor tiene sobre Emilio nuevas “influencias”. Inmediatamente después de la Profesión, Rousseau escribe:  “Al llegar aquí, ¡cuántos nuevos poderes se nos han dado sobre nues­tro discípulo! ¡Cuántos nuevos medios tenemos de hablar a su cora­zón!”  (p. 389).  Emilio será justo en adelante, no sólo por amor al orden, sino por amor hacia el autor de su ser, para gozar del “con­tento” que procura una conciencia limpia (p. 389).  Emilio está ya precavido contra las tentaciones, gracias a su razón, gracias a su amor de Dios, gracias a la amistad que le une con cl preceptor, gracias a su desprecio por la mentira y por la hipocresía.  Ya es tiempo de lanzarse al mundo.

Pero un joven que ha sido tan bien educado ya no correrá en él un gran peligro.  Sabrá pedir la ayuda del preceptor, en el momento mismo en que éste quiere devolverle por fin su libertad (p. 404);  y, por su parte, el preceptor, en lo sucesivo frente a un hombre, podrá hablarle el lenguaje de un hombre y, en un momento dado, no vacilará en darle una orden, sabiendo que Emilio puede comprender el motivo de esa conducta.  Por otra parte, incluso en esa edad, es útil emplear estratagemas para evitar que Emilio se extravíe.  La caza será un derivativo que, absorbiéndole, le distraerá del amor  (p. 397),  y le alejará de esa vida sedentaria y ociosa, tan dañina en esa edad (p. 396).  El preceptor sabrá también abordar directamente los temas peligrosos, prohibidos antes de ahora, como es posible ha­cerlo con un confidente, con un compañero inseparable (pp. 402-3).  Es ahora el momento de la franqueza absoluta.  Y si el preceptor, abordando francamente ci problema del amor, consigue que Emilio se apasione de antemano por una Sofía imaginaria, esto será, en cierto sentido, una estratagema, como ya dijimos, pero una estrata­gema confesada, que preservará a Emilio de pasiones inconvenientes.

Emilio va, pues, a entrar en el mundo, y conseguirá fácilmente en él un sitio honorable.  “Se insiste con gran sigilo en los hábitos del mundo, como si, en la edad en que se adoptan tales hábitos, no se los adquiriera naturalmente” (p. 422).  Si Emilio no brilla, será un  “hombre de buen sentido”,  cosa que es mucho mejor.  En adelante podrá también entregarse con provecho a las obras de imaginación:  “He aquí el tiempo de la lectura y de los libros agradables” (p. 427).

Podrá en lo sucesivo interesarse en la retórica, la elocuencia, la gramática, incluso en el latín, necesario para el conocimiento del fran­cés (p. 427);  conocerá, asimismo, por lo menos para despreciarlas, las producciones de los autores mediocres de nuestro tiempo;  acu­dirá a los espectáculos.  Cultivará la poesía, y leerá a Virgilio o a Tibulo con más provecho que si los hubiera leído en su mocedad (p. 429).  Por otra parte, todo esto desempeñará el papel de diverti­miento en el curso de sus afecciones (p. 430).

II.   La Inserción Social


Ahora, en fin, y sólo ahora, podemos ir pensando en una auténtica inserción de nuestro personaje en la sociedad.  Éste es el tema del libro V del Emilio.  Esta “socialización” no llega sino hasta el final de la aventura y sale ganando con ese retraso. Emilio vive entre los hombres.  Los ha estudiado en la historia y después en el mundo (p. 424), pero utilizando instrumentos que preparó a lo largo de dieciocho años.  Ahora debe perfeccionar este conocimiento antes de fundar un hogar; debe, de algún modo, sumergirse en la humanidad y precaverse, por un perfecto conocimiento de las costumbres y de las leyes, contra cualquier arrebato.
No sigamos en detalle esa  “novela” que es el libro V.[21]  No era posible tratar de otra manera los problemas planteados, pues aquí tropezamos mucho más que en la adolescencia, con las diversidades humanas, no sólo de caracteres sino también de situaciones.  Pero a través de éstas hay principios generales que subsisten.

El primero es que Emilio aprendió a dominar sus sentimientos.  Los  “derechos de la humanidad” van antes que su pasión por Sofía.  Más aún:  será capaz de obedecer a su razón  —y a la elocuencia del preceptor— retrasando su boda, a fin de darle una base más firme:  esperará una mayor madurez para fundar un hogar. Porque la pasión amorosa debe ceder ante otros deberes.  Si Julia no se casó con Saint-Preux, fue sin duda por no desesperar a su padre, pero tal vez también porque la moral de Rousseau  —pese a las aparien­cias— subordina el amor al deber social.  La Julia hubiera podido terminar en la felicidad de una pareja admirable; pero es mejor to­davía: acaba con el cuadro de una vida sencilla y feliz en un país dichoso.  En Clarens, la vida social supera la pasión. Emilio tendrá la suerte de poder satisfacer una y otra, pero el deber social será siempre primero.

El segundo principio general es justamente  ese:  que la ciudad vaya antes que cualquier otra cosa.  Y se ve, por lo que acabamos de indicar, qué difícil o qué imposible resulta distinguir entre los deberes para con la ciudad y ese dominio de sí mismo que es la libertad.  Pero conviene distinguir entre la ciudad verdadera —la del Contrato, o la de Clarens—  y las falsas ciudades.  Si Emilio viaja durante dos años, es precisamente para establecer dicha distinción, para aprender, en fin de cuentas, que “la ley eterna de la naturaleza y del orden” debe buscarse, no en instituciones precarias y artifi­ciales, sino en el corazón:  el hombre virtuoso lleva en sí la ciudad ideal, que se esforzará por realizar en torno suyo.

Un tercer principio es el del esfuerzo.  Si la educación de Emilio ha sido tan lenta, es porque tenía que aprender a vencerse, a pasar de la simple bondad a la virtud:  “El que es sólo bueno lo seguirá siendo únicamente mientras el serlo le produzca placer;  la bondad se quiebra y perece bajo el choque de las pasiones humanas;  el hombre que es sólo bueno, no lo es más que para sí” (p. 567).  La virtud es un estado de guerra (Julia, VI, p. 7), es fuerza (p. 567).  No es nunca una simple obediencia a los deseos de nuestro corazón;  es el resultado de una larga conquista mediante la cual aprendemos a dominar nuestras pasiones (p. 568).  La pedagogía de Rousseau es, al fin y al cabo, una pedagogía del esfuerzo.  Y no puede ser de otro modo, porque la condición humana es la de un ser que no realiza su vocación natural más que a fuerza de convenciones y artificios.

Se comprende entonces por qué la educación de Emilio se pro­longa hasta una edad tan avanzada. Rousseau ha visto, mejor que nadie, que para  “sujetar”  al niño al estado de hombre había que librar una lucha difícil.  Su “libertad bien regulada”  es el esbozo de virtud que conviene a una tierna edad.  Pero para llegar a la virtud verdadera, a la virtud del hombre moral en la ciudad, no es en modo alguno demasiado toda la adolescencia y toda la juventud.  La educación del hombre no acaba a los doce años, ni a los quince;  debe proseguir hasta que el joven, por su participación en la vida adulta, por su inclusión en la ciudad, haya llegado por fin a la madurez.  Indudablemente, el joven no debe, en lo sucesivo, consa­grarse ya a trabajos preparatorios que no hacen sino indicar la ruta futura; en adelante debe, ya entre los hombres, intentar ese oficio de hombre, que es el único para el cual se ha preparado.  Después de haber sido  “aprendiz de hombre” (p. 234),  le conviene ser algún tiempo aún obrero, antes de asumir la responsabilidad de sus asuntos propios. E incluso, tras su matrimonio,  ¿no es la ciudad la que, bajo el símbolo del preceptor, va todavía a intervenir para dirigirlo hacia la virtud más pura?  ¿No es ella la que en lo sucesivo va a ser, o, mejor dicho, la que debería ser, en un estado bien organizado, ese  “director de conciencia” que, no sin excesos, e incluso no sin pesadez, fue largo tiempo el preceptor?  El legislador es todavía un pedagogo, como dice Burgelin.  Y, de igual modo que el preceptor, no abandona a Emilio ni de día ni de noche (p. 415);  aquel exce­lente legislador que era Licurgo no dejó al espartano  “un solo ins­tante de descanso que dedicar a sí mismo”  (Gobierno de Polonia);  y el Contrato dedica dos capítulos a la censura y a la religión civil  (IV, pp. 7 y 8).  Emilio ha estado perfectamente vigilado hasta su madurez, y lo será hasta su muerte.  Y, como contrajo matrimonio de acuerdo con las preferencias del preceptor, a su vez  —como lo hace Wolmar  (Julia, IV, p. 10)—, Emilio casará a sus campesinos “por decirlo así, a pesar de ellos” (id.) por su bien.

CONCLUSIÓN


No podemos discutir detalladamente esta filosofía de la educación. Señalemos tan sólo qué principios podrían guiar semejante dis­cusión.  En primer lugar, sería necesario no atenerse demasiado a las anéc­dotas y a los ejemplos, que no son otra cosa que ilustraciones; ni incluso a las técnicas particulares, sino a las líneas generales, que son las únicas importantes en la confesión de Rousseau.

Convendría, en nuestro sentir, examinar ante todo los postulados esenciales del sistema, que son tres:

1)   La naturaleza es buena, porque es de origen divino;
2)          La sociedad actual es mala;
3)          La libertad es la obediencia absoluta a la ley de la ciudad ideal.

El primer postulado debe interpretarse de dos maneras, según se examine la naturaleza como el punto de partida dado, o como el fin que fija la educación;  existe, en cierto modo, una naturaleza de hecho  (la del salvaje)  y una naturaleza en potencia  (la del ciuda­dano del Contrato).  Por la primera se nos lleva a una pedagogía naturalista que sigue las etapas del desarrollo, a una pedagogía fun­cional.  Pero ¿estamos seguros de que sea siempre bueno seguir a la naturaleza?  ¿Es cierto que Emilio, antes de los doce años, encontra­rá siempre por sí mismo las mejores reglas de conducta?  Incluso en esa edad  ¿basta con prevenir contra el vicio, sin contribuir posi­tivamente a la construcción de la naturaleza humana, esa conquista contra la animalidad?  En rigor, la naturaleza en que vive Emilio es una naturaleza escogida, un medio arbitraria y diligentemente preparado por el preceptor; digamos la palabra:  un medio educa­tivo, y hasta con frecuencia un material  “auto-corrector”.  Pero este medio no es, sin embargo, el que conviene al niño;  allí faltan sus iguales, falta un pueblo niño.

Por el contrario, cuando se considera la naturaleza como vocación, como poder, se nos conduce a una pedagogía del aventajamiento;  y, en Rousseau, esta pedagogía se aclara, además, por una intuición, todavía confusa, pero innegable, de la energía física del niño. Pero Rousseau no supo obtener una pedagogía suficiente de esta autono­mía.  De hecho, Emilio obedece siempre.  Poco importa que sea a su preceptor o a la ciudad.  Existe en el Emilio una tendencia hacia una enajenación activa, que ahoga el libre albedrío, y por eso se le ha podido reprochar justamente a esta pedagogía cierta debilidad  (por ejemplo Ravier).

En realidad, todo acontece como si Rousseau no tuviera apenas confianza en esa naturaleza que él exalta, y que él ahoga.  Es que esa naturaleza es rápidamente pervertida por el pecado social  —ese equivalente del pecado original.  Y esto nos conduce al segundo tema.  Aquí puede relacionarse a Rousseau con otros pedagogos, particularmente con los jesuitas; para ellos, como para él, es necesario preparar al joven para la vida social;  para ellos, como para el, esta preparación debe hacerse al margen de la vida social:  los herméticos internados de los jesuitas vuelven a encontrarse en ese cerca­do”  erigido por Rousseau en torno de Emilio;  para ellos, como para Rousseau, el alumno debe ser vigilado incesantemente, y es preciso adivinar todos sus pensamientos.

Pero los jesuitas siguen siendo hombres de mundo, y saben que es preciso ser tolerantes en relación con los pecados de ese mundo. Por el contrario, Rousseau, puritano de Ginebra, y palurdo siempre mal desbastado (Barbarus hic ego sum, quia non íntellígor illís, dice el epígrafe del primer Discurso;   y esto no es una simple fan­farronada), carece de esa tolerancia, de ese sentido de lo humano, sin el que la comunicación social es siempre dolorosa y mediocre  —como lo probó Jean-Jacques a lo largo de toda su vida.  No puede elevarse hasta ese punto en que el pensamiento se hace  “ingenio”, en que se ejercita en las relaciones sociales y sin embargo puramen­te formularias. Rousseau es demasiado importante para amar verda­deramente a los hombres;[22]  le falta el escepticismo del autor de  Cómo va el mundo, ese escepticismo que no excluye, en modo algu­no, sino todo lo contrario, una entrega total.  Había que escribir Cándido para defender a Calas. Pero Rousseau sigue siendo el Panglós dogmático, seguro de su verdad.

Precisamente por carecer Rousseau de ese sentido sonriente de lo humano desconoció casi totalmente el valor de las humanidades. “¡Las cosas, las cosas!”  Sí, pero el niño ¿no conoce desde un prin­cipio el mundo humano, no ha de crecer en un mundo humano a su alcance, el mundo infantil de la escuela? ¿No debe relacionarse más con los grandes ejemplos que con las ruedas de las máquinas?  Emilio no abordará las humanidades propiamente dichas hasta la adolescencia, y leerá pocas novelas.  Si viaja, será para comprobar que en todas partes existen las mismas deficiencias sociales. Como Rousseau, Emilio pensará que “el bueno vive solo”.

Esta carencia de “ingenio”, humanidades y comunicación social escogida apenas puede desarrollar la tolerancia. Y esto nos lleva al tercer postulado.[23]

Si se admite que la libertad es la obediencia absoluta a la ley de la ciudad, es normal que la educación pública —o, en su defecto, la de un preceptor consagrado por entero a su discípulo—  prepare al niño desde su nacimiento en las convicciones que serán más tarde las suyas, indudablemente Rousseau, enamorado de la educación espartana, evita, sin embargo, los defectos de esa educación, por su desconfianza en la cultura de su tiempo.  De ahí que el Emilio nos presente, por lo menos hasta la adolescencia, una educación que aparece como la de una libertad bien regulada.  Pero el espíritu de Rousseau es el de una libertad “demasiado regulada”.  Y los verda­deros discípulos de Rousseau hay que buscarlos en esos educadores que tienden menos a “liberar”  al niño que a formarlo, por una continua vigilancia o su inclusión en un grupo cerrado.  La educación descrita en el Gobierno de Polonia, recordando a Esparta, anuncia también ciertas educaciones totalitarias modernas.  Para los que las predican, como para Rousseau, “es mejor ser ahorcado que malvado” (Respuesta a Bordes).   Ellos también estimarían, con gusto, que la única garantía de la libertad general reside en la utili­zación de las cárceles contra los “malos”.  Rousseau admiraba, en este sentido, que la palabra Libertas fuese escrita en el frontón de las cárceles de Génova  (Contrato, IV, nota).  ¿No hay que ver en tal filosofía moral una equivalente de la que antaño sirvió de base a la Inquisición o de la que, en nuestros días, se completa en los campos de concentración?   Antes que esta suficiencia de pontífice y que esta cruel seriedad de profeta, es preferible la sonrisa de Cándido.

Jean château

BIBLIOGRAFIA:  OBRAS DE ROUSSEAU


Oeuvres complètes, Hachette, París, en trece vols.
Correspondance générale de J.-J. Rousseau, publicada por Dufour y Plan, Colín, Veinte vols.
Consúltense también los Anales de la Société  J.-J. Roosseau,  desde 1905.

OBRAS CRITICAS


Acerca de la vida de Rousseau, la obra esencial es la de Guéhenno, Jean-Jac­ques (los dos primeros volúmenes en Grasset, el tercero en Gallimard); y, evidentemente, las Confesiones.
Acerca de su filosofía, la obra mas sólida es la de Burgelin,  La philosophie de l’existence  de J.-J. Rousseau. PUF, París, 1952.
Acerca de su doctrina política, véase Derthé, J.-J. Rousseau et la science politique de son temps.  PUF, París, 1950.
Acerca de la religión, véase Masson, La religion de J.-J. Rousseau, Hachette, París, 1916, tres vols.; y Derethé,  Le rationalisme de J. -J. Rousseau. PUF, París, 1948.
Unas notables bibliografías  referentes a las obras en relación con la pedago­gía de Rousseau se encuentran en la obra de Ravier, t. 1  (v. infra)  y la edición del Emilio  por F. y R. Richard  (pero limitadas a 1930 y 1938).

OBRAS DE PEDAGOGÍA


Claparéde,  “J.-J. Rousseau et la conception fonctionnelle de l’enfance”, artículo de 1912 reproducido en L’éducation fonctionnelle. Delachaux & Niestlé.
Vial,  La doctrine l’éducation de  J.-J. Rousseau. Delagrave, 1920.
A. Ravier,  L’éducation de l’homme nouveau. Bosc, Lyon, 1941, dos vals. (el primero sobre el estudio histórico del Emilio, el segundo sobre la doctrina del Emilio).
Kevorkian, L’Émile de Rousseau et  l’Émile des écoles normales. Delachaux & Niestlé.
Y el excelente capítulo sobre el Emilio en la obra, ya citada, de Burge


[1]      Nuestras referencias al Emilio remiten a la edición de la casa Garnier, hecha  por F. y R. Richard, que es excelente, y la más cómoda para los estudiantes.
[2]      Particularmente los de Burgelin y Derathé.
[3]      Un resumen análogo se encuentra al principio del libro II  (pp. 63-4).
[4]      Desde el segundo Discurso, ti. 9, Rousseau rechazaba la solución del retorno al estado natural. Preguntándose:  “¿Es preciso destruir las sociedades?”,  respondía que era de aquellos  “que están convencidos de que la voz divina llamó a todo el género humano a las luces y a la dicha de las celestes inteligencias”  y que “respe­tarán los sagrados lazos de las sociedades de que son miembros”.
[5]      Como parece hacerlo el P. Ravier, en un estudio por lo demás excelente.
[6]      Como lo han pensado tantos pedagogos más recientes que se oponen con frecuencia a Rousseau. Esta socialización predicada también por el movimiento de los boy scouts, por Dewey, Makarenko y tantos otros, la rechaza Rousseau, como veremos, porque desconfía de la sociedad actual.  Semejante socialización implica efecti­vamente una recusación de las tesis del primer Discurso, una confianza en la so­ciedad actual, por lo menos relativa.  Y sin duda también cierto conservadurismo.
[7]      En una carta a la señora Roguin, del 31 de marzo de 1764, Rousseau escribe: “Aunque las Sofías y los Emilios sean raros...,  se educan, sin embargo, algunos en Europa, incluso en Suiza y junto a nosotros.”  La más célebre de estas Sofías es la hija del príncipe de Wurtemberg, con quien Rousseau cambió varias cartas a este propósito.
[8]      “...tras haber comparado tantas clases y tantos pueblos como me fue posible en una vida consagrada a observarlos, he excluido como artificial lo que era priva­tivo de un pueblo y no de otros y no he considerado como innegablemente propio del hombre sino lo que era común a todos, en cualquier tiempo, en cualquier clase y en cualquier nación que fuera”  (p. 306).
[9]      La misma razón vale cuando se trata del matrimonio; es preciso unir a las “personas que se convienen en cualquier situación que se encuentren” (p. 515).
[10]    Rousseau se inspira evidentemente en Condillac,  hacia el cual testimonia con bastante frecuencia su admiración.
[11]    La continuación del texto es significativa: “Todo concurre al bien común en el sistema universal. Todo hombre tiene su sitio asignado en el mejor orden de las cosas; se trata de hallar ese sitio y de no pervertir ese orden.” Aquí se ve bien que la pedagogía a la medida depende de la pedagogía de la vocación, y de la consideración de la providencia.
[12]    El mismo problema se plantea en el Contrato para la armonía de virtud so­cial y dicha del ciudadano, y Rousseau vuelve a hallar la misma identidad. Parece que, de una y otra parte, no se puede comprender la posición de Rousseau si no se hace intervenir a la Providencia.
[13]    Es en Rousseau una máxima capital y repetida con frecuencia  (Conf.. VI y VIII; Julia, IV, 13; VI, 6 y III, 20; Diálogos, 9;  Carta a d’Alernbert. G. de Pol., 13, etc.),  que  “todo lo que la cordura humana puede hacer es prevenir los cambios, detener de lejos todo lo que los suscita;  pero si se los sufre y autoriza, rara vez pueden dominarse su efectos” (Carta a d’Alernbert).  El sabio es sabio “menos por haber aprendido a vencer las tentaciones que por haber cortado su raíz” (Conf., VIII).  La educación negativa, toda prudencia, es en el fondo una aplicación de esta máxima general.
[14]    “Si las leyes de las naciones pudieran tener, como las de la naturaleza, una inflexibilidad que jamás ninguna fuerza pudiese vencer, la dependencia de los hom­bres volverla a ser como la de las cosas;  reuniríanse en la república todas las ventajas del estado natural con las del estado civil; se juntaría la Libertad que mantiene al hombre exento de vicios con la moralidad que lo eleva a la virtud” (pp. 70-1).
[15]    “Sois vos, maestro mío, el que me habéis hecho libre enseñándome a ceder a la necesidad”  —dirá Emilio al fin del libro (p. 603).
[16]    Haciendo con el preceptor un verdadero pacto pedagógico —como ha visto muy bien Ravier—, Emilio exclama:   ...obligadme a ser mi propio maestro no obedeciendo a mis sentidos, sino a mi razón”  (p. 404).
[17]    La idea vuelve al primer Discurso, en el que Rousseau, hablando de los  “terribles desórdenes”  causados por la imprenta, esperaba que un día se prohibiera ese arte espantoso
[18]    Particularmente en el primer Discurso, la Respuesta a Grimm, la Respuesta a Bordes, el Prefacio del Narciso.
[19]    Allí volvernos a encontrar un tema ya desarrollado en los Discursos.  “La moral del amor es un sentimiento facticio nacido de la costumbre de la sociedad y celebrado por las mujeres con mucha habilidad” (Disc. sobre la In).  (véase  también n°.  9 del mismo Discurso)
[20]    Desde sus primeras obras, Rousseau es muy severo con los colegios de su tiempo; vuelve a estas criticas en el Emilio  (pp. 11, 410, 453).  Pero si el recurrir a los antiguos como maestros de moral se explica por el lado “romano” de la filo­sofía de Rousseau (como dice Schinz), se explica también, indudablemente, en buena parte, por la influencia de Montaigne y la del  “buen Rollin” (p. 129).  (Véase aquí mismo el capítulo sobre Rollin.)
[21]    Sin embargo, allí podríase estudiar detalladamente la educación recibida por Sofia, que, en varios puntos, difiere de la de Emilio. Rousseau no sólo insiste  —desde el segundo Discurso—  acerca del papel capital de la educación de las mujeres, sino, sobre todo, sabe analizar finamente no pocas diferencias entre las dos educaciones.  Citemos  (únicamente algunas afirmaciones capitales:  “Una debe tener como objeto principal las cosas útiles;  la otra, las agradables”  (p. 471);  “la razón de las mujeres es una razón práctica”  (p. 472);  “el sistema de su educación debe ser a este res­pecto contrario al de la nuestra:  la opinión es la tumba de la virtud para los hom­bres, y su trono para las mujeres”  (p. 455).
[22]    Ama la verdad, su verdad desde luego; los hombres vienen en segundo lugar. De ahí su celebre divisa:  vítam impendere  vero.
[23]    Es notable que los jesuitas, cuyos principios filosóficos apenas difieren de los de Rousseau, hayan preparado, de hecho, pese a sus preocupaciones religiosas sectarias, el movimiento de emancipación del siglo XVIII, formando a Descartes, Fon­tenelle, Montesquieu, Voltaire y otros muchos.  Pero habían dado un amplio lugar a las  “humanidades”  y a una cultura formal.  A la inversa, Rousseau, que habla incesantemente de libertad, es el más intolerante de los pedagogos. Voltaire y los enciclopedistas no se equivocaron en esto.

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