jueves, 25 de octubre de 2012


MONTESSORI

(1870-1952)

La obra y la personalidad de M. Montessori[1] no constituyen sola­mente un capítulo de suma importancia en toda la historia de la educación contemporánea e incluso de la educación moderna; re­presentan también el caso más significativo que dicha historia nos ofrece, puesto que su doctrina y sus realizaciones pertenecen con todo derecho al movimiento de la escuela activa, en el que ocupan, sin embargo, una posición completamente original; pero no puede decirse tampoco que deba su reconocimiento en parte o sobre todo a este motivo ni que sólo por él se explique su éxito entre otros re­presentantes del mismo movimiento, de los cuales algunos no han ahorrado sus críticas a la gran educadora italiana.  La institución de la señora Montessori ha experimentado una di­fusión y un éxito extraordinarios en todas las latitudes y todos los climas, y sus ideas animadoras, sean cuales fueren las críticas que hayan recibido, y la inspiración general de su obra viven aún en la realidad pedagógica contemporánea y ejercen una seducción y una acción efectivas no sólo en la esfera estrictamente educativa, sino también en el espíritu social y moral de nuestra época.  El fenómeno es doblemente interesante porque la señora Montes, son inició su obra sin tener conciencia de la meta a que debería llegar y sin proponerse un programa de trazos tan claros y concre­tos, ni una concepción educativa de tan vasto alcance como la que lleva su nombre.  Su experiencia empezó en circunstancias y por motivos en gran parte contingentes; su pensamiento se desarrolló y maduró gradualmente a partir de dicha experiencia, y ella misma repitió siempre que los propios niños le habían enseñado lo que luego aclaró para sí y para otros, o sea, las leyes esenciales de la edu­cación.  Gracias a su observación y su penetración de educadora pudo deducir de la vida del niño en su instituto la formación de los principios que la forman y los métodos según los cuales deben educarse sus fuerzas.

La señora Montessori empezó su carrera con los estudios de me­dicina y obtuvo su doctorado en esa rama del saber.  Por eso su primera inspiración procede del naturalismo.  Pero su vocación pe­dagógica la orientó muy pronto hacia las aplicaciones de las ciencias naturales, en particular de la antropología, a la educación.  Y su primera obra está consagrada a la Antropología pedagógica.  Pero se comprende también que el terreno en donde se encuentran de ma­nera más fácil y necesaria el interés y los problemas médicos con los de la educación, es el de los anormales.  Por ahí, más o menos igual que Ovide Decroly, y casi en la misma época, abordó María Montessori sus observaciones y experiencias de educadora.  Las experiencias memorables, y las investigaciones psicológicas y prácticas de un gran iniciador como Itard, y algún tiempo después, las de otro maestro francés en ese campo, Seguin, fueron su primera es­cuela.  Ella dirá  —con evidente exageración, o más bien con un equívoco evidente, que sólo explica la historia personal de la educa­dora—  que la pedagogía científica se inaugura con dichos autores.

De todas maneras la convicción que sacó de esos estudios  —y que inspiró su participación activa en el congreso pedagógico de Turín de 1898 y, más tarde, las conferencias que pronunció en varias ciu­dades y la creación de un curso normal ortofrénico en Roma—   fue no sólo la de que el problema de los anormales es un problema esencialmente educativo, sino también la de que los descubrimien­tos y los progresos realizados o en vías de realización, en el terreno de la educación de los anormales psíquicos, revelaban, por esa bús­queda profunda que los hacía posibles, recursos y principios de edu­cación que debían contribuir a renovar incluso la del niño normal.  Reivindicaba como idea original suya la primera de las que hemos enunciado antes y que pertenecía realmente a sus maestros  Itard y Seguin;  pero la idea que era en realidad fruto de sus meditaciones y de su experiencia personal, era la de la posibilidad y la necesidad de traducir las conquistas de la pedagogía de los anormales y los deficientes mentales en medios para profundizar, corregir y per­feccionar sustancialmente los métodos de educación de la infancia normal.  En todo caso, la convicción que maduraba ya en el alma de la señora Montessori, era la de que a la pedagogía le es indispensable ante todo la base firme que le brinda la psicología.  Pero ya entonces hacía blanco de sus críticas a esa psicología que era una psicología fisiológica o experimental o bien una psicometría y que no era capaz de percibir y de interpretar el dinamismo de la vida psíquica, por que sólo sorprendía, estáticamente, el hecho, el signo exterior, el producto, creyendo poder así dictar leyes a la educación, mientras que lo que importa ver es cómo y por qué ese estado del sujeto ha determinado, qué energías profundas y qué coeficientes educativos han modificado al sujeto mismo conduciéndolo a ese resultado. La psicología necesaria era para ella una psicología en acción, que vigiara las eclosiones y las revelaciones y comprendiera el proceso a la luz de la acción educadora misma, dominando las dificultades y los auxiliares que responden a aquélla, por parte del niño, captando en lo vivo las transformaciones que se operan en él y las fuerzas que se revelan y lo impulsan a actos e integraciones sucesivas.

En el interior de un pensamiento orientado originalmente en el sentido del naturalismo, germinaban de esta manera semillas de una concepción diferente y más profunda, destinada a tomar poco a poco un tono y un acento completamente religiosos y místicos. Gracias a circunstancias exteriores, este pensamiento, en su primer vuelo aún, se insertó en una actividad práctica, en un plano esencialmente social.  El Intítuto dei Beni Stabili  (Instituto de los bienes inmuebles)  de Roma y, en primer lugar, su meritorio Presidente, el  ingeniero Eduardo Talamo, se esforzaban, a principios del siglo XX, en sanear los barrios más populares de la ciudad, edificando grandes vivien­das higiénicas para los obreros.  La necesidad de reunir y cuidar en salas especiales de esos edificios a los niños de obreros ausentes todo el día, a causa de su trabajo, tratando a la vez de educarlos, sugi­rió la idea de confiar esa misión a la señora Montessori.  El 6 de enero de 1907 se inauguraba, pues, en el barrio de San Lorenzo, calle de los Marsi, la primera Casa dei Bambini  (Casa de los Niños),  nombre inventado por una inteligente amiga de María Montessori, Olga Lodi; y la segunda Casa no tardó en abrirse.  La carrera de la gran educadora en el terreno práctico se iniciaba así.  Se situaba, como ya hemos dicho, en una iniciativa social bien concreta, cuyo sentido meditó e ilustró en seguida la señora Montesson, de acuerdo con un ideal de la casa y la familia moderna obrera, socializada en una comunidad de vida que debía conciliar a la madre y la obrera, aprovechar todos los servicios y todas las instalaciones que la sanean y la espiritualizan, hacer de la casa de los pequeños, en su interior, uno de sus elementos esenciales, inte­resando la responsabilidad y la buena voluntad de todos los padres como moradores del edificio, en la higiene y el desarrollo de la es­cuela, acostumbrándose a preocuparse por la educación de sus hijos.

La institución educativa se separaría luego de la institución so­cial, con la cual y al servicio de la cual había nacido. Pero, incluso después, fue en ella donde se realizaron las experiencias y maduró el método educativo de la señora Montessori.  Su primera obra importante, Il metodo della pedagogia scientifica e la Casa dei Bambini  (El método de la pedagogía científica y la Casa de los Niños)  de 1907, nos presenta el cuadro de la organización educativa y al mismo tiempo los principios y los trazos fundamentales del método.  El que la pedagogía deba ser, según la señora Montessori, científica, es en parte consecuencia de su pre­paración de naturalista, y en parte una afirmación que tiene un sentido más vasto al que incluso podríamos llamar polémico y co­rrelativo, es decir, que la educación debe inspirarse en la naturaleza y las leyes del desarrollo del niño, cuidadosamente observadas y liberándose bien de toda presuposición metafísica, bien de toda traba de tradición o hábito, las cuales se traducen prácticamente, una y otra, en decisiones arbitrarias.  Los adultos, en general, han educado siempre de acuerdo con puntos de vista arbitrarios, que son a la vez una violación de la naturaleza o de la libertad, por lo tanto de una ley y de un valor igualmente sagrados.  Se ha considerado siem­pre lo que ci adulto cree que debe ser el niño, o, más bien, lo que el adulto pretende del niño, desde su punto de vista; no se ha aten­dido nunca, o casi nunca, a lo que el adulto debe al niño, a lo que reclaman de éste la naturaleza, la vida, su porvenir, los motores interiores inviolables de su desarrollo.  En el fondo, para la señora Montessori, los términos naturaleza y libertad coinciden y la ins­piración de Rousseau es evidente aquí.  Pero esta naturaleza sólo es, por otra parte, un impulso originario, interior, de actuar y crecer para actuar mejor, física y espiritualmente, una energía que tiende a sacar del interior elementos útiles a su propio florecimiento y a su propio crecimiento;  es el poder creador de un ser llamado a rea­lizarse y a forjarse él mismo siguiendo un designio infalible si las intervenciones irracionales, las pretensiones y las violencias de los adultos no entorpecen o desvían su ruta.  Y la inspiración de Fröe­bel, consciente o no, se añade aquí, por la fe en un designio seguro y providencial, a la de Rousseau.

Por lo tanto lo necesario —he aquí el primer motivo esencial de la enseñanza de M. Montessori—  no es enseñar, guiar, dar órdenes, forjar, modelar el alma del niño, sino crearle un medio adecuado a su necesidad de experimentar, de actuar, de trabajar, de asimilar espontáneamente y de nutrir su espíritu.  Con este fin es preciso ante todo que el medio le esté proporcionado desde el punto de vista cuantitativo, o sea que el mobiliario, los útiles, los objetos de ob­servación, los medios de trabajo correspondan a sus dimensiones físicas y a sus fuerzas y sean tan perfectamente propios del fin que pueda fácilmente alcanzarlos, moverse entre ellos, utilizarlos —¿y no es esto el primer postulado de una reforma psicológica y pedagógica del edificio escolar, como se ha reconocido sobre todo en Alemania y en Suiza, por desdicha sin demasiadas consecuencias positivas, particularmente en otros países?  En segundo lugar, la preocupación de la señora Montessori  —y Rousseau queda aquí rebasado, como también toda forma de subjetivismo, negativismo o anarquía peda­gógica—  es evitar que la iniciativa y la actividad espontánea del niño se ejerzan por casualidad, por un simple impulso subjetivo, sin que tengan base o apoyo en la realidad.  La actividad, sea cual fuere su primer impulso, sólo se organiza convirtiéndose en verda­dera libertad dentro de un medio objetivamente organizado en el cual su ejercicio encuentra naturalmente estímulos o bien un orden y una disciplina aparentemente involuntarios e insensibles, si se quiere, pero no menos reales y eficaces.

Por eso la Casa dei Bambini dispone de un material complejo, adaptado a formas determinadas de actividad, en las cuales el pe­queño pueda interesarse fácilmente obteniendo un desarrollo bien reglamentado de sus poderes mentales y físicos y un aumento conti­nuo de descubrimientos personales.  En tercer lugar, debe observarse que el interés dominante de esa edad se dirige precisamente hacia el mundo exterior, las cosas sen­sibles y las actividades que pueden ejercerse en las cosas o por me­dio de ellas; por lo tanto, es un interés que, aunque siempre espiri­tual en su génesis y su meta, es siempre sensorial por su contenido y su dirección actual; y es providencial y natural que así suceda, porque son ante todo experiencias concretas y precisas, imágenes de cosas y de sus propiedades, lo que debe nutrir el espíritu del niño;  y en contacto estrecho y directo y en equilibrio con el mundo exte­rior debe construir su pequeño mundo, probar y madurar sus fuerzas y su capacidad de acción. Por eso todo el material educativo de la Casa dei Bambini es un conjunto de medios en vista de la edu­cación de los sentidos y del ejercicio de actividades motrices y ma­nuales. Podría reconocerse aquí la influencia de este método fi­siológico  —como él lo llamaba—  de Seguin, uno de los primeros maestros de María Montessori.  Pero es seguro que el fundamento explicativo del método de ésta tiene un carácter mucho más general y más profundo. Lo que, sin embargo, no impide que algunos ele­mentos del material Montessori y algunos de los ejercicios que la educación italiana ha introducido en su institución hayan sido suge­ridos primeramente por Seguin o por su discípulo y continuador Bourneville.

Es evidente que, por sus motivos constitutivos, por sus principios, su práctica, la institución Montessori iba a participar, trayéndole una contribución original y una autoridad nueva, en ese movimiento de la escuela o de la educación activa que ya seguía su marcha en Eu­ropa desde fines del siglo XIX, con el primer apostolado de Seidel en Alemania y en Suiza, con las escuelas de Reddie en Abbotsholme y de Badley en Bedales, Inglaterra, y la de Denolins (Escuela de Roches) en Francia, con la constitución de la Oficina internacional para la escuela nueva, organizada por Adolphe Ferrière, con la obra de reforma de Kerschensteiner en Munich, con la de Ligthart en Holanda, y en Bélgica la de Ovide Decroly, quien el año 1907, el mismo en que se inauguró la primera Casa dei Bambini, creaba la tan famosa Escuela de la Ermita en Bruselas, después de haber fundado, en 1901, la Escuela de Enseñanza Especial, igualmente bien conocida.  El material de la Casa Montessori fue diligente y finamente se­leccionado y predispuesto para cada sentido y para las más diversas formas de la actividad motriz: para los colores, para el sentido visual de las formas y de las dimensiones, para los sonidos y su al­tura, intensidad, timbre, para las cualidades táctiles, para las sensaciones musculares y el movimiento, para las percepciones este­reognósicas resultantes, para las sensaciones ponderales, térmicas, etcétera.  Pero dicho material, adaptado a un ejercicio de experimen­tación continuo, lo está asimismo para una acción, comparación, combinación y construcción continuas. La destreza del movimiento se empareja con la de observación, la habilidad de operación con la de distinción y comprensión.  El fin no es sólo comprobar y ense­ñar, sino hacer adquirir el dominio del propio cuerpo y de las cosas, e incluso facilitar que el niño cree su propio cuerpo  —en el sentido exacto de un célebre pasaje del Emilio—,  que lo cree como función, como elemento vivo e instrumento realizador e indivi­dualizante de la personalidad humana, como poder positivo que se organiza dando un orden y un sentido al mundo sobre el cual actúa, y apropiándoselo.  En este ejercicio asiduo de sus órganos sensoriales y motores, el material adoptado debe garantizar al niño la posibilidad de probar y reprobar, de corregirse por sí mismo, para lograr el éxito.  Se ha observado que ese material de la señora Mon­tessori es de índole distinta  —al menos en gran parte—  al material inventado y adoptado por  O. Decroly  o por las dos hermanas ita­lianas Agazzi, meritísimas creadoras, ellas también al mismo tiempo que María Montessorí, e incluso un poco antes, de un nuevo tipo de asilo que lleva su nombre;  en efecto, estos últimos educadores prefieren, en general, ejercitar el espíritu de observación de los niños en objetos concretos dcl mundo real, o en sus imágenes, mientras que la primera utiliza un material que se dirige a cada sentido en particular y pretende aislar cada una de las cualidades sensoriales. Por esto se ha dicho que ese material es analítico y abstracto en el sentido, naturalmente relativo, de que simplifica la realidad y aísla, en la medida de lo posible, las propiedades de las cosas, para que puedan imponerse a la atención y ser reconocidas, distinguidas, va­lorizadas por sí mismas con la mayor exactitud.   Lo que explica, por otra parte, el método escogido por  M. Montessori, es: 

1)          El hecho de que desea justamente que se haga una gimnasia de precisión de los poderes senso-perceptivos y motores;
2)          Que esta forma de ejer­cicio le parece la más adecuada para suscitar problemas bien defini­dos y concretos en los que penetre a fondo la actividad del pequeño;
3)          Que el niño debe establecer ante todo las líneas exactas de los esquemas, los parecidos y las diferencias muy sencillas, claras, intui­tivas, distintas y fáciles de discernir como lo son entre ellos los mismos sentidos, y que le sirven para dar un orden a la realidad infinitamente compleja y variada con la cual va a hallarse en con­tacto, y por decirlo así, para catalogar sus diversos elementos.

Por otra parte, toda esa rica  —y a veces, desde el punto de vista práctico y económico, superabundante— utilería, denuncia a juicio de algunos críticos una concepción sensualista y analítica o atomís­tica y asociacionista de la vida del espíritu, y al mismo tiempo un artificio preconstituido que acaba en un mecanismo pedagógico, en lugar de constituir un proceso de afirmación y desarrollo de la liber­tad por parte del niño.  Pero María Montessori está persuadida de que la acción, el des­cubrimiento, la conquista personal del niño deben ser sugeridas y ayudadas en cierto modo por un medio —como ya hemos dicho— que le ofrezca posibilidades y atractivos, por un conjunto de estímu­los convenientes, preordenados de acuerdo con sus necesidades efec­tivas y capaz de plantearle problemas interesantes. La institutriz a quien Montessori quería más bien llamar directora  —puesto que sólo vigila y provee, no enseña, no impone nada—  ayuda a los niños a darse cuenta del material y de su posible utilización.  El niño elige espontáneamente la tarea que le interesa más y se aplica a realizarla.  La directora vigila y sólo interviene si se le pide ayuda, o para evitar, si ése es el caso  —por otra parte muy raro—,  que uno de los niños reclame el material que ya fue escogido por otro.  La Casa Montessori es un lugar donde todos los pequeños se consagran a un trabajo concreto e interesante, a un problema que les es propio.  El orden y la calma, junto con la actividad y la espontaneidad, rei­nan allí como soberanos.  La intervención directa acude únicamente cuando alguien quiere hacer supercherías o impedir y entorpecer el trabajo ajeno.  Incluso en este caso, el castigo más duro  —como signo de su inferioridad, de su no-adaptabilidad—  consiste en aislar al culpable dejándolo inactivo e inútil, sin tarea que hacer, excep­ción extraña y desconcertante en la clase.

El que el material escogido se funde en una teoría sensualista y naturalista y en procedimientos puramente analíticos, contrarios a la naturaleza sintética de la actividad del espíritu, no constituye una crítica exacta y decisiva desde todos los puntos de vista, aun cuando el método práctico y la organización técnica de la Casa le brinde cierta justificación.  Basta pensar que en los últimos años María Montessori  —que, además, nunca demostró haber seguido muy de cerca, metódicamente y adoptando una posición manifiesta, los extraordinarios desarrollos de las investigaciones y la literatura refe­rentes a la psicología de la infancia (que ciertamente no descono­cía)—  reconoció como cierta la teoría de Decroly y de Claparède sobre el englobamiento del conocimiento primitivo del niño, y no ha dejado de aludir a la teoría de la Gestalt.  Puede que haya en esto un síntoma de coherencia insuficiente y poco madura; pero es también la prueba de que no puede tratarse, en este caso, de una inspiración propiamente analítica y asociacionista.  En el fondo, su fe más viva reside precisamente en los poderes sintéticos y crea­dores del espíritu, y los mecanismos, que con frecuencia pueden pa­recer demasiado artificiales y denunciar más bien una acción previ­sora y reguladora por parte del exterior que un verdadero ejercicio de libertad por parte del niño, son únicamente un sustrato y un instrumento, y no factores decisivos.  La adquisición y la organiza­ción de aptitudes motrices son esenciales, y el movimiento es con­cebido, en general, como un órgano primero de formación del su­jeto, pero precisamente porque éste posee un poder espiritual que se hace dueño, poco a poco, de dichos mecanismos motores y los utiliza para sus conquistas.  Así, cuando en el examen de la evolución su­cesiva de los intereses en el alma del niño, encuentra la determina­ción de las leyes de dicha evolución establecida por Gesell, lo que precisamente le objeta es que él considere ese proceso y sus leyes como de índole  fisiológica.  Tampoco le da a la imitación la impor­tancia que le prestan tantos otros educadores y psicólogos  de la infancia;  en efecto, el proceso por el cual el infante y el niño cre­cen y se forman no es imitativo;  es, más bien, como ella lo llama, de encarnación. El espíritu del niño —dice ella— es absorbente, es decir, que tiene el poder —activo, por lo tanto, propiamente, crea­dor—  de atraer a sí los elementos que le son indispensables o útiles, de apropiárselos, transformándolos en su carne, su sustancia vital, como el organismo que no copia los materiales que le brinda el exterior, sino que los asimila convirtiéndolos en su propia sustancia, en tejidos que viven aumentando en fuerza y extensión.  La señora Montessori nos dice explícitamente que el impulso al movimiento es espiritual y  “que al principio la actividad del niño es psíquica y no motriz” , psíquica y, añadimos nosotros, sintética. Lo que se observa siempre es un período más o menos largo de preparación y de ab­sorción, en el cual se acumulan las experiencias  —a menudo con ese carácter que se observa en el pequeño, de una repetición insistente del mismo ejercicio, como para darse a sí mismo la prueba de que  (a cosa es verdaderamente así, que es dueño de ella, que la posee definitivamente—, se componen y definen los mecanismos, se organizan los diversos instrumentos, mientras que una razón y una voluntad, no auto-conscientes aún, parecen vigilar y esperar hasta que surja un descubrimiento, hasta que una revelación ocurra y el espíritu capte de súbito un sentido y un fin a los que servía todo ese material; entonces éste se interioriza, se convierte en una verdad o un valor gracias a los cuales el niño se siente más encajado en la comunidad espiritual de los hombres. Lo mismo sucede con el len­guaje, el número, la capacidad de leer y escribir, que no necesita ser enseñada. El pequeño que ha observado las figuras de las letras, que las ha palpado, manejado en relieve, combinado, que se las ha hecho familiares, llega espontáneamente, en un momento, a una verdadera y auténtica explosión, a la producción súbita e imprevisible de una capacidad nueva, de una conquista importante; comprende qué es la escritura, en qué consiste el acto de expresarse con signos gráficos, ha aprendido a escribir por sí mismo, sabe escribir.

Todo el método Montessori es un método de investigación libre, de trabajo libre por parte del niño, según las necesidades natura­les de su desarrollo, pero sobre la base de una preparación obje­tiva, de un material conveniente ofrecido por el medio y que es función de una intervención propiamente social —no determinante, sino únicamente predisponiente y auxiliar—  en el proceso educa­tivo. María Montessori está completamente dominada por una fe inquebrantable en el impulso natural del ser humano hacia su crecimiento, hacia su formación completa, por una sucesión de etapas, cada una de las cuales, casi siguiendo un designio providencial, señala la satisfacción de una necesidad esencial para el proceso y prepara el camino ulterior.  Es imposible no recordar lo que Clapa­rède llamara educación funcional.  Hay aquí una especie de prede­terminación natural que se expresa en leyes, pero que es al mismo tiempo libertad, porque en cada una de sus fases, en cada una de sus conquistas se expresa y se realiza una fuerza originaria y creadora, que tiende hacia sus fines y no es necesitada por lo que precede de una manera mecánica, que quiere acrecentarse, conquistar para sí misma una forma y un mundo, que se supera de continuo como para realizar su vocación. Por eso María Montessori continúa hablando, por una parte, en las obras sucesivas de su madurez y su anciani­dad  (Il segreto dell’ infanzia, La scoperta del bambino, La mente del bambino, Formazione dell’uomo, Del niño al adolescente, obra escrita en francés que nunca se tradujo al italiano)  del proceso educativo como de un proceso natural y, por otra parte, declara ver en la formación del hombre, surgido de ese germen primordial que no es casi nada, un milagro y un misterio, y acentúa más y más el sentido religioso que tiene de él y por el que quisiera que fuese considerado y respetado por todos.  Toma en la doctrina de De Vries el concepto de mutaciones súbitas, que en el orden biológico hacen nacer de pronto nuevas especies, y que, en el proceso psico-genético, dan a luz formaciones y conquistas espirituales que han sido prepa­radas en secreto, pero que tienen el carácter de la novedad y de la creación.  La señora Montessori llega hasta imaginar, dándoles el nombre de nebula, unos gérmenes originales, misteriosos, provistos de una carga, de una energía potencial, que determinan poco a poco esquemas y planes de acción en los cuales la vida se organiza y se desarrolla gradualmente; y a veces el concepto de nebula se asimila, bajo la influencia manifiesta de las corrientes behavioristas, con la horme de Percy Nunn y de Macflougall. María Montessori prefiere hablar más que de intereses, de períodos sensibles, e incluso aquí vuelve la sugerencia de De Vries. En cierto momento el impulso inmanente en el interior se orienta hacia determinados fines, hacia ciertos objetos, ciertas realizaciones que se convierten en la tarea actual, la exigencia más importante, la necesidad central que se trata de satisfacer.  Entonces el niño se interesa en unas cosas más que en otras.  El espíritu habla con la urgencia de la naturaleza, reclama y pretende seguir la ruta ascendente que le es asignada por su vocación.  Lo importante es vigilar y captar la revelación de tales períodos sensibles y ofrecer al niño lo que él mismo juzgue oportuno para satisfacerlos.  Y, algo no menos importante, hay que vigilar no solamente la iniciación de los períodos sensibles y satisfacerlos con ocupaciones adecuadas, sino también no dejarlos pasar sin fruto.  Tienen su nacimiento y su declinación.  Si ésta llega, ya no se rea­nima el interés, ni se lo hace surgir;  una fuerza preciosa se desvanece por atrofia.  Por ejemplo, el niño ávido de leer, se muestra ya indiferente a ello.

Es, pues, un trabajo oscuro y admirable el que realiza la natura­leza en el organismo físico y espiritual del niño; se revela en la gravedad de su aplicación, en la tenacidad con que se entrega a su trabajo, en el orgullo con que lo realiza.  El espectáculo que la Casa dei Bambini ofrece y debe ofrecer, según su creadora, es precisamen­te el de una comunidad de niños que trabajan tranquilamente, cada uno en lo que le interesa.  Hay que respetar esa actividad intensa, que es sagrada. El error sacrílego de los adultos consiste en no comprender la función constructiva de ese trabajo autónomo y la cu­riosidad y concentración del niño frente a un problema que lo ocupa:  en turbarlo, distraerlo con órdenes o prohibiciones inoportunas su­geridas por su interés personal o por su insensibilidad ante la importancia que reviste para el niño y para ese niño, lo que parece inútil, fútil o incluso peligroso, mientras que la abstención debería aparecer como el primero de los deberes, o si se quiere, como el sa­crificio más humano y más benéfico que puede exigir el alma del niño.  Por eso uno de los caracteres profundamente diferenciados que presenta la Casa montessoriana comparada con el Jardín de Fröe­bel, es la ausencia casi total, en la primera, de la imaginación y del juego en el sentido estricto de la palabra, que son tan esenciales en el segundo. María Montessori ha declarado que después de haber introducido los juguetes en su instituto, en un primer período, tuvo que eliminarlos con bastante rapidez, porque los niños no sabían qué hacer con ellos, ya que estaban interesados en problemas más importantes presentados por el medio y el material ofrecido a su atención.  Por otra parte, y en el fondo, María Montessori está de acuerdo con Freud al considerar la imaginación como una evasión de la realidad, aunque piensa, al contrario, que es en la realidad, orien­tándose hacia ella, obrando sobre ella, y absorbiendo los elementos vitales para sus fines, como la razón oculta del niño, directora in­consciente de su desarrollo, se convierte en razón consciente e ilus­trada. Esto no impide que M. Montessori haya acogido en su  Casa elementos kidicos: como por ejemplo, la lección de silencio que todos los pequeños toman con empeño ante un signo de su maestra, pro­curando inhibir todo movimiento y todo ruido y regocijándose de esta condición nueva e insólita del ambiente, debida a su poder de autodominio que les brinda la posibilidad de muchas observacio­nes interesantes y experiencias curiosas.  Como otras fórmulas de estímulo sustancialmente lúdicas, pero que consisten igualmente en una aplicación de energías mentales y físicas a un resultado útil y concreto.  La institución montessoriana no carece de cierta influen­cia debida a Fröebel  —influencia conformada por los ejemplos ita­lianos más próximos—  con la introducción de algunos ejercicios que consisten en un verdadero trabajo constructivo o artístico como el del alfarero;  ni del influjo de una educadora inglesa,  Lucía Latter, que se manifiesta en la introducción de actividades gratas, jardinería, etcétera; en un contacto más directo y claro con la naturaleza.  Y todo esto, como la gimnasia rítmica y los instrumentos musicales simples, etc., ajeno al empleo del material típico y bien conocido de la Casa dei Bambini y del método personal y característico de su autor.  Lo cierto es que dicho método nos presenta niños que traba­jan  —en el plano, naturalmente, de sus intereses espontáneos— más bien que niños que juegan.  De ahí surge otro rasgo propio de la institución: una verdadera sociabilidad, una forma de colaboración, una cultura específica e intencional de relaciones, de responsabili­dades, de sentimientos sociales de cada uno hacia todos los demás, son rasgos que no se perciben, al menos en grado suficiente.  Sergio Hessen ha dicho que, mientras el Jardín de Fröebel da la idea de un  “coro basado sobre el acorde de contrapunto de lo multiforme”, en la institución montessoriana, donde el niño prosigue tranquila­mente su tarea, se tiene más bien la impresión de la “unidad mecá­nica del unísono”.  Estas observaciones contienen mucha verdad. Lo que María Montessori puede replicar por su cuenta es, y en cierto modo lo ha subrayado, que no faltan en la Casa las oportunidades para la actividad social, como en el caso de los niños algo mayores que ayudan al pequeño en sus dificultades  —y debe observarse que la educadora italiana prefería no separar en su institución las dis­tintas edades que se extienden siempre de los tres a los seis años—  o en la lección de silencio y otras similares;  y más aún, que la coexistencia misma de tantos niños, el respeto a los otros y a su trabajo, al que cada uno se acostumbra, son ya una escuela de socia­bilidad, y precisamente de esa sociabilidad de cohesión, como la llama, que es la más simple y primordial y debe preparar la otra, de verdadera colaboración y organización voluntaria de la comunidad, como la trama de hebras paralelas debe preceder al tejido que en ella se forma y suministrarle un fondo.

De este modo de concebir la formación lenta y libre del hombre proceden dos consecuencias:  La primera es que la señora Montessori no teme en absoluto la precocidad, o cierta precocidad, y esto en el fondo por las mismas razones por las que Rousseau la despreciaba y la condenaba.  Porque lo que incluso aquí tiene una fuerza determinante, es la fe profunda en los poderes de la naturaleza y en los milagros de que es capaz la actividad autónoma del niño. Lo que constituye una deformación peligrosa es la precocidad artificial y sólo aparente producida por el adulto al reglamentar a su modo y al someter a esfuerzos no natu­rales la actividad del pequeño. A este abuso de intervención y de autoridad se deben las deficiencias más graves, las deformaciones más desastrosas, las faltas de armonía más flagrantes en el alma e incluso en el cuerpo del niño. Y, al contrario, cuando su espíritu se halla situado en las mejores condiciones para ocuparse de sus tareas de acuerdo con los intereses y las necesidades de su edad, y puede realizar tranquilamente, conforme a las leyes que actúan en él, esos períodos de preparación latente, silenciosa y milagrosa que producen las explosiones creadoras y las conquistas decisivas en el desarrollo espiritual, entonces es cuando sus energías naturales ma­duran frutos imprevistos, con una rapidez inesperada.  Y no es po­sible que el espíritu humano nos parezca precoz si se le abandona a sus propias virtudes y a la acción de sus propias leyes, compa­rándolo con la acción tortuosa, generadora de estorbos y de aberra­ciones, que el adulto ejerce habitualmente sobre el desarrollo del niño.  Por lo tanto, María Montessori no sólo no se alarma, sino que se complace de que en su Casa, el pequeño de tres a seis años pueda llegar naturalmente a conquistas que se reservan en general a la escuela primaria, es decir, por ejemplo, a la de una gramática de la lengua, a la lectura y la escritura, al dibujo, la aritmética, incluso a las primeras nociones de álgebra.  Es la cuadriga triunfadora, como ella la llama, del espíritu infantil que ya, según el método Montes­son, sigue su curso en una edad que se considera normalmente como preescolar.  Y es también una de las observaciones que los críticos hacen a veces acerca de dicho me’todo, atribuyendo a lo in­genioso de los procedimientos y a las solicitaciones mal disimuladas de la educadora, más que al progreso espontáneo de la mentali­dad del niño, a sus intereses naturales, a su libre actividad, esas ad­quisiciones de nociones y destrezas que se consideran generalmente como precoces y susceptibles, por consiguiente, de producir un can­sancio excesivo en las energías intelectuales y nerviosas del pequeño.  De aquí se deduce, por otra parte, que la tarea misma de la escuela primaria y sus relaciones con la institución preescolar se encuentran notablemente desplazadas. La escuela elemental recibe al pequeño ya provisto de muchas nociones y capacidades, y no necesita repetir lo que ya ha conquistado fácilmente por sí mismo;  puede desarrollar un programa mucho más avanzado, continuando, claro está, el mé­todo aplicado con tanta fortuna en la Casa dei Bambini. Precisa­mente la señora Montessori ha desarrollado, con gran prudencia y penetración de educadora, las aplicaciones del mismo método a las distintas ramas de la enseñanza primaria en la obra  La auto-educa­ción en las escuelas primarias (L’autoeducazione nelle scuole ele­mentari),  Cfl 1916.  También es evidente que la pedagogía montessoriana, aunque se aplica con especial fortuna y con los resultados más significativos y más ampliamente observados y expuestos, a la educación del pequeño, se extiende, sin embargo, a todo el vasto dominio de la educación humana, y quiere llevar su espíritu renova­dor, con la reivindicación del esfuerzo personal, de la experiencia y de la investigación autónoma, del respeto al desarrollo natural de los poderes intelectuales y prácticos, hasta todas las ramas y todos los grados de la escuela hasta la Universidad.

Sin embargo, es cierto que en esas enseñanzas   —hay que llamarlas así— que en la Casa dei Bambini se relacionan con la educación sensorial propiamente dicha, los procedimientos de la educación ita­liana no están de acuerdo con esas formas de libre iniciativa y de expresión espontánea de los movimientos interiores e imaginativos que caracterizan a otras pedagogías activas.  Parece más bien enla­zarse con esos representantes del activismo educativo que combaten la espontaneidad y el expresionismo en favor de una actividad in­tensa, pero metódicamente reglamentada. Aquí, con mayor claridad aún, la verdadera libertad se identifica con el carácter personal del trabajo y de la experiencia, disciplinados por las leyes internas del cre­cimiento del sujeto y de la formación de sus potencias.  La señora Montessori rechaza en su madurez  —aunque lo aceptó en la pri­mera edición del Método de pedagogía cien tífica—  el dibujo libre, ese lenguaje gráfico, como se le ha llamado, que es para el niño una manera absolutamente espontánea de reproducir con signos gráficos y en colores su visión de las cosas, lo que sucede en su fuero interno o en sus ojos abiertos al mundo.  Cree firmemente que el dibujo debe ser un aprendizaje, que exige, por una parte, una formación de los órganos y las destrezas motrices, por otra, una disciplina de los sentidos y de la observación de las cosas.

Aplica también un método riguroso a la lectura y a la escritura; un método que quiere, sin embargo, eliminar toda la enseñanza tra­dicional, directa y mimética, y apoyarse en procedimientos de estruc­turación natural de los mecanismos de aprendizaje. El aspecto más activo del método reside en el hecho de que se comienza por la es­critura, porque en ésta, el niño parte de su ser interior, de lo que conoce, de lo que piensa, es decir, de la palabra que está en su espí­ritu y que se trata de exteriorizar, mientras que en la lectura la pa­labra se da como algo exterior que no se conoce y que hay que comprender. Por lo tanto, separación clara de los dos aprendizajes, en contra de h práctica moderna, casi universal, y los datos más comunes de la didáctica experimental  (Lay, etc.),  que tienden a demostrar que es más fácil y más racional la aprehensión del alfabeto mediante la simultaneidad y la sinergia de las imágenes sensoriales diferentes (táctiles, visuales, auditivas, motrices-orales, motrices-grá­ficas) de las mismas letras.  Se trata, en el método Montessori, de distinguir los momentos y los mecanismos necesarios a la escritura. El niño ve y se habitúa gradualmente a reconocer las diversas letras por medio de un abecedario móvil, en muchos ejemplares, que ma­nipula y compone añadiendo la visión a la palpación, la experiencia táctil de la forma de la letra grabada en papel de lija que el niño sigue en el sentido de la escritura. El ejercicio que consiste en lle­nar, con trazos en lápiz de color, las figuras vacías de un solo contorno, constituye una preparación indispensable, bien sea para el dibujo propiamente dicho, bien sea para la escritura; y el ejercicio se combina con el delineamiento por medio del lápiz, de los con­tornos interiores del vacío, o de los contornos exteriores de las propias placas de forma geométrica, que sirven para los ejercicios de com­posición de planos.

Esto es sólo un ejemplo que no podemos multiplicar. Pero todo el método procede por esas distinciones de grados sucesivos, de di­ferentes mecanismos preparatorios minuciosamente cuidados. La libertad se apoya en el respeto de la naturaleza, y la naturaleza pro­cede por crisis, pero las prepara con diligencia: solo actúa por eta­pas y no las salta ni las confunde nunca.  Maria Montessori reconoce que en la escuela propiamente dicha, desde el primero hasta el último grado, nos encontramos en un plano distinto que ella misma llama la súper-naturaleza, el plano de la cultura y de la historia, en el que intervienen nuevos factores espe­cíficos que cambian los términos del problema y deben modificar en parte los métodos y la organización del proceso educativo. Por eso ahí debe aparecer como menos determinante lo más afín al espí­ritu de la señora Montessori, o sea la intuición exquisita del alma infantil y la concepción original y revolucionaria de lo que es nece­sario a su desarrollo normal. Lo cierto es que la gran educadora cree extensible a todos los grados de la educación, con una profunda eficacia renovadora, la sustancia de su pensamiento; y que, si hay ahí una ambición excesiva y mal fundada, nadie puede negar que en su doctrina y en su obra hay sugerencias útiles y una inspiración general benéfica para toda actividad educativa que desea librarse del peso de muchos prejuicios y de las ligaduras de una tradición injustamente autoritaria.

Por ejemplo, la idea misma y la valorización del trabajo, se des­prenden de la meditación de la señora Montessori como un punto central de toda educación en todas sus fases. Había que esperarlo en una Pedagogía de la acción.  Es el trabajo lo que forma y enno­blece, lo que hace conocer la naturaleza y la sociedad, lo que da el sentido de la propia dignidad y estrecha los lazos sociales. Aunque no haya profundizado en la naturaleza espiritual del trabajo, incluso si domina en ella la tendencia a convertirlo en algo espontáneo, eliminando de él el momento económico, el aspecto de la coacción y del deber, en un ideal incluso psicológicamente irénico, sin embar­go, se aproxima al punto de vista de Kerschensteiner, según el cual el momento extero-céntrico inherente al trabajo (el deseo del éxi­to, la obediencia a sus necesidades objetivas, la devoción a su per­fección)  tienen una función moralizadora sin equivalente, un valor de formación del desinterés y el altruismo.  En ese sentido, cl trabajo educativo en que se ocupa especialmente María Montessori, tiende a incluir cada vez con mayor claridad el trabajo productivo.  Si en la segunda infancia el trabajo debe ya asumir la forma de trabajo en grupo en el medio natural, en la adolescencia y la juventud ya debe ser un trabajo socialmente reconocido y remunerado.  Entonces lo introduce en la vida social, confiere al muchacho la conciencia de su propia productividad, de su dignidad, de su eficacia y de su responsabilidad social, sin tratarse de un trabajo específicamente profesional;  y sobre todo los jóvenes que frecuentan la Universidad y que van a formar parte de la clase dirigente deben habituarse a ganarse la vida con su trabajo. Éste es un aspecto esencial de la formación moral y de la función de la escuela en una sociedad como la nuestra.

La otra consecuencia a la que aludía y que se relaciona con todo lo dicho, es que, siguiendo el pensamiento dc la señora Montessori a partir de su método, hay que esperar toda una palingenesia de la infancia y, por lo tanto, de la humanidad. En sus obras más recien­tes incluyó muchas sugestiones de Freud y ha demostrado que reco­nocía la importancia del psicoanálisis, rechazando a un tiempo la teoría fundamental de la libido, o sea el naturalismo general, pesimista y antirreligioso de Freud:  importancia que no consiste sólo en la enorme labor realizada para iluminar la función del incons­ciente —o mejor dicho, del subconsciente— como sustrato explica­tivo de una buena parte de la vida consciente—, de ese inconsciente donde María Montessori ve la acción providencial de todas esas fuerzas misteriosas que preparan la trama del desarrollo del hombre, sino también en el descubrimiento del origen remoto de muchas des­viaciones, degeneraciones, inadaptaciones, incapacidades, conflictos, vicios, faltas de la edad adulta, compuesta para muchos de expe­riencias nefastas, represiones, traumas psíquicos ya olvidados. Según nuestra educadora los tres primeros años de la vida son un período de preparación, los tres siguientes un período de perfeccionamien­to de los mecanismos adquiridos y de auto-perfeccionamiento del sujeto. No niega que a esa edad el pequeño dispone de una verda­dera conciencia moral, es decir, de una aptitud para distinguir obje­tivamente entre el bien y el mal. Esto explica suficientemente que resulten falsas e incluso causas de perversión, ciertas sugerencias de normas y principios que constituyen un anacronismo frente a las leyes del desarrollo natural; y también resultan incomprensibles y constituyen una superchería, o una verdadera violencia, determinadas órdenes que no responden a una conciencia ya madura de su sen­tido y de su valor, y no encuentran en el niño los mecanismos y las aptitudes voluntarias necesarias para que dichas órdenes puedan ejecutarse de modo efectivo.

En general, la manía de imponer a los pequeños nuestra voluntad, de sustituirlos, a menudo de ayudarlos inoportunamente haciendo lo que deberían y podrían hacer ellos mismos, en vez de dejarlos en lo que les interesa y en las ocupaciones y los problemas que les sugieren el medio, la experiencia personal, las necesidades naturales de su organismo y de su espíritu en vías de formación, es una cau­sa de fracaso para cualquier educación. El método contrario, el de la Casa dei Bambini, no sólo determina una disciplina espontánea, sino que, produciendo la satisfacción íntima debida a un trabajo personal sentido como expresión directa de su yo y como la solución vivida de sus problemas, de las exigencias reales de su ser, es asi­mismo fuente de esas conversiones asombrosas de las que habla M. Montessori, y mediante las cuales desaparecen ciertos defectos, ciertos caracteres antisociales, ciertas rebeldías, ciertos caprichos, cier­tas maldades;  más aún, ciertas diferencias individuales que son los aspectos esquinados, las irregularidades del carácter, defectos deter­minados por un medio perjudicial o por una educación falsa más que por aspectos positivos, originales, primitivos, de la personali­dad, se desvanecen y atenúan;  y entonces resalta con mayor claridad esa naturaleza humana en capullo, común y universal, que da tanto parecido a todos los niños del mundo. Y así desaparecen incluso tantas barreras, incomprensiones, dificultades de orden intelectual, tantas repugnancias hacia ciertas actividades, hacia ciertas materias de estudio, que son únicamente el resultado de métodos educativos erróneos, de trabas puestas al desarrollo natural de la actividad del niño, de prohibiciones e imposiciones arbitrarias, de faltas de res­peto a la libertad o a las leyes del interés y de los períodos sensibles.

Pero lo que debe sobre todo observarse en la señora Montessori y lo que hace resplandecer su pensamiento a la luz de una elevada conciencia humana, de una radiante visión social, es su sentido de la función redentora de la educación infantil, y cómo confía al niño una misión verdaderamente revolucionaria, que efectúe la regene­ración de la humanidad, la preparación de un mundo nuevo, de un nuevo destino de la sociedad humana.  La fórmula del niño, padre del adulto, repetida por tantos otros y que corre el riesgo de con­vertirse en un lugar común y retórico, no tiene para ella ese sentido viejo y anticuado según el cual de la educación del pequeño de­pende el porvenir del hombre, sino ese otro más pleno y más nuevo según el que, por una parte, el adulto tiene mucho que aprender del niño y puede restaurar gran parte de su humanidad profunda imi­tando y reproduciendo en sí algunas de las cualidades particulares, de las frescas energías, de las actitudes originales del niño  (adver­tencia que desde la enseñanza inmortal de Cristo, se extiende hasta los singulares ensayos y motivos de la etología moderna que aña­dieron los últimos siglos, de Comenio, por ejemplo, a Huizinga);  y según el cual, por otra parte y sobre todo, es toda una palingene­sia de la humanidad, todo un porvenir de comprensión mutua, de justicia, de bondad, de paz que puede y debe esperarse de una revolu­ción educativa, de una educación que respete en el niño al niño o al hombre, y que erija en el respeto a su dignidad y a su libertad  —es decir a las leyes y al orden naturales que rigen su desarrollo—  los cimientos de esa libertad y de ese poder que rigen íntimamente la libertad, y sobre las cuales puede únicamente constituirse de modo firme y viable una sociedad verdaderamente humana. Todos los males que padecen los hombres, las desigualdades, las injusticias, las violencias, los desórdenes, los odios, las guerras, dependen en el fondo de la violencia que se le hace al niño, del desorden que lo ar­bitrario y el egoísmo del adulto introducen en su alma y en el pro­ceso de su formación, de las semillas fecundas que se ahogan en él, de la degeneración a la que se condenan sus energías naturales, de las rebeldías latentes o manifiestas que se fomentan en él por culpa de una educación ciega, testimonio de la ignorancia o del abuso de la fuerza con la que el adulto tiene el hábito y se arroga demasiado fácilmente el derecho de someterlo y de aplastar la debilidad de la nueva generación.

La enseñanza de M. Montessori quiere aplicar prácticamente y a fondo, en la educación del niño, la norma e’tica kantiana:  “Tratar al hombre como un fin, no como un medio.”  Cuando se le obje­taba que el principio de la libertad se encuentra ya en Rousseau e incluso en Comenio —si no se quiere recurrir a otros nombres—, ella contestaba que sí, que esto es cierto en el plano de los principios, pero que había querido hacer real dicha libertad, transferirla del terreno de las exigencias ideales que a menudo no pasan de ser un problema, al plano de la práctica y de la vida concreta, organizar sus condiciones y los medios de transformarla en un ejercicio efectivo de actividad liberadora. Esto explica la resonancia, que podemos llamar ecuménica, de su institución, el eco universal de su mensaje entre pueblos ya maduros o apenas iniciados en la civilización, entre los pueblos libres o los pueblos todavía oprimidos. Este mensaje hacía resplandecer en todos lados el ideal de una emancipación humana y, por lo tanto, de justicia y de solidaridad fraternas, o hacía resaltar con mayor relieve, en los espíritus habituados más a la superficie que a las profundidades, las condiciones elementales de esa liber­tad sustancial que no se reduce a la libertad exterior de la organiza­ción política, demasiado formal, hipócrita y frágil, si no se funda en la estructura misma de personalidades formadas como seres au­tónomos, en perfecto acuerdo con las leyes del desarrollo y de la naturaleza humana.  En el orden de la Casa dei Bambini, en la pací­fica comunidad de tantos niños espontáneamente ocupados en cons­truir su propia humanidad, se vislumbraban un sentido y un fin más lejanos, se presentía la promesa de una humanidad libre y pacífica, gobernada por el amor y por la fidelidad al espíritu, y se tomaba cariño al ensayo, al modelo, a la preparación de ese porvenir soñado por todos los corazones. Y todas las almas, todas las espe­ranzas, se abrían inconscientemente a la voz de María Montessori, a sus enseñanzas, a sus realizaciones prácticas, por lo menos allí donde una actitud específicamente crítica y una reflexión doctrinal no venían a reducir el calor de la fe y de la simpatía confiada, o a turbar el límpido esplendor de una estimulante profecía.

Es cierto que ha subsistido siempre algún dualismo no superado entre el naturalismo primitivo de la orientación mental de la señora Montessori y su concepción del método como ejercicio de la libertad, es decir, de la educación como hecho espiritual, entre la exigencia científica y el sentido casi místico y optimista del orden natural según el cual está destinado a desarrollarse el ser humano. Y es verdad in­cluso que algunos de sus puntos de vista y de sus explicaciones acerca de la psicología del niño están mal fundados o poco claros y defi­nidos.  Pero también es verdad que muchas de sus intuiciones, su capacidad de penetrar en el alma del niño, la habilidad, la finura, la franqueza de su ataque contra lo falso, lo arbitrario, lo pernicioso que se encuentran en tan grande proporción en la actitud y la con­ducta del adulto hacia el niño, llevan la huella de una educadora genial.  Generalmente el problema de la conciliación de la naturali­dad y la libertad, es decir de la espiritualidad del proceso educativo, constituye un problema central que queda en pie, que la reflexión de la señora Montessori no ha resuelto ni profundizado suficiente­mente, pero la dificultad no es suya, porque es el problema mismo del hombre, partiendo de la educación humana. Lo que más bien puede reprochársele, es un exceso de metodismo y una complica­ción de instrumentos y de procedimientos preadaptados que, pese a la intención de servir a una actividad autónoma, parecen con frecuencia una amenaza de limitación o de negación de la libertad del niño.  Pero es indudable que la señora Montessori ha llevado a la educación infantil un hálito vigoroso y revolucionario de renova­ción, que ha predicado, de manera generosa e incomparable, los dere­chos del niño, que ha recordado a los adultos con acento inolvidable su enorme responsabilidad, que ha escrito, por su apostolado y su obra práctica, una página que permanece en la historia, no sólo de la educación, sino del espíritu y de la civilización contemporánea.

Givani   caló




BIBLIOGRAFÍA


OBRAS PRINCIPALES DE MARIA MONTESSORI

1.           Sui caratteri antropometrici in relazione alle gerarchie intellettuali dei janciulli nelle scuole. Landi, Florencia, 1904.
2.           Influenza delle condizioni di famiglia sul  livello intelletualc degli scolari.  Zamorani, Bolofla, 1904.
3.           La Casa dei Bambini dell’lstituto Romaizo dei Beni Stabili. Bodoni, Roma, 1907.
4.           La morale sessuale dell’Educazione fra madre e figlio. Vita Letteraria, Roma, 1911.
5.           Antropología pedagógica. Vallardi, Milán; tal vez 1910 (pero ya publicado por entregas como curso de lecciones universitarias en Roma).
6.           Il   metodo della pedagogia scientifica applicato all’autoeducazione infanlile nella Casa dei Bambini, Cittá di Castello. Lapi, 1909  (y después 2ª  ed. Loescher, Roma, 1913; 3ª  ed. Maglione, Roma, 1935; 4ª  ed. Garzanti, Milán, 1950, con el título de La scoperta del bambino; todas al cuidado de la autora.)
7.           L’autoeducazione nelle scuole elementan. Loescher, Roma, 1916 (y Maglione, Roma, en varias ediciones).
8.           Manuale della pedagogia scientifica,  Morano, Nápoles, 1921, con prefacio de Arturo Labriola (2ª ed., 1930; 3ª  ed., 1935, con prefacio de N. Padellaro).
9.           Il  bambino in famiglia. Saggi, Todi, Tip., Tuderte, 1936.
10.        Il   segreto dell’inlanzia. Bellinzona, 1938, con prefacio de Carlo Sganzini (2ª ed. Garzanti, Milán, 1950, aumentada).
11.        La formazione dell’uomo. Garzanti, Milán, 1949.
12.        Educazione e pace. Garzanti, Milán, 1949.
13.        La mente del bambino. Garzanti, Milán, 1952 (trad. Ital. de The absorbent Mmd, Madrás, 1944, muy aumentada).
14.        De l’enfant a l’adolescent. Desclée de Brouwer, París (en francés, no traducido al italiano).
Y los escritos ya citados sobre educación religiosa.

SOBRE MARIA MONTESSORI


1.         G. Gentile, “Il metodo Montessori”, Educazione Nazionale (Roma), ¡922. V. Battistelli, “Dalia Montessori al Gentile”, Levana (Florencia), 1926. Lombardo-Radice, Il metodo italiano nell’educazione. La Nuova Italia, Flo­rencia, 1927.
2.         D.   Canfield-Fischer, L’éducation Montessoni. Fischbacher, París, s. f. (Trad. del inglés.)
3.         S. Hessen, “Froebel e Montessori”, Educazione Nazionale, 1929.
4.         G.   Flayol, La metode Montessori en action. Nathan, París, s. f.
5.         Millot, Les príncipes de l’education nouvelle selon M. Montessoni; y, del mis­mo autor, Les grandes tendances de la pédagogie contemporaine. Alcan, París, 1938.
6.         Casotti, Il  metodo Montessoni e il  metodo Agazzi.  “La Scuola”, Brescia, 1950.
7.         B.   Bianchi,  Il  sistema educativo de M. Montessori. Le Monnier, Florencia, 1952.
8.         Fr.  de Bartolomeis, Maria Montessori e la pedagogía scientifíca. La Nuova Italia, Florencia, 1953.
9.         G.   Caló, “M. Montessori” (conmemoración solemne del 6 de mayo de 1953), Vita dell’Infanzia, mayo-junio, 1953.
10.      Valittitti,  Il problema dell’educazione nel pensiero di M. Montessori. Ed. Vita dell’Infanzia, Roma, 1953.

XV. ALAIN
(1868-1951)

La educación seudo-científica y seudo-utili­taria invierte los términos y se cree muy hábil empezando la casa por los pisos porque se va a habitar en ellos y, en cambio, no se habi­tarán los cimientos.
(Lagneau, Disc. de Nancy)

EL HOMBRE


Lo que impresionaba primero a los alumnos de Alain,[2] era la fuerza de la personalidad, con toda la ambigüedad de ese hermoso vocablo.  Una serenidad sin empaque, una seguridad en sí mismo que no parecía recurrir a ninguna máscara.  No se ocupaba de la disciplina y reinaba en su clase un silencio tenso que, sin embargo, no nos pesaba.  A veces no vacilaba en volver atrás:  “No, tachen todo eso”, y admirábamos esa probidad que no se preocupaba de la pruden­cia y que por eso no la necesitaba en absoluto.  Se reía de las impor­tancias y un día lo vimos acudir a un alumno para contestar a una objeción del señor Inspector general. Sabíamos que los honores no contaban para él, que había rechazado dos veces  —y en forma bru­tal—  la Legión de Honor e incluso, más tarde, un puesto en el Co­legio de Francia.  Sabíamos que rechazaba toda servidumbre.  Y lo mismo respecto a nosotros; porque si corregía  —con una rapidez asombrosa— todos nuestros ensayos, a veces bien largos, lo hacía con cierta indiferencia, y sólo como por obligación. Así el contacto en­tre él y nosotros era de ordinario escolar y, por ser puramente inte­lectual, de un vigor sorprendente.  Y eso que junto a su admiración ordinaria por los grandes autores sabía reírse de las necedades de los importantes  —que a veces escribíamos en la pizarra y sin malicia—  y esa risa carecía de secreto, de pensamientos de envidia, de mal humor:[3]  pura ironía de un hombre frente a unos niños.  Pero entre él y nosotros no había familiaridad, ni esas conversaciones después de la clase en las que el alumno manifiesta a un tiempo su preocu­pación, y con mayor frecuencia su desdén, por ese maestro al que quiere engañar. Muchos de sus alumnos más devotos no le habla­ron nunca o casi nunca en particular.  Y ése era el mejor testimonio de respeto que un joven pudiese dar a aquel a quien llamábamos  “el Hombre”.  Ese respeto hacia el maestro, que no puede subsistir sin un res­peto igual de éste hacia sus alumnos, es, sin duda, el secreto de toda educación.  Alain nos daba el ejemplo mejor de esa pedagogía se­vera, pero grande, cuyo espíritu definió en sus escritos.

META DE LA EDUCACION


La educación es un doble respeto. El del niño que debe ser tratado en función de su dignidad, como hombre futuro, y no como niño actual.  El del maestro, que es ante todo un ejemplo, no sólo un  “profesor”,  sino un hombre. Más allá de toda educación y en todos los niveles —aunque de distinta manera—   debe haber un horizonte de humanidad.  Conviene tomar siempre al hombre por su parte más elevada, y no querer rebajarlo al juego en la infancia, a la profesión en la edad madura.  El hombre vale siempre más, aspira siempre a más, y eso es la humanidad misma.  ¿Qué es, pues, educar?  Es sacar al hombre de la barbarie primi­tiva, darle a conocer su poder para gobernarse él mismo, y para no creer sin pruebas (12).[4]  Tal es el fin esencial, y es un fin urgente, porque la barbarie no deja de ser una amenaza constante bajo el barniz de la cultura.  Educarse es dominar los movimientos violentos que impulsan a la juventud, no suprimiéndolos, sino dirigién­dolos, “de modo que la gracia del niño se manifiesta aún en ellos así como el ardor de la adolescencia, pero reglamentados por el juicio, cosa que da el último toque a la verdadera cortesía”  (Huma­nidades, 16).  La educación es, pues, “conquista a cada momento”, pero sin que se reniegue de las edades anteriores; es, por la corte­sía, en el sentido más amplio del vocablo  —bien distinto del saber vivir—,  la conquista de sí mismo.  El hombre educado es el que sabe utilizar por la razón las fuerzas vivas y como animales de su naturaleza, llevándolas por decirlo así a su madurez (id.).  Toda la obra de Alain  —y también en otros campos, estética o política, por ejemplo— considera primero en el hombre esos movimientos vio­lentos y bruscos de la bestia, tan peligrosos cuando se manifiestan espontáneamente, tan eficaces cuando están reglamentados por una disciplina interna.  Educar es, pues, ayudar al niño a alcanzar o más bien a labrar en sí la personalidad libre y disciplinada que es el ser moral.  Una primera consecuencia de esto consiste en que la educación vale para todos y no sólo para una minoría. Querer ante todo formar una minoría es tomar como fin cierta organización social, y no esa agrupación de hombres libres que constituyen una república. La educación fundada en la técnica y en la medida de las aptitudes lleva en sí el vicio de estar siempre más o menos al servicio de los poderes.  Escoge a los más dignos con objeto de “reclutarlos para la parte gobernante; conducta ridícula si verdaderamente se quieren ciudadanos ilustrados” (20).  Es un instrumento de tiranía:

El proyecto de instruir a los que son dignos es inútil.  El proyecto de instruir sólo a los que son dignos es feo. Hay en esta medida de las apti­tudes que se anuncian, y en ese alejamiento de los espíritus obtusos y opa­cos, algo profundamente injusto, y tal vez toda la injusticia...  Temo un reclutamiento de ministros y de mariscales; y, de grado en grado, una fil­tración de oficiales en todos los órdenes. Así el pueblo seguirá sin espí­ritu:  basta que los maestros lo tengan  (Conversaciones libres, sept. 1932, página 445). 

Muy al contrario, los que deben interesar en primer lugar al edu­cador no son los genios que “se lanzan al primer llamamiento y atraviesan la maleza”, sino los que tropiezan en todas partes y se equivocan en todo, los que son susceptibles de perder ánimos y desesperar de su talento...  Si se instruyera a los ignorantes se verían grandes cosas” (20).  Señalemos hasta qué punto esta concepción pedagógica es inse­parable de la doctrina política del Ciudadano contra los poderes.  Resulta muy arbitrario querer separar, en un pensamiento tan sólido, lo pedagógico de lo político, o incluso de lo estético; las Con­versaciones pasan sin cesar, muy naturalmente, de uno de esos planos al otro.  Lo que queda siempre en el primer plano es el hombre y su integridad.  Y por eso el ciudadano debe oponerse sin tregua a los poderes, porque los mejores tienden siempre, en cuanto están en el poder, a deslizarse hacia la fácil solución de la tiranía. Los poderes tienden a ser técnicos, a hacer pasar los medios antes que el fin;  son como politécnicos que piensan sobre los planos, que siguen pensamientos fáciles, pero sin raíces ni cuerpo.  El ciudadano, al contrario, puede pensar lentamente, pero a partir de lo real que le toca, y siente mejor el precio de su libertad.  El uno se ocupa de signos, es burgués”,  vive en lo abstracto;  el otro representa el ver­dadero poder espiritual y, si su pensamiento es más tardío, es más concreto y más seguro.[5]  La educación debe, pues, dirigirse a todos por igual, y primero a los espíritus lentos.[6]  El problema que consiste en no dejar “a un solo genio guardando las ovejas” (Elementos de una doctrina radi­cal, p. 272)  está hoy resuelto, 

pero está aun casi intacto el otro, que consiste en despertar a todo espíritu lo más posible, por medio de los conocimientos más preciosos y elevados, y de prestar más cuidados al espíritu más lento, a fin de adaptar la en­señanza no a los más sino a los menos dotados.  Y, sin embargo, esto es lo que importa, porque el verdadero progreso no está en el espíritu de Tales, sino en el de su sirvienta  (id.).  Reservar al espíritu lento el saber técnico es ver en él únicamente el instrumento para las manos del jefe, es preparar el esclavo para su función como tal  (id.),  es olvidar al hombre.  Muy al contrario, hay que dar a todos la educación más elevada, no una destreza técnica, no un saber, sino el poder de gobernarse y de resistir tanto a los accesos de humor como a las persuasiones interesadas de los hábiles y los importantes.  Una educación, pues, que se dirija más a la volun­tad que al saber; y que dé mayor importancia a la manera de pensar que al contenido del pensamiento.

EL NIÑO Y LO DIFÍCIL:  EL METODO SEVERO


Por consiguiente, también, una educación que capte siempre al hom­bre por lo más alto, ya que los prejuicios y las propagandas lo cap­tan siempre por lo más bajo, por la bestia.  Ahora bien, esta parte superior del hombre aparece muy pronto:  “El hombre es un animal orgulloso y difícil.  Y a este respecto el niño es mas hombre que el hombre” (I). La infancia no es un estado, es un acto; y la educación también será acto.  El niño no está satisfecho con su estado de niño, no quiere que se le trate como a niño; quiere dárselas de hom­bre.  No es como un animal o una planta propensos al sueño, sino que desea dominarse, levantarse por encima de sí mismo (I).  Para él el crecimiento consiste en librarse sin cesar de su ser de ayer, “ol­vidar el niño que se era la víspera” (3).  El niño es, ante todo, am­bición (5), “no hay nada que desee más que no ser niño” (3) (Conversaciones de un normando, p. 151).  Nos equivocamos, pues, si queremos apelar a los intereses en ese ser orgulloso: es adularlo, acudir a su frivolidad, mantenerlo en su estado de niño, en vez de conducirlo hacia los placeres más elevados que presiente. Como el hombre, el niño “tiende a lo difícil, o a lo agradable” (4), y reclama que se le ayude, que se le saque del juego, “no puede hacerlo él solo, pero ya de por sí lo desea; es el principio y como el germen de su voluntad” (3).[7]  Por lo tanto, no hay que tener miedo a disgustarlo, e incluso se debe temer el complacerlo (3), porque, en el fondo, desprecia a los “bufones” que quieren ponerse a su nivel. A él le corresponde conquistar su propio placer, placer que será muy superior al placer inmediato, por una parte, porque será superior a él, por otra, porque lo habrá conquistado;  “No hay experiencia que eleve mejor a un hombre que el descubrimiento de un placer superior, que hubiera ignorado siempre si no se hubiese tomado primeramente un poco de trabajo” (5). No sólo el interés inmediato no eleva al niño, “lo que interesa no instruye nunca” (27), sino que el niño sólo se limita a sí mismo, no conquista una autodisciplina más que por esa lucha contra lo difícil.[8]

El niño necesita el cebo de lo difícil, si se quiere poner entre sus manos  “su propio aprendizaje” (2), en vez de adiestrarlo desde fuera.  Con este objeto, lejos de facilitarle el trabajo, hay que dejarlo frente a las dificultades naturales.  Renúnciese a la copa amarga cuyo borde está untado de miel, “preferiría hacer amargos los bordes de una copa de miel”, pero eso no es necesario.  “Por lo tanto, no prometerá el placer, pero presentaré como meta la dificultad vencida;  tal es el cebo que conviene al hombre” (2).  Es indudable el gran valor que tiene este punto de vista de Alain.  Pero no debe dársele una rigidez que está lejos de presentar. Alain ha observado a los niños y sabe, como los demás pedagogos, que es pre­ciso tener en cuenta las edades;  pero no conviene subrayar esta idea trivial acerca de la educación funcional;  si no, se sigue divirtiendo al niño, sin llegar hasta el hombre.  Sólo se considerarán las edades en función de las pruebas a fin de asegurar los triunfos:  “Todo el arte consiste en graduar las pruebas y en medir los esfuerzos; por­que la gran cuestión consiste en dar al niño una elevada idea de su poder, y sostenerla con victorias;  pero no es menos importante que dichas victorias sean difíciles y conseguidas sin el socorro ajeno” (2).  Si lo esencial en la educación fuese adquirir conocimientos o téc­nicas, el interés podría utilizarse, pero lo que importa es aprender a “interesarse por voluntad”, a labrar la propia persona; y nadie puede hacerlo con intermediarios, nadie puede lograrlo sin poner en juego ese principio de orgullo que es el hombre mismo.  Que el niño busque, pues, su propia ruta a través de las dificul­tades; no se trata de cebar el espíritu, sino de hacerlo combativo, de formar  “un pensamiento flaco que persiga su pieza” (5).  Para esto es necesaria cierta indiferencia del medio. El trabajo escolar ha de ser muy distinto del juego, exige otra atmósfera; una atmósfera en la cual el niño sepa que le conviene emprender su tarea de hom­bre.  Tal es la escuela.

LA ESCUELA


En efecto, la familia no permite al niño desarrollarse suficientemente, “la familia instruye mal e incluso educa mal” (8), porque pone en juego sentimientos vigorosos;  en ella toda falta es una ofensa contra el efecto y juzgada como tal,  “el amor carece de paciencia” (9);   y el padre, justamente a causa de su afecto, no es capaz de dejar al niño solo, y hace que el trabajo hecho en casa participe en intereses dema­siado vivos que lo desvían de su rumbo  (8 a 13).  Añadamos que “en su familia, el niño no es él mismo;  lo toma todo de los demás, imita lo que no es propio de sus años”  (13, y Las ideas y las edades, 1, p. 191),  y, faltando sin cesar a la regla exterior, cae con facilidad en el arrebato, o la timidez y la vergüenza, como se ve bien claro en el niño mimado. Sólo se librará de este arrebato mediante las acti­vidades reglamentadas que encontrará en la escuela.[9]  La escuela es, al contrario, como el medio natural del niño (7, 13, 14).  No es una gran familia (10), porque la justicia sustituye allí los sentimientos afectuosos, siempre injustos por algún lado (7).  Los niños se reúnen en “un pueblo de niños” que tiene sus cere­monias, sus reglas  —y el trabajo escolar es también ceremonia, como el juego— en una sociedad natural aparte de la naturaleza y de la sociedad adulta. La escuela se halla fuera de la naturaleza verdadera, constituye “una barrera poderosa contra las cosas de la naturaleza”, origen de locos terrores; está “por necesidad fuera de la naturale­za”  (Las ideas y las edades, 1, p. 177).  Pero se halla también fuera del “movimiento arrebatado” de los asuntos humanos (14).  El niño encuentra allí una regla y un ocio. Puede aprender a un tiempo a dominarse y prepararse en paz para su futura tarea de hombre.  La escuela es un medio especialmente adaptado al niño, “una naturaleza dibujada, ordenada, limitada por el hombre” (15), sin traición y sin trampas.  “La escuela es una sociedad de cierto género, bien distinta de la familia, bien distinta también de la sociedad de los hombres, con sus condiciones propias y su organización propia, así como con su culto y sus propias pasiones. Bello tema para el sociólogo” (15).[10]  En dicha escuela, aparte del mundo adulto donde el niño está alejado del ciclo de los trabajos reales, va a conocer un trabajo esco­lar que constituye una actividad particularísima, que no es juego ni aprendizaje. “La escuela se extiende en dos sentidos, el del juego y el del aprendizaje; pero está entre los dos” (29).  El niño comprende la seriedad del trabajo escolar y en su curso experimenta dificul­tades que el juego no presenta. E incluso conviene que el tránsito del recreo a la clase sea “marcado y solemne” (5), que la campana o el silbato señalen la vuelta a un orden más severo, y signifiquen que la atención debe elevarse en un grado, convirtiéndose en un dominio de sí mas estricto (4) (Conversaciones de un normando, página 151).   Pero, a la inversa, el trabajo escolar no tiene la severi­dad de un aprendizaje; no es un verdadero trabajo en el cual todo error es una perdida de dinero y trae consigo un castigo en el que las cosas presentan su dureza inhumana: 

El trabajo escolar apenas es un trabajo a medias. Las cosas, cuando las hay, son únicamente trozos preparados para el estudio.  Una espiga en un tiesto no es un campo de trigo, y el tubo de Torricelli está bien separado de esos agujeros y montañas de aire que componen la lluvia, el viento y el ciclón. Los experimentos escolares se verifican en un re­cipiente cerrado;

y así el medio escolar deja escapar  “la severa ley del mundo que consiste en que todas las cosas pesan sobre cada una” (Preliminares de la mitología. pp. 53-4).  Por otra parte, la escuela está muy le­jos del trabajo porque es el momento de la paciencia, “el momento del ocio” (C. L., abril 1935, p. 158), el momento en que no nos urgen ni el tiempo ni las cosas.  Alain definió un día la educación como “ese precioso momento en que la lucha contra el obstáculo exterior puede siempre cambiarse en lucha contra uno mismo”  (C. L., oct. 1934, p. 502).  Como puedo equivocarme y volver a em­pezar, como “las sumas mal hechas no arruinan a nadie” (29), puedo reírme de mí mismo, y razonar mis errores. Y es preciso que me equivoque, “que busque y patalee” (29)  para razonar de veras, por­que el verdadero pensamiento sólo nace de los errores superados. Aun más, “todo el arte de enseñar consiste en no llevar nunca al niño hasta ese punto de la obstinación” (32) en el que se condena y corre a su propia desgracia, sino en calcular el obstáculo de manera que pueda franquearlo y no insistir primero en todas sus faltas;  así el niño puede aprender a equivocarse de buen humor, a no temer equivocarse, a no tener miedo a pensar (32).  El maestro no es tampoco un padre, conviene que manifieste cierta indiferencia, y que interese sin quererlo y, sobre todo, sin de­mostrar que lo quiere (4) a fin de dejar al niño cara a cara con las dificultades.  Como “el amor carece de paciencia”,  el maestro no debe interesarse demasiado en el blanco al que apunta:  “A mi juicio el buen maestro es bastante indiferente, quiere serlo y se ejercita en serlo” (9), es insensible a las delicadezas sentimentales;  lo que im­porta ahora, es lo verdadero y lo justo.  “Las lecciones adoptan el ros­tro de la necesidad.  Esto es lo que importa, porque el niño no se resignará nunca a la seriedad y la atención si conserva la más míni­ma esperanza de perder un poco de tiempo” (10).  Sólo esta indi­ferencia puede conducir al niño a la disciplina de sí mismo y al trabajo:
He observado, cuando era niño, que los que mantenían el orden, como quienes barren u ordenan los objetos materiales, eran inmediatamente temidos por esa indiferencia que suprimía toda esperanza. Y, sin ex­cepción, los que querían persuadir, escuchar, discutir, perdonar en fin, a cambio de promesas, eran despreciados, abucheados y, cosa triste, final­mente odiados; mientras que los otros, los hombres sin corazón acababan  por hacerse querer (12).

Porque el niño, recordémoslo, no quiere a quienes lo “divierten”, sino más bien a los que lo “educan”.

CARACTERES  Y  VOLUNTADES

¿Cómo veremos, pues, la clase?  Como  “una especie de taller”  en el que los niños trabajan por sí mismos:

De ordinario, concibo la clase primaria como un lugar en donde el maestro apenas trabaja, y donde el niño trabaja mucho. Nada, pues, de esas lecciones que caen como la lluvia y que el niño oye con los brazos cruzados. Sino los niños leyendo, escribiendo, calculando, dibujando, recitando, copiando y volviendo a copiar (33).

Paredes desnudas, pues lo único que cuenta es la actividad del es­colar,  “no hay progreso, para ningún escolar del mundo, ni en lo que oye ni en lo que ve, sino en lo que hace”,  y no conviene dis­traer su atención (6).  Lo importante es, en efecto, que el niño conozca su poder para gobernarse, y que haga con su trabajo una especie de aprendizaje de ese poder (2).  Que llegue a dominar en si mismo el arrebato y las pasiones.  El saber cuenta menos que esa maestría de sí que ga­rantiza un trabajo hecho sin celo excesivo, únicamente para triunfar del obstáculo y de uno mismo  —que es aquí la misma cosa.  Los pedagogos son en grado excesivo “niños buenos” que olvidan el po­der de las pasiones (2);  no sienten la insuficiencia de una  “instruc­ción en la que falta la educación del espíritu” (C. L., agosto 1936, página 148),  no ven que el niño debe, ante todo, “fortalecer su vo­luntad” (2).  Para esto el saber es algo secundario, e importa poco que no se trate más que de opiniones, de “cosas que se dicen”; “una educación no tiene por que ocuparse en el valor del pasto que distribuye”  (C. L., agosto 1936, p. 149).   La educación se ocupa sobre todo en reglamentar el espíritu;  “el estudio de los signos, que es cortesía y cultura, es casi el todo de la educación y de la instruc­ción”  (Las ideas y las edades, 1, p. 138).  Los exámenes demuestran bien cuál es la función de la educación, ya que se trata de  “ejercicios de voluntad” (78), de pruebas que su­perar, en las cuales ya no interviene esa política del corazón que interviene en la familia.  “Saber y no hacer uso de lo que se sabe, es peor que ignorar.  La ignorancia no es nada;  no da a conocer ningún vicio del espíritu;  al contrario, la falta emotiva manifiesta un espíritu inculto, y yo diría incluso un espíritu injusto” (78).   La educación tiene por objeto “liberar” de esos nudos de la emo­ción y de la costumbre, y no modificar las naturalezas (véase en las Conversaciones de un normando, la alegoría del jardín, p. 145).  La naturaleza, “es un fondo de humor y como un régimen de vida, que no encierra en sí misma ni una virtud ni un vicio, sino más bien un modo inicial de ser franco o astuto, cruel o caritativo, avaro o ge­neroso” (II);  el humor, sea el que fuere, no anuncia ni el bien ni el mal, sino cierto color del bien y del mal  (Las ideas y las edades, II, p. 183).  El carácter es el modo con que sacamos partido de dicha naturaleza, es  “el humor reconocido y juzgado como tal” (Elemen­tos de filosofía, 200).  “Tener carácter es aceptar la propia apariencia y hacer de ella un arma. Como tartamudear o ser miope”  (Las ideas y las edades, II, p. 185).  La personalidad fuerte “incorpora en vez de negar”, y, sin humor, sin una naturaleza salvaje, no hay personalidad fuerte  (Elementos de filosofía, p. 201).  Es esta natu­raleza salvaje la que hay que saber utilizar, “liberar”.

“Liberarse”, idea capital para Alain, que vuelve con frecuencia so­bre ella.  Pero también realizarse, que es la misma cosa.  Si “el vicio no es más que el estrangulamiento de uno por uno mismo, por falta de gimnasia y de música” (22),  es que el vicio no es más que una virtud a medio camino (23) en un hombre que no ha llegado, por un dominio de sí suficiente, a dominarse:  “todo lo que está li­berado es bueno”  (22).  De aquí se deduce que nadie se realizará, ni se conocerá más que en la medida en que haya aprendido a gobernarse y a utilizar su naturaleza de manera integral. La escuela no debe, pues, intentar conocer, y los psicólogos que creen poder conocer cuando se trata de realizar, resultan peligrosos.  La medida de las aptitudes por medio de Los tests sigue siendo muy mediocre, porque la aptitud no es un simple mecanismo: “Es posible que los obstáculos de la naturaleza fortalezcan la voluntad, y en cambio vemos a menudo que los dones más felices quedan anulados por la pereza o la despreocupación” (C. L., mayo 1936, p. 85).  Pensemos en el tartamudo de Demóste­nes, al que se hubiera juzgado inútil como orador por las aparien­cias. Siguiendo el curso de esta idea tan rica, Alain llega a reintegrar la voluntad en la inteligencia, y esto por dos motivos. El primero es que la experiencia nos muestra bastante hasta qué punto es difícil juzgar por anticipado en ese terreno: “decidir lo que un hombre podrá o no podrá hacer, según las promesas, los signos y las aptitudes, es un placer de infatuación del cual me guardo.  ¡Hay ya tantos exámenes que nos engañan respecto al valor de los hom­bres! Nunca se gana poniendo en lugar elevado al que fue el pri­mero en alguna cosa.  Este género de desigualdad no dura; acaba devorado, borrado por mil dardos”  (Minerva, p. 91).  La inteligencia de un hombre depende de los esfuerzos de su voluntad; puedo ser inteligente en el oficio que he escogido mientras puedo carecer de in­teligencia frente a la geometría.  “De donde me ha venido esa idea de que cada uno es tan inteligente como quiere.  El lenguaje podía habérmelo dicho suficientemente; porque imbécil significa exacta­mente débil... Voluntad, y preferiría decir trabajo, eso es lo que falta” (24);  vale más juzgar al hombre por la mandíbula, por la  “par­te que atrapa y ya no suelta”  (24), que por la frente.  Una segunda consideración que nos lleva al mismo punto, es la de que sucede lo mismo con las inteligencias que con los cuerpos.  No se puede juzgar a un hombre por su tamaño, porque cada esta­tura tiene sus ventajas. De igual manera “la inteligencia tiene más de un camino.  Alguno es miope, pero entonces observa mejor”, el otro es vivo y por eso se equivoca (Minerva, pp. 90-91). Lo que importa es la manera como utilizo mis poderes, o más bien, el punto adonde los llevo, liberándolos:  “¡Qué diversidad en la inteligencia, en el juicio, en la invención!  Que dos hombres desarrollen sus pode­res, como lo hicieron Platón y Aristóteles;  hélos aquí diferentes por su perfección misma; y decid cuál de los das vale más si os atre­véis”  (id., p. 92).[11]

Se llega así a esa gran idea de que, puesto que se trata sólo de li­berar la naturaleza y no de vencer, la cultura común vale para todos:  “La cultura común hace florecer las diferencias” (22). La escritura misma se diferencia, entre los distintos sujetos, por la cultura. Cada uno aprende a su modo la misma disciplina, la misma actividad, pero sigue siendo él mismo, como se ve en el violinista o en el esgrimidor; o, más bien, se vuelve más igual a sí mismo. Luego el mismo método sirve para todos, aunque todos sean diferentes, y ese método no tienen como fin el hacerlos semejantes, sino hacerlos aún más dis­tintos, permitiendo que cada uno se descubra a sí propio.  ¿Para qué sirven las mil necesidades de la disciplina escolar? Li­berarse es aprender a seguir una regla, a no servirse de la astucia. Cuando las lecciones, viniendo de un maestro indiferente, adoptan el rostro de la necesidad, el niño ya no podrá engañarse a sí mismo, y aprenderá el sentido de:  “Hay que... “ y esto ya es saber mucho (10).  El trabajo escolar exige toda la atención, y con tanta más efi­cacia cuanto más se gaste el celo inicial (6).  La ortografía misma y la lectura son aquí un medio de liberarse por las reglas que imponen: “Hay que leer y leer más. El orden humano se muestra en las reglas, y es de cortesía seguir las reglas incluso ortográficamente.  No hay mejor disciplina. El animal salvaje, pues ha nacido salvaje, se encuentra civilizado de esa manera, y humanizado sin pensarlo y sólo por el gusto de leer” (25).  Se entiende mejor, desde este aspecto, el sentido del “método severo”.  Si el niño se somete a él, si le gusta la dificultad, es justamente para educarse, o sea para reali­zarse.  Las lecciones divertidas no son nunca más que juegos.  Y debe observarse que el juego mismo es ya a menudo “ceremonia”. Con más razón aún el trabajo escolar es ceremonia y cortesía, dominio de sí y por eso mismo liberación.

... síntomas de una vocación.  Primero, porque las preferencias pueden importar. Y tam­bién porque siempre es bueno enterarse de lo que no se quiere saber. Contrariad, pues, los gustos, primero y largamente.  A ése sólo le gustan las ciencias; que cul­tive, pues, la historia, el derecho, las letras; lo necesita más que otro...,  todo hombre debe tomarse enteramente como un genio universal;  de lo contrario ni siquiera debe hablarse de instrucción; hablemos de aprendizaje. Y estoy muy seguro de que el llamamiento, incluso rudo, a la vocación universal de juzgar, de gobernar y de inventar, es siempre el mejor tónico para un carácter... Quisiera decir que esas aventuras que ensanchan el oficio, ensanchan también el alma, y dan un ámbito al conocimiento de sí.  Tener alma es tal vez evadirse en posibles oficios, y juzgar desde arriba el oficio verdadero.  El hombre se encuentra tan por encima de lo que hace!   Guardémosle ese lugar.”

EL PROGRAMA


¿Qué disciplinas debe practicar el niño?  ¿Dejaremos la elección a los alumnos o a las familias?  Claro que no.

Me parece ridículo que se deje a los niños o a las familias la elección de lo que aquellos deben aprender. También es ridículo que se acuse al Estado de querer imponer esto o lo otro.  Nadie debe elegir, la elección ya está hecha.  Creo que Napoleón expresó en dos palabras todo lo que el hombre debe saber lo mejor posible: geometría y latín.  Amplie­mos:  entendamos por latín el estudio de las grandes obras y principal­mente de toda la poesía humana.  Entonces, todo está dicho (19).

Es bueno que un Alain venga a veces a recordar brutalmente a los pedagogos ingenuos que  “la elección está hecha”, que no son los ni­ños quienes deben elaborar el programa; pero que dicho programa depende de necesidades psicológicas y morales que los niños no pueden ignorar.  Dichas necesidades dependen de las gestiones na­turales del espíritu humano, del modo en que éste se dirige hacia el mundo y la sociedad o, mejor dicho, de la manera en que el niño marcha hacia ci hombre.  Lo que todos necesitan, sin excepción, es el “bautismo humano” (19).[12]   Y las disciplinas que importan son las que mejor le permiten al niño elevarse hacia el hombre asegu­rando su dominio sobre sí mismo, y su poder sobre el mundo.  Se cree con demasiada facilidad que el niño debe empezar por el mundo, que se le debe poner primero en contacto con la naturaleza. Ahora bien, el orden necesario es a la inversa.

No nacemos al mundo, nacemos a los hombres, a sus leyes, a sus de­cretos, a sus pasiones.  De ahí viene ese orden invertido según el cual nuestra física es una política prolongada, adaptada, enderezada. Si se añade aquí que el niño lo aprende casi todo de los otros, y siempre la palabra antes que la cosa, se comprenderá que... todo espíritu es reli­gioso y mago para empezar  (Las ideas y las edades, 1, pp. 129-130).

Alain vuelve sin cesar a esta idea heredada de Auguste Comte;  y ha deducido en particular los profundos análisis de los dioses in­fantiles y de la mentalidad infantil que se encuentran en Los dioses y en los Preliminares de la mitología.  “Hemos sido niños antes de ser hombres”, según una frase de Descartes que a Alain le gustaba citar, y ser niño es vivir en un mundo humano, en un mundo pro­tegido, en un mundo donde tenemos primeramente que ver con las voluntades de esos grandes encantadores que son los padres y la nodriza, y no con esa existencia pura que el filósofo sólo llega a con­cebir tardíamente y con un gran esfuerzo.[13] Decir esto es decir también que no se va directamente hacia el mundo, que sólo se le encuentra en su realidad gracias a ese desvío cuya importancia ha demostrado Platón en la República.  Es, pues, locura querer buscar en una acción directa sobre ci mun­do, por una parte el conocimiento de éste, por otra un dominio de sí. No es que las técnicas, las cuales se contentan con multiplicar los ensayos, no puedan lograr el éxito, pero si “millares de ensayos conducen mucho más lejos que la observación más sagaz” (Huma­nidades, 194), si se llega incluso, a fuerza de experiencia, a ese “pensamiento en la punta de los dedos” (como decía frecuentemente Alain en sus cursos)  que caracteriza al técnico, al homo faber, el espíritu no gana nada en ello. “¿Qué es entonces lo propio de ese pensamiento técnico? Que ensaya con las manos en vez de buscar por la reflexión. El primer movimiento del telefonista, que consiste en sacudir el aparato, es un movimiento de técnico” (Humanidades, página 193).  El técnico es el hombre que dice:  “Vamos a ver”,  que busca la solución del problema fuera de sí mismo. De esta costum­bre nace fácilmente cierta precipitación e impaciencia, a la vez que cierto escepticismo; es que, en efecto, el resultado obtenido sigue siendo un “acontecimiento” y, por eso, incomprensible. Para garan­tizarlo sería preciso comprender sus engranajes, transformarlo en un “hecho” verdadero. Y esto sólo es posible con la intervención del espíritu. Una ciencia puramente técnica, limitada a los aconteci­mientos, no es verdadera:

No hay nada verdadero en las ciencias si se llama verdadero a lo que es; porque lo que es cambia y se escapa. La verdad verdadera, si puede decirse, es esa revisión de nuestras ideas, que hacemos según el espíritu, combinando lo simple con lo simple, como se ve en aritmética y en geo­metría...  Pero acerca de esto no se cree a Platón;  se burla uno de sus Ideas puras; no se considera al espíritu; se darían todos los teoremas del mundo por un hecho pequeño. Tal es la ebriedad, para colmo, orgullosa, de los técnicos (C. L., junio 1933, p. 296).

El salvaje es aquí testigo del cual se valen muy bien las técnicas perfeccionadas para forjar las más bellas mitologías: puede más de lo que sabe. Cuando quiere entender al mundo, ya no utiliza téc­nicas, aquí ineficaces, sino signos humanos. Porque, repitámoslo, los signos vienen primero:  “¿Cuál es el niño al que no se han mos­trado primero las cosas y después el hombre? ¿ Dónde está el que ha aprendido sólo la derecha, la izquierda, la semana, los meses, el año?” (Humanidades, p. 207).  El hombre ha conocido los signos humanos antes que las cosas; más aún, ha conocido los signos antes de comprenderlos; “ensayando los signos llega a las ideas; y es comprendido mucho antes de comprender, es decir, que habla antes de pensar” (id., p. 208).  Por lo tanto, la enseñanza debe empezar por los signos y no por las cosas.  Y es preciso recordar que el sentido del signo es primeramente el de poner de acuerdo a los hombres, que es comunicación antes de ser significado. Por consiguiente, “apren­der a pensar, es aprender a entenderse; aprender a pensar bien es entenderse con los hombres más ilustres, por medio de los mejores signos; lecciones de cosas, siempre prematuras; lecciones de signos, leer, escribir, recitar, mucho más urgentes. Porque si no dirigimos poco a poco hacia la verdad nuestras primeras ideas falsas, pensa­mos en vano. Lo mismo sucede con las maravillas de la técnica:  todo el espíritu se encuentra en la máquina y nosotros seguimos siendo tontos” (Humanidades, p. 209).

LAS CIENCIAS


Se comprende ahora por qué la ciencia reina es la geometría, la cual es “la clave de la naturaleza” (19).  Es el teórico, el geómetra quien comprende mejor lo real, por ejemplo, el eclipse.  No se dan los ca­sos particulares, sino que son comprendidos a partir de ideas univer­sales suministradas al niño por la sociedad.  El niño no empieza pen­sando lo particular, sino lo general, o más bien lo universal, como el  “papá” que designa a todos los hombres, y “se va siempre de un reducido número de ideas muy generales a un número mayor de ideas particulares”  (Humanidades, p. 212).  Hay que partir, pues, de la idea más simple y mejor conocida, si se quiere comprender la naturaleza; y progresar luego lentamente:  “Ir de lo conocido a lo desconocido, es nuestro destino: lo que equi­vale a decir de lo simple y abstracto hacia lo concreto e individual que no agotaremos” (30). Partamos, por lo tanto, de la aritmética y de la geometría y sigamos la serie de las ciencias trazada por Au­guste Comte.  Pero lo que importa no es llegar lejos:  “poca ciencia, pero una buena ciencia” (19);  hay que tomarse tiempo  —cosa que hace tan bien la secundaria (26)—  a fin de lograr el  “difícil desvío” (27)  por la  “abstracción preliminar” (31).  En vez de esa enseñanza de las ciencias que es casi enteramente un tiempo perdido, incluso en la secundaria, porque “bajo el nom­bre de trabajos prácticos se enseña una técnica imperfecta, que no enseña ningún oficio y obstruye el espíritu”, en vez de seguir el adiestramiento de la técnica, vamos, al contrario, “a encontrar de nue­vo el orden del espíritu, quiero decir el orden que ilumina, que hace comprender, que da alguna idea de la necesidad natural y, por oposición, también de la libertad de espíritu, valor supremo ahora sacrificado a la embriaguez del poder” (C. L., junio 1933 p. 292).  Habrá que empezar por las experiencias más simples. Por la arit­mética y la geometría, en las cuales se descubren las necesidades más evidentes, las razones. Y es notable que sólo a través de la necesidad geome’trica pueda comprenderse la necesidad exterior, como la his­toria de las ideas lo enseña ya:  el salvaje puede ser un maravilloso arquero, pero por falta de geometría permanece al nivel de la ma­gia (27 y 19).  Es preciso, primero, la prueba más rigurosa, etapas de pruebas, lo cual da el doble resultado de asegurar, con la noción de la necesidad, el dominio de sí mismo.

Después de la geometría, poca física, pero física elemental o, mas bien, mecánica elemental. Guardarse ante todo de la idea peligrosa de que le conviene al alumno conocer la última verdad de la cien­cia contemporánea; hay que ser Poincaré para comprender en qué sentido puede dudarse del movimiento de la Tierra.  Hay que vol­ver a los antiguos, a Descartes, o mejor a Tales.  Es bueno  “remon­tar toda idea hasta su primera infancia” (17), considerarla como la consideraron los antiguos. Lo que le hace falta al niño,  “no es la última palabra del hombre...,  sino más bien la primera...” (id.).  El pensamiento de los antiguos puede estar al nivel del de los niños;  el de Einstein no. Partir de los antiguos es cuidarse del margen, de la esperanza, del impulso que no están hechos.  Y porque el niño necesita un porvenir debe acudirse a los antiguos; entonces se sale en cierto modo de la Antigüedad lanzándose desde el principio de acuerdo con el movimiento justo (íd.).  Es preferible, pues, reflexio­nar sobre los principios elementales, sobre la polea, sobre la palanca. Alain ha vuelto a menudo a estos ejemplos sencillos, más instructivos para ¿1 que la física moderna porque están a nuestro nivel, al nivel de nuestros errores (18).  Escribía: “Me aprovecha más leer la física celeste de Descartes que buscarla en un diario de la ma­ñana” (30)  y a sus discípulos les sorprendía a veces verlo alargán­dose sobre tal o cual punto de la Dióptrica cartesiana, hoy tan pasada de moda. Y es que, para él, lo necesario era ante todo comprender de qué tratan las ciencias.  De ahí su desprecio hacia esas primarias que son universidades abreviadas” (42) en las que el profesor debe sa­berlo todo y hablar de todo:  “Detesto esas pequeñas Sorbonas” (25). Lo que debe penetrar en todos lados es el espíritu científico, no la ciencia que abruma; y es más seguro buscarlo en sus orígenes que en la masa de los últimos descubrimientos que no pueden iluminar nada (60).  Una simple reflexión acerca de la polea lleva más lejos que el conocimiento de los resultados obtenidos por el procedimien­to a ciegas del álgebra respecto a la cuarta dimensión.   Hay que  “graduar la experiencia, y esto es el arte de instruir” (61).

LECCIÓN Y EXPERIENCIA


Así se comprende que Alain rechace toda lección magistral que rebasa al niño.  No se trata de recitar lecciones de física o de ciencias naturales, que se reducirían a palabras; primero es necesario com­prender.  No es el maestro quien debe trabajar, sino el alumno, y la lección magistral sólo tiene un valor cuando después el alumno pue­de rehacer el curso, cosa que no puede, claro está, aplicarse a un crío (35).  De lo contrario todo se queda en “necias” lecciones de moral, de historia o de ciencias naturales ante unos niños que igno­ran el sentido de las palabras, y ocho días después no queda nada de ellas (35, 36).  Conviene recordar que “no se aprende a escribir ni a pensar escuchando a un hombre que habla bien y piensa bien.   Hay que probar, hacer, rehacer, hasta que el oficio entre, como suele decirse” (37)  y hacen falta muchos rodeos para saber un poco (64).   Incluso en aritmética, conviene que el niño empiece por asimilar bien las nociones con ayuda de cubos, en vez de pasar demasiado pronto a las operaciones de álgebra, todas mecánicas (53).  Los profesores de piano nos enseñan aquí el camino, ellos a quienes no sorprende nun­ca que el niño aprenda tan pocas cosas en una hora. Sin duda re­sulta más largo hacer que el niño experimente primero por sí solo todas las verdades, pero es una labor fecunda (37).  Recordemos siempre que no se trata de “enseñar toda la naturaleza”, sino de “regular el espíritu según el objeto, de acuerdo con la necesidad cla­ramente percibida” (19).  Que el maestro “escuche y vigile más de lo que hable”  (33).

LAS HUMANIDADES


Esas prescripciones valen tanto para las letras como para las ciencias, para el “latín” como para la “geometría”. Aquí también el niño debe estar en contacto directo con los problemas y con los signos. Y aquí también conviene volver a los antiguos.[14]  La lectura es un medio para establecer contacto con los pensamientos de los grandes hombres.  Así es necesario no sólo aprender a leer, sino a leer de prisa, a leer “fácilmente, vivamente, sin es­fuerzo, de modo que el espíritu se desprenda de la letra y pueda atender al sentido” (42).  Únicamente con esta condición el niño sal­drá de la escuela aficionado a la lectura y no olvidará lo poco que sabe. Ahora bien, el libro debe ser siempre  “el director”  y los maes­tros  “los adjuntos del libro” (41),  pues gracias al libro conocemos a los grandes autores manifestados en los grandes signos.  “Leer es el verdadero culto” (5). Inventemos, pues, técnicas para que el niño lea de prisa;  y que sin cesar lea, relea y aprenda a leer por lo bajo, a leer con la vista (42 y 44):  “Si el maestro se calla, y si los n’nos leen, todo marcha” (25).  “Hay que leer y releer” (25), porque es este conocimiento de los signos lo que civiliza realmente. Lo que el niño necesita, es ante todo las humanidades: “La literatura es buena para todos, y sin duda más necesaria al más grosero, al más obtuso, al más indiferente, al más violento” (25). Los grandes autores son buenos para todos. Y no se diga que el niño no entenderá nada, porque el poder de la poesía  —que debe venir en primer lugar—  reside en que  “a cada lectura y antes de instruirnos, nos prepara por los sonidos y el ritmo, de acuer­do con un modelo humano universal” (19).  Que el niño escuche el  “bello gorjeo” humano (19), que lo conquiste primero la armonía. Démosle, pues, a leer los mejores autores,  La Fontaine  —más que Florian—  Corneille, Racine, Vigny, Hugo;  que escuche las cosas be­llas como si fueran música; y que vea los hermosos dibujos de Ra­fael, de Vinci, de Miguel Ángel; que oiga a Beethoven desde su cuna, “nada es demasiado bello para esa edad” (5). Hay aquí sin duda una paradoja y Alain no teme subrayarla y volver a ella fre­cuentemente: “Tengo un idea extraña, muy alejada de lo que se dice comúnmente sobre el particular;  idea confirmada, muchas veces, se­gún la cual lo que es hermoso para todos, y universalmente humano, es justamente lo que parece haber sido escrito para cada uno” (21).[15]  Además resulta peligroso sustituir a los maestros por comentarios mediocres, hay que volver una vez más al origen:

Pero también aquí temo los comentarios.  Busco lo indiscutible, incluso en lo discutible; y los genios, poetas, oradores o panfletistas, son hechos humanos incontestables.  Quiero que se les lea; quiero que se les conozca y se les repita;  eso mismo es comprenderlos y me importa mucho que se les comprenda tal y como son.  Si el maestro les sustituye sus propias elevaciones o vociferaciones, entonces ya no tengo garantía.  Hay por lo menos 100 liceos y 200 colegios;  no tenemos 300 genios”  (C. L., agosto 1935, p. 342).

Sin duda no es siempre fácil captar “esa antigua ciencia de la na­turaleza humana, dispersa en los grandes libros que es preciso leer veinte y treinta veces; y si la última lectura es agradable, la primera, en cambio, resulta ingrata y difícil” (85). El niño no comprenderá en seguida. Pero hemos visto que puede ser conquistado por ese “gorjeo humano”. Alain no teme asignar el primer sitio al recitado y la copia de bellos textos. Hay que darle al niño un modelo y como “un espejo donde se vea en seguida engrandecido y purificado” (21).  Sucede aquí como con el dibujo; en el dibujo libre el niño se dis­gusta porque se deja ir, porque no encuentra en él una liberación.  Pero en la copia de un modelo halla una seguridad, pues  “fuera cual fuere el modelo, sólo puede hacerse un dibujo presentable moderando y templando todos estos tumultos del corazón, tan sensibles en el estremecimiento y el peso de la mano.  Sólo la vulgaridad se expresa en esos rasgos fuertes que perforan el papel” (21).  Igualmente, co­piando los buenos autores  —o recitándolos—,  el niño se libera de los movimientos de su humor;  “será más él mismo, por la atención puesta en copiar una obra bella” (21), los  “pensamientos de aventura”  (40) encontrarán así un apoyo y, poco a poco, una forma estable.  La escritura es, en efecto, una disciplina, y hay que conservarle ese carácter. Por el respeto de la ortografía y también por la preocupa­ción de realizar una obra arquitectónica; hace falta un buen cua­derno, hermosos títulos en letra redondilla, bellos márgenes (45, 42), y copiar en ese cuaderno hermosas fórmulas, “Pensamientos”.  Hay aquí una gimnasia que suelta los músculos, da flexibilidad, guía el pensamiento. A Alain le gustaba decir que sólo se piensa verda­deramente con la pluma en la mano y, según él, esto valía para todas las edades (34).  Claro que no se trata de escribir siempre del mis­mo modo.  Copia, versión latina, curso dictado (34)  confección labo­riosa y lenta de frases (37), todos estos ejercicios de distintas edades preparan para escribir más tarde sin borrador ni tachaduras, como le pedía Alain a sus alumnos, porque el borrador se presta a dema­siados rodeos y evoluciones, y no permite esa excelente disciplina que consiste en encontrar a la fuerza el final que conviene a una frase ya empezada.  Pero hay que buscar siempre las propias ideas en torno a las grandes obras de los grandes textos  —y no en los extractos (45)—;  el profesor permanece como un instructor que hace la presentación  (C. L., agosto 1935, p. 342),  conocedor él mismo de las fuentes.  Por­que la invención no es tan fácil; quiere otra cosa que la libre espon­taneidad y obedece a unos modelos.

No se sabrá nunca suficientemente que es más importante fijar el espíritu que instruirlo... Por eso pienso que la cultura es algo muy im­portante y muy serio, que nos suministra formas bellas e invariables, entorno de las cuales hay que reflexionar mucho, puesto que no es posible cambiarlas.  Y es una locura querer que alguna idea nueva nos elabore destinos nuevos; nada de eso, sino una idea bien vieja y que repite siempre la misma canción; porque es verdad que todo está dicho, pero también que nada está pensado (C. L., agosto 1933, p. 394).

Volvamos, pues, a los antiguos,[16]  a los clásicos, a los proverbios, a Homero, a Platón, a Shakespeare, a Balzac, para encontrar en ellos nuestro propio pensamiento: “entregados a nosotros mismos, y siem­pre sin defensa contra la pasión del día, derivamos naturalmente de pensamiento en pensamiento” (id.).[17]

CONCLUSIÓN


Al mismo Alain hay que aplicarle su propia doctrina.  No conocer­lo por medio de extractos, ni de comentarios, sino por un contacto asiduo, que siempre es fecundo.  Adoptar primero ideas, como recomendaba a todos los lectores de las grandes obras —y como dijo también Rousseau—, y luego comprenderlas volviendo a escribir sus dichos.  No separar nada en un pensamiento que tiene una vigorosa unidad, conservar siempre en la mente las preocupaciones esencia­les: el cuerpo salvaje que hay que domar, o más bien liberar, lo cual se realiza por medio de pequeños cambios, de pequeñas preocupa­ciones cotidianas; la prudencia que remonta siempre al origen para encontrar allí lo más simple y lo más humano; la veneración de la hu­manidad representada por los grandes autores; y la indomable volun­tad de conservar siempre el aguijón de la duda.  Bástenos ahora decir que no tendríamos excusa si hubiésemos que­rido simplemente presentar un resumen de la doctrina  (y esta idea nos hizo vacilar largo tiempo).  Se trata tan sólo de no olvidar en una galería de grandes pedagogos al que fue quizá el más grande; se trata de invitar a los educadores, con esta introducción insuficiente de su obra, a darse cuenta del beneficio que recibirían volviendo a la pura fuente y estudiando a un pedagogo que por el influjo que él mismo tuvo sobre tantos discípulos, ha sabido confirmar con la prác­tica el valor de su método.[18]

Jean château

PRINCIPALES OBRAS PEDAGÓGICAS DE ALAIN


Lo esencial de su doctrina se encuentra en las Conversaciones sobre la educación publicadas por Rieder en 1932 y reeditadas en las Presses Universitaires de France. Se trata de conversaciones publicadas anteriormente y reunidas por Michel Alexandre.  Pero a fin de ilustrar ciertos puntos conviene referirse también a sus otras obras, en particular a las siguientes:

1.           Conversaciones  libres, serie de 1927 a 1936, passim.
2.           Las ideas y las edades, 2 vols. Gallimard, 1927.
3.           Los dioses. Gallimard, 1934.
4.           Preliminares de la mitología. Hartmann, 1934 (publicados antes en La escuela liberadora de 1932 a 1934).
5.           Humanidades. Méridien, 1946 (en particular el cap. III, de 1925).
6.           Conversaciones de un normando. Gallimard, 1952 (selección de las conversaciones de 1902-1914).

Se han publicado bibliografías de las obras de Alain en la Psychologic et la vie, enero de 1928, y en el número especial de la Nouvelle Revue Française, dedicado a Alain, en septiembre de 1952. Se encontrarán recuerdos sobre Alain en ese número especial, en el del Mercure de France de diciembre de 1951 y en la obra que el Dr. Mondor dedicó a su antiguo amigo (Alaim, Gallimard).


[1]      Biografía.  Maria Montessori, nacida en Chiaravalle (Provincia de las Marcas) el 31 de agosto de 1870, doctora en medicina, encargada de un curso sobre la educa­ción de los niños frenasténicos para los maestros de Roma y directora durante dos años de una Escuela normal ortofrénica en la misma ciudad, continuó sus estudios en Londres y París, frecuentó después de 1902 los cursos de filosofía en la Uni­versidad romana, los de psicología experimental en las de Ttsrín y Nápoles, y dio cursos libres de antropología pedagógica en la Universidad de Roma. Después dc la inauguración de las dos Case dei Bambini en Roma en 1907 y la publicación de su primera obra. El método de la pedagogía, que, como las que siguieron, fue traducida a muchas lenguas, y el primer curso para maestros sobre su método dado en Cittá di Castello, protegida por das bienhechores y amigos de la educación del pueblo, el barón Leopoldo Franchetti y su esposa Alicia, su actividad docente, de propaganda, de organización de las Case, se desplegó en el mundo entero du­rante 40 anos; finalmente creó el Centro de Estudios Pedagógicos en la Universidad para extranjeros de Perugia, donde dio cursos y participó mucho en la actividad de la UNESCO.  Murió el 6 de mayo de 1952 en Nordwijck en los Países Bajos. Entre sus iniciativas particulares dignas de mención, debe citarse la Iglesia de los Pequeños fundada en Barcelona después de 1916, con las mismas normas que la Casa del Bambini, o sea con muebles, decorado, objetos de liturgia católica, etc.,  apropiados al niño: ensayo que estaba destinado a ser único en su clase y al que no correspondió nunca un estudio sobre el sentimiento religioso del niño y su génesis, aunque haya dado algunas aportaciones y orientaciones a la educación religiosa in­fantil como I bambini viventi nella Chiesa  (1924),  La Santa Messa spiegata ai bam­bini  (1949),  La cita in Cristo (1949), etcétera.  Desde 1913-14 sus estancias en Norteamérica, en muchos países europeos (Ale­mania, Gran Bretaña, España, Países Bajos, Suecia) y asiáticos (China, India, donde vivió bastante tiempo), las múltiples traducciones de sus escritos en casi todas las lenguas, los cursos y círculos de estudios montessorianos, difundieron en todas partes la doctrina y la institución de la educadora italiana, esparciendo su propia influencia en los países que, como Francia, Austria o Suiza, no llegaron a conocer una ver­dadera floración de instituciones específicamente suyas.
[2]      Biografía.  “Originario de la antigua provincia de Perche y, sin embargo, mezcla de Percheron y de Manceau”, Émile Chartier nació, en Mortagne, el 3 de marzo de 1868. Fue alumno del colegio de Mortagne —dirigido por sacerdotes; pero el joven Chartier perdió la fe hacia los quince años— y luego del Liceo de Alenzón.  Se preparó en ci Liceo Michelet de París para entrar en la Escuela Normal Superior, donde tuvo por maestro a Lagneau, del cual diría:  “es el único gran hombre que he encontrado”.  Recibido en la Escuela Normal, se licenció en filosofía en 1892.  Fue profesor en Pontivy, Lorient, Ruán.  Entonces empieza a publicar, entre las polé­micas del asunto Dreyfus, y en La Dépêche de Rouen, sus primeras Conversacio­nes, con el seudónimo de Alain.  En 1902 fue llamado a París, donde enseñó la clase primera superior en el Liceo Enrique IV.  Voluntario durante la guerra de 1914, escribió entonces Marte o la guerra juzgada, el Sistema de las Bellas Artes, y los Ochenta y un capítulos sobre el espíritu y las pasiones (refundidos más tarde en los Elementos de filosofía) que vienen a añadirse a las cuatro colecciones de Ciento y un conversaciones publicadas de 1908 a 1914.  Después las Conversaciones se publicarían en diversos periódicos y revistas, y en particular en las  Conversacio­nes libres de 1921 a 1924 (788 conversaciones),  en L’Émancipation de 1924 a 1927  (101 conversaciones)  y de nuevo en las Conversaciones Ubres  (831 conver­saciones) de 1927 a 1935  (que se acaba en 1935 en las Feuilles Libres). Muchas de dichas Conversaciones han sido clasificadas y publicadas en distintos volúmenes, la mayor parte del tiempo al cuidado de Michel Alexandre.  Hay que añadir los vo­lúmenes originales, cada vez más numerosos.  En 1933, Alain se retiró a su casa del Vésinet, donde murió el 2 de junio de 1951, después de haber recibido ese mismo año el Gran premio nacional de literatura.  Fue amigo de Paul Valéry  y comentó sus poemas Charmes y La jeune Parque.  Obras principales (además de las citadas):  El ciudadano contra los poderes, Vein­te lecciones sobre las Bellas Artes, Las ideas y las edades, Coloquios a orillas del mar, Sentimientos, pasiones y signos, Conversaciones sobre la felicidad, Conversaciones sobre la educación.  Las estaciones del Espíritu, Los dioses, Historia de mis ideas.
[3]      “He adoptado la regla de no discutir y de no ofenderme respecto a los problemas del espíritu.  He juzgado como hijo de Voltaire, si me atrevo a decirlo, a esos pen­sadores furiosos que buscan siempre el punto vulnerable. El espíritu está hecho de modo que le es siempre más fácil vencer al otro que dominarse.  La gravedad y la  risa deben aprender a andar con el mismo paso”  (Conversaciones libres, julio 1935, página 348).  ...prescribirse a sí mismo el sentimiento de la seguridad y del humor alegre”  (C. L., abril 1934, p. 178).
[4]      Las referencias puramente numéricas se relacionan con los números de las diversas conversaciones contenidas en las Conversaciones sobre la educación.
[5]      “La facilidad es el mal del espíritu; no es nunca más que la aptitud de pasar de la cosa al signo y de pensar en los signos... Espero algo del que piensa con dificultad”  (C. L., sept. 32, pp. 445-6).
[6]      “La democracia tiene como deber primordial volverse a los rezagados que son multitud; porque, según el ideal democrático, una minoría que no instruye al pueblo es más evidentemente injusta que un rico que cobra sus alquileres y sus cupo­nes” (60).
[7]      Señalemos el parentesco entre dichos puntos de vista y los de La señora Montes­son y Pestalozzi.
[8]      También hay que desconfiar del miedo tanto como del interés, porque hacer uso del miedo es alejar del espíritu a esa parte del hombre que hace reír: “Los sacerdotes que me instruyeron hasta los doce años eran ignorantes, y se les notaba: pero sobre todo eran tan miedosos que conseguían asustarme... Hay sacerdotes que tienen miedo e infunden el miedo; y a menudo la huella permanece. Lo que el niño encuentra en la escuela laica es una visión del mundo sin tragedia, y, al contrario, un espíritu de audacia, de prudencia y de industria ante las cosas, las cosas que no piensan nada, que no quieren nada, que no son ni buenas ni ma­las” (86).
[9]      Si la educación busca el dominio de uno mismo, se comprende que el arre­bato sea el obstáculo mayor.  Alain es el único —que nosotros sepamos— (véase Las ideas y las edades, 1, pp. 186, 190, II, p. 176; Veinte lecciones sobre las Bellas Artes, pp. 26 y 30) que ha analizado su naturaleza insistiendo en su importancia repetidas veces.  El arrebato es la actividad loca y sin dominar. Si no se olvida que los movimientos del cuerpo se encuentran en la base de todas las instituciones supe­riores del hombre, educación, artes, religión, etc., todas son también un triunfo sobre el arrebato. Pero se olvida con demasiada facilidad esta lección de Alain y se construyen pedagogías o estéticas del puro intelecto.
[10]     Sólo podemos mencionar aquí los admirables análisis sociológicos hechos varias veces por Alain respecto al juego infantil, ese conjunto de ceremonias y de culto, en el cual cada uno está como protegido contra se mismo por su juramento:  “Quien juega ha jurado” (ver especialmente Las ideas y las edades, 1, pp. 183.198).
[11] Añadamos aún una observación importante: que es siempre bueno contrariar los gustos del alumno. Hay aquí una idea profunda a la que Alain vuelve con frecuencia (19, 20, etc.). Citemos un dicho de los últimos suyos (C. L., abril de 1935, p. 164):  “Ahora me falta decir que no debe orientarse la instrucción por los
[12]     Citemos aún el final de esa conversión donde Alain demuestra que es preciso trasponer al plano laico ese esfuerzo por la salvación que es la esencia del cristianismo: “Geometría y poesía: eso basta. La una templa a la otra.  Pero se nece­sitan las dos.  Homero y Tales lo llevarán de la mano. El niño ambiciona ser hombre; no hay que engañarlo;  y menos aún darle a escoger entre lo que ignora. De lo contrario el catecismo puede avergonzarnos. Porque los teólogos enseñaban a todos todo lo que sabían, deteniéndose ante el espíritu rebelde. Y en la duda bautizaban sin excepción. ¿Vamos a elegir nosotros, y negar el bautismo humano al frívolo o al dormido?”  Como decíamos antes, se trata de formar hombres, no una minoría y esclavos.
[13]     Acerca de este problema de la existencia pura —y el del entendimiento— Alain ha escrito tal vez la más profunda y la más difícil de sus obras, Coloquios a orillas del mar, por desdicha poco conocida.
[14]     “Si me preguntan qué libro es bueno para los niños, digo que Homero, la Biblia, las fábulas; y en seguida se comprende por qué. La infancia del individuo se parece a la infancia de la especie. Si queréis conocer el estado primitivo de nues­tras ideas, leed los libros más antiguos.  Si queréis seguir nuestra sabiduría hasta sus raíces, encontráis a los hechiceros, los prodigios y los dioses” (Conversaciones sobre religión, p. 53).
[15]     Habría que exponer aquí los puntos de vista estéticos de Alain, cuyo funda­mento esencial reside en que lo bello regula los movimientos del cuerpo. Véase sobre todo las Veinte lecciones sobre las bellas artes.
[16]     “No hay humanidades modernas, por la misma razón que hace que la coope­ración no sea sociedad. Es preciso que el pasado ilumine el presente, sin lo cual nuestros contemporáneos son animales enigmáticos a nuestros ojos”  (Conversaciones sobre el cristianismo, p. 28).
[17]     Se ve aquí cómo Aain podía entenderse con Valéry, para el cual  “la filo­sofía es cuestión de forma”  y cómo, en la poesía de Valéry, Alain podía encontrar su propio pensamiento. Véase la Introducción de Valéry al Comentario de Charmes  de Alain.
[18]     Citemos a este respecto un pensamiento que va, sin duda, bien lejos, en lo que concierne a los ensayos de métodos pedagógicos, a menudo tan inútiles: “Los ensayos son decididos, en parte, por hombres que enseñaban bien, pero que ya no enseñan; en parte, por otros que enseñaban mal y que por esta misma razón decidieron administrar;  en parte, por los hombres de las oficinas, que no han enseñado nunca, que no sedan capaces de ello, y a los que me permito llamar los iletrados de la instrucción pública” (43).

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