jueves, 25 de octubre de 2012


(1746-1827)

Cuando una idea simple toma cuerpo, se produce una revolución.

(C.  PÍGTYY)

Cuando el primer centenario de la muerte de Pestalozzi,  Édouard Claparáde tuvo la curiosidad de contar el número de líneas o de pá­ginas consagradas a catorce pedagogos modernos (de Erasmo a Herbart) por los autores de las tres grandes enciclopedias pedagó­gicas (Buisson, Rein y Monroë) y de cuatro historias generales de la pedagogía, publicadas entre 1910 y 1920:  comprobó que, en esta especie de concurso, Pestalozzi[1]  llegaba cinco veces el primero, y que su cuota era casi el doble de la de Rousseau, que le seguía inme­diatamente.

Éste es el veredicto de los pedagogos;  el del hombre de la calle es aun mas decisivo.  De todos los educadores y filósofos de la edu­cación, Pestalozzi es probablemente el único conocido en los cinco continentes, el único que ha llegado a la grandeza mítica de un Beethoven:  el genio pedagógico.  Se le considera comúnmente como el reformador o el promotor de la escuela popular.  Esto no es falso, pero sí insuficiente.  Para emplear una palabra que acude con frecuencia a su pluma, Pestalozzi es una fuerza original de la naturaleza, o, mejor, de la sobre-naturaleza.  Ha desempeñado, en su tiempo y más allá de los límites de su país, un papel de primer orden;  y no se sabría escribir la historia de la civilización de la Europa occidental, a fines del siglo XVIII y principios del XIX, sin evocar sus escritos o sus hechos.  Por otra parte, buen número de las instituciones más actuales, y no sólo la escuela primaria, proceden directamente del influjo que ha ejercido.

Si la didáctica de Pestalozzi  (la forma, el número y el nombre)  sólo nos ofrece hoy un interés histórico, sus ideas sobre el fin y la obra de la educación:  paradojas, humoradas, apóstrofes, efusiones, como la lava de una colada volcánica, continúan incandescentes bajo una tenue capa de escorias.  Y es en este brasero donde se aviva todavía hoy la llama que, en miles de corazones, eleva ci ofi­cio de educador o de re-educador a la dignidad de un servicio de  Dios en la persona del niño.

Desde su fervorosa adolescencia hasta su robusta vejez, Pestalozzi no ha cesado de buscar lo mejor. A cada “descubrimiento”,  el en­tusiasmo lo agiganta;  y es, en cada ocasión,  “el fundamento o la clave de bóveda de todo el edificio”. Unas veces desea “mecanizar” la instrucción, para que cualquier madre pueda administrársela a sus hijos, y otras se propone hacerla “psicológica” y definirla de acuerdo con las necesidades del desarrollo del niño.  Por otra parte, en oca­siones le parece, que todo ello es igual.  Ora conjura al educador a conformarse con  “la marcha sublime de la naturaleza”,  ora declara que la educación debe hacer del hombre  “algo completamente dis­tinto de lo que es por naturaleza”.

Pero ¿qué importan estas fluctuaciones?  Son exploraciones que todo educador ha de rehacer por su cuenta: primada de la habilidad sobre el saber, de la educación sobre la instrucción o del ser sobre el tener;  maldición de un saber puramente verbal;  irremplazable virtud de la educación que el niño recibe en el regazo de su madre, y luego en el santuario del  “hogar”; el arte del educador, que no es otro que el arte del jardinero;  una educación integral, que forme el corazón, la cabeza y la mano;  la intuición, base de todo conoci­miento, y la educación, que es el arte de llevar al niño desde unas intuiciones superficiales y fragmentarias hasta otras intuiciones siem­pre más claras y distintas; la educación moral, en fin, obra de amor y de fe, que despierta en el niño el amor y el respeto hacia el orden establecido por el Creador.   Pestalozzi se dirige a sus contemporáneos...;  pero no:  es a nosotros a quienes se dirige.  Nos conjura a buscar el remedio para los males que padece ci mundo donde solamente se encuentra:  en la restauración, en todos, de esa humanidad, que es la vocación de cada hombre y la razón de ser o el fin de la Creación:  “Reconocer, mantener y promover en cada ser la dignidad de la persona, ésta es toda la educación de la humanidad.”

He aquí el tema de la cruzada que él predica incansablemente:  ¡Es preciso que la persona cunda en todos!  La persona, para la cual debe organizarse la vida política, y la que debe servir, y no avasallar, los progresos materiales.  Por lo tanto, ¡primacía de la educación!  Pero cuando dice educación, no piensa exclusivamente en la escuela.  Ciertamente la escuela le parece que constituye un momento esencial en la educación de la humanidad, puesto que ayuda al niño a enriquecer su experiencia de la vida personal y común, en un marco más amplio que el de la familia y más homo­géneo que el de la ciudad.  Sin embargo, cree que es la familia la única de todas esas potencias informadoras cuya  “bendición no es posible reemplazar por nada:  esto es, ese “sentido paternal”  y  ese  “amor maternal”,  que le inspiraron sus páginas más líricas.

Es necesario, pues, ante todas las cosas, que la sociedad esté organizada de tal manera que la familia pueda desempeñar siempre mejor esta función indispensable  (en Pestalozzi el sociólogo no se separa del pedagogo). Porque solamente gracias a esta educación funda­mental y a la de la escuela, le parecía ya capacitado el niño para recibir la enseñanza de la vida, esa educación progresiva, al contacto de los hombres y de las cosas, sobre todo por la virtud del trabajo cotidiano. “La vida es la que cultiva.”  Pero, de nuevo, siempre que la organización social le permita manifestar plenamente su virtud informadora.  Así, Pestalozzi concebía la educación escolar como un complemento de la educación doméstica y como una preparación para la educación que la vida procura.

Mediante la acción sinérgica de estas tres potencias, que actúan en el mismo espíritu y en el mismo sentido, puede formarse la persona en el individuo.  Pestalozzi se sitúa de esta suerte en la fila de los personalistas: Renouvier, Vinet, Charles Secrétan, Manuel Mounier; pero, uniendo la práctica y la teoría, ha querido demostrar con actos el valor de esta posición. Este designio es el que ha hecho de él ante todo el padre de los huérfanos, en Neuhof y en Stans, y luego, en Berthoud y en Yverdon, el precursor de la educación nueva.  Sea cual fuere la actualidad que conservan sus escritos, Pestalozzi debe especialmente a sus actos el que su genio intuitivo haya logrado la mas alta de las consagraciones:  la gratitud de innumerables seres humanos que sientan de un modo confuso deberle cuanto tienen de humanidad.

Estaba en Neuhof desde hacía unos tres años, cuando, en el curso del invierno 1774-1775,  “se comprometió” por vez primera.  Conmo­vido por la degradación física y moral de los niños que veía vagar por los caminos, mendigando y merodeando; indignado por la du­reza de los campesinos hacia los niños que vivían entre ellos; y no pudiendo admitir que los preciosos valores que él advertía en esos desheredados o descaminados se perdieran del todo para la sociedad y para Dios, Pestalozzi acogió unos quince de ellos en su casa, y poco después hasta cuarenta.  Se proponía, reeducándolos, procurarles los conocimientos indispensables y un oficio del que pudieran vivir.  Esta unión íntima de la formación general y la formación profesional constituye el primero de los  “descubrimientos”  de Pestalozzi.  Espe­raba que la casa prosperaría gracias al trabajo de  “sus” muchachos, pero bien pronto tropezó con graves dificultades materiales.  Ad­vierte, sin embargo, en sus notas que la prueba le da la razón:  “Niños imbéciles que, educados duramente, hubieran acabado en una casa de locos, pueden, gracias a unos cuidados afectuosos, adecuados a su debilidad, salvarse de esa miseria, adquirir un modesto modo de vivir y bastarse a sí mismos.”

Y, en una  “Súplica a los amigos de la humanidad”,  para que co­operen a sostener su obra  (súplica que su amigo Iselin hizo aparecer en sus Efemérides de la humanidad, 1766), declara: “Es para mí un hecho experimentado que niños que han perdido la salud, las fuerzas y el ánimo en una existencia de holgazanería y de mendicidad, reco­bran prontamente su alegría, su vivacidad, su buen aspecto, y se desarrollan de un modo asombroso, sólo con el cambio de su situa­ción:  al abrigo de las circunstancias que los habían depravado.  Es para mí un hecho experimentado que, desde la abyección de la más profunda miseria, se alzan con rapidez y adquieren sentimientos de humanidad, de confianza y de benevolencia; que el afecto que se manifiesta al ser más degradado lo eleva a una vida superior, y que los ojos del niño abandonado brillan con un asombro jubiloso y de gratitud, cuando, tras años de miseria, una mano dulce y amistosa se ofrece para guiarlo.”  Cosa que comprueban todos los que se consagran hoy a la reeducación de esos niños, a quienes la dureza y la falta de inteligencia de los poderes públicos, en tiempos de Pestalozzi y ayer mismo aún, condenaban, mediante un régimen pu­ramente represivo, a la prostitución o a la delincuencia crónica.

Pero Pestalozzi no recibe ningún apoyo del Estado y en 1780 su primer ensayo termina con la quiebra.  Fue un derrumbamiento. Pero Pestalozzi no podía abandonar la tarea que se había impuesto.  Recurrió al único medio de acción que le quedaba:  escribir.  Sus es­critos son, por lo tanto, sus actos.  Sólo analizaré dos de sus obras, aunque todas ellas contienen puntos de vista sociológicos o pedagó­gicos del mayor interés.  Primero, su novela popular, Leonardo y Gertrudis, cuya primera parte fue traducida dos veces al francés  (por Pajon de Moncets y por la baronesa de Guimps). Se trata de una familia salvada por la rectitud y la energía de una mujer, apoyada por el señor de Bonnal, Arner y el pastor Ernst. La tercera parte es la que presenta más in­terés para nosotros. (Pestalozzi se había afiliado entonces a la orden secreta de los Iluminados.)

Intervinieron nuevos personajes:  el hilandero Meyer, representan­te del trabajo industrial y de la economía que debe llevar más hol­gura a la cabaña del pobre y el  teniente Glüphi. Es Meyer quien le declara al señor: “Me parece que, a pesar de todo lo que podéis hacer, no alcanzaréis vuestra meta, al menos que suprimáis la escuela o que la reforméis por completo.”  Se sustituye al preceptor por el teniente Glüphi, quien encarga a Gertrudis la organización de la cla­se  (pues la escuela sólo vale en la medida en que se inspira en la casa familiar):  “Glüphi le pidió a Gertrudis que organizara a los niños como si estuviera en su casa.  Los separó de acuerdo con su edad y su trabajo, y según como congeniaban unos con otros;  y llevó con ellos a sus propios hijos y a los de Rudi que ya estaban acostumbrados a su manera de actuar.”

Encontramos aquí nuevamente el espíritu de Neuhof: “No quiero nada, declara Glüphi (cap. LXX), con la jerigonza de los maestros de escuela, esa charlatanería que marca los cerebros y echa a perder la razón.” Vemos, pues, cómo a ejemplo suyo, los niños se vuelven ordenados, puntuales, limpios, obedientes, asiduos en el trabajo.

Mientras se ocupaba del corazón de los niños, el teniente se ocupaba también de su cabeza; quería que lo que en ella entrara fuese tan claro y visible como la luna llena en el cielo...  Ver bien y escuchar bien: este ­es el primer paso hacia la prudencia, y el cálculo es el hilo conductor que nos preserva del error cuando buscamos la verdad.

Glüphi-Pestalozzi arrastra incluso al pastor en su campaña contra la jerigonza: éste renuncia a predicar y a enseñar el catecismo a los niños. “Veo cada día con mayor claridad que no le conviene al hombre martirizarse el cerebro para hacer entrar en él tantos porqués  y  porques.  Esto equivale a demostrar que, en la obra de la reforma social, el clero sólo debe desempeñar el papel de auxiliar; dejar dormir el dogma y enseñar únicamente moral.  La religión de Pestalozzi era la de Mareili, la hermana de Meyer:

Hay en el mundo bastantes cosas que son del mismo Dios y que nos dicen con suficiente claridad lo que Dios quiere de nosotros. Tengo el sol, la luna, las estrellas, las flores del jardín y los frutos de los campos —y luego, mi propio corazón, y todo lo que me rodea; ¿no me dice todo esto, mejor que lo dirían los hombres, lo que es la palabra de Dios y lo que espera de mí?

Por otra parte, el humanismo de Pestalozzi se expresa ingenua­mente en estas líneas del capítulo XLVIII:

El sol se ponía y cl agua espejeante del río sinuoso brillaba hasta las azules montañas.. . Arner contempló un momento, sin hablar, el río y los valles.  “¡Ah! todos los hombres son feos  —dijo al fin—  ¡hágase lo que se haga por ellos, no igualarán jamás en belleza a este sencillo pai­saje.” . . . “Os equivocáis” respondió el teniente; y en ese momento mismo, apareció un pastorcito bajo la roca sobre la cual estaban, empu­jando a una cabra que iba ante él.  Se detuvo a sus pies mirando la puesta de sol y, apoyándose sobre su cayado, rompió a cantar.  Entonces montañas y valle, río y sol, desaparecieron para ellos.  No vieron nada más que al pastorcillo envuelto en harapos;  y Arner dijo:  “Estaba equivocado, la be­lleza del hombre es la más grande entre todas las bellezas de la tierra.”

En la Parte IV, habla el legislador: el orden establecido en Bon­nal es impuesto por el soberano a todo el país. Pestalozzi confirma la relación entre Glüphi y d mismo, que ya habíamos señalado, con el título del capítulo XLI y estas líneas de la dedicatoria a F. Battier:  “Todo aquello de que hablo, lo he visto.  Y he hecho una gran parte de lo que aconsejo.  He renunciado a los placeres de la vida para consagrarme a mi ensayo de educación del pueblo; y he aprendido a conocer su verdadera situación y los medios de cambiarla...  como tal vez nadie lo ha hecho.”

Durante esos años Pestalozzi sostiene una correspondencia activa con Zinzendorf, ministro de José II, y con Leopoldo de Toscana, el cual sucederá a José II en 1790. Les ofrece sus servicios, pero había estallado la Revolución Francesa. Pestalozzi se dirige enton­ces a Francia, que acababa de concederle el título de ciudadano francés a la vez que a Priestley, Campe, Washington, Klopstock, Kosciuszko, Schiller..  Toma en serio su nueva ciudadanía; anun­cia: “Estoy decidido a escribir para Francia sobre distintas partes de la legislación.”  Dicha obra  (fechada en febrero de 1793) ha sido publicada mas tarde con el título de Si o No. Declaración sobre el sentimiento político de la humanidad europea, por un hombre libre.  Allí es donde se lee:  “O bien Europa caerá en la barbarie por el despotismo, o bien los gabinetes deberán conceder lealmente todo lo que es legítimo en las aspiraciones del hombre a la libertad.”

La segunda obra que analizaré brevemente se titula: Mis investi­gaciones sobre la marcha de la naturaleza en el desarrollo del gé­nero humano (1797, reimpresa en 1821). Bajo la influencia de Fichte, que vivía entonces en Zurich, expone ahí su antropología.  Estudia al hombre como ser animal, como ser social y como per­sona autónoma:

Como producto de la naturaleza, me siento libre de hacer lo que me place y con derecho a hacer lo que me es útil.
Como producto de la sociedad, me siento sujeto y ligado par relaciones y contratos, que me imponen ciertos deberes.
Como producto de mi propio yo, me siento independiente del egoísmo de mi naturaleza animal y de los lazos de mis relaciones sociales, te­niendo a un tiempo el derecho y el deber de hacer lo que me ennoblece y lo que es beneficioso a mis semejantes.
Tengo, pues, en mí  —continúa—  una verdad animal, es decir, la fa­cultad de considerar todas las cosas de este mundo desde el punto de vista de un animal, que no existe más que para él solo.
Tengo una verdad social, es decir la facultad de considerar todas las cosas de este mundo desde el punto de vista de una criatura ligada a sus semejantes por un contrato social.
Tengo una verdad moral, es decir la facultad de considerar todas las cosas de este mundo independientemente de mis necesidades animales y de mis relaciones sociales, desde el solo punto de vista de lo que puede contribuir a mi ennoblecimiento interior.

Y concluye:  “Me perfecciono a mí mismo cuando hago de lo que debo la ley de lo que quiero.  Del profundo desánimo que manifiesta la última página de sus Investigaciones, Pestalozzi pasa a un entusiasmo delirante (“Borro  la vergüenza de mi vida, la virtud de mi juventud se renueva”)  cuando en 1798 el Directorio lo envía a Stans, donde la guerra había dejado innumerables huérfanos.  Tras la locura de Neuhof, la locura de Stans. Los niños de los cuales iba a ser el padre eran “escuálidos como esqueletos, pálidos, de mirada ansiosa, la frente arrugada por la desconfianza y las preocupaciones; algunos descarados, habituados ya a la mendicidad y a la hipocresía, abrumados por la desgracia, desconfiados, temerosos y desprovistos de todo sentimiento afectuo­so”. No habían transcurrido cinco semanas y el comisiario Truttmann podía escribir al ministro Rengger:

El orfelinato marcha bien. El padre Pestalozzi —así se hacía llamar— trabaja noche y día con un ardor increíble. Hay 62 niños que comen y trabajan en la casa...  Es maravilloso ver lo que hace este hombre excelente, y los progresos realizados en tan poco tiempo por sus alumnos, todos ávidos de aprender.

¿Cómo se las arregló Pestalozzi para resucitar en esos miserables desechos de humanidad unos sentimientos y un comportamiento humanos? Nos entrega su secreto en su Carta a un amigo sobre su actividad en Stans (Stanserbrie 1):

Confiando en las fuerzas de la naturaleza humana que Dios ha otor­gado incluso a los niños más pobres y más desvalidos, había aprendido hace mucho por mi propia experiencia, que bajo su tosquedad, su sal­vajismo, su incapacidad aparentes, se ocultaban, prontas a surgir, las facultades y las fuerzas más valiosas...  Era necesario ante todo que mis niños pudieran leer, desde el alba hasta muy entrada la noche, en mi frente y en mis labios, que mi corazón les pertenecía, que su dicha era mi dicha, y sus placeres los míos.

Atribuye el éxito de su “locura” al hecho de que esos niños reci­bían de él, no sólo la enseñanza, sino los cuidados más perseverantes:

Yo estaba solo con ellos de la mañana a la noche. Recibían de mi mano todo lo que su cuerpo o su alma exigían.  Todo auxilio, todo con­suelo, toda instrucción les venía inmediatamente de mí.  Su mano estaba en la mía; mis ojos no se apartaban de los suyos. Mis lágrimas corrían  con las de ellos y sonreíamos juntos. Estaban fuera del mundo; estaban fuera de Stans;  estaban conmigo y yo estaba con ellos.

Pero las circunstancias se vuelven de nuevo contra él: el convento arreglado para recibir a  “sus”  niños es transformado en hospital mili­tar.  ¡Otro derrumbamiento y otro resurgimiento!  Pestalozzi solicita que se le permita ensayar su método elemental en una escuela pú­blica. El gobierno le concede una clase en Berthoud.

“Allí  —cuenta en  Cómo Gertrudis instruye a sus niños—  me puse a machacar el  ‘a b c’,  de la mañana a la noche y a reanudar, sin plan alguno, la marcha empírica que debí interrumpir en Stans. Acumu­laba sin cansarme combinaciones silábicas...;  procuraba simplificar lo más posible los elementos del deletreo y del cálculo, presentándolos en formas adecuadas a las leyes de la psicología.”  Es este método el que expone en 1801, en la obra cuyo título acabamos de citar, lue­go que las autoridades escolares hubieron comprobado su éxito en estos términos:

A esa edad de cinco a ocho años, en que los niños, sometidos a la tortura del antiguo método, aprendían a conocer las letras, a deletrear y leer, vuestros alumnos no sólo han efectuado dicha tarea con un grado de perfección desconocido hasta ahora, sino que los más hábiles de entre ellos, se distinguen ya como calígrafos, dibujantes y calculadores. Habéis sabido despertar y cultivar en todos la afición a la historia, la historia natural, la medición, la geografía, etc., de tal suerte que sus futuros profesores, si saben aprovechar con inteligencia esa preparación, encon­trarán muy facilitada su tarea..

Puede decirse que en ese momento el espíritu de Pestalozzi ya ha concebido las ideas que iban a revolucionar la educación.  Consagrará a aplicarlas toda la última parte de su vida. Es, pues, oportuno resu­mirla ahora.  Es difícil presentar la posición pedagógica de Pestaloz­zi magistri verbis:  es prolijo (como Péguy) y oscuro: pero unos ex­traordinarios relámpagos despejan esas tinieblas.  Transcribo algunas líneas del Canto del cisne, su último escrito, donde sus ideas se presentan decantadas y maduras:

La idea de educación elemental  (que es también educación de la hu­manidad)  no es otra cosa que el designio de conformarse con la na­turaleza para desarrollar y cultivar las disposiciones y las facultades de la raza humana...  Se deduce naturalmente que la idea de la educación elemental debe ser considerada como la idea del desarrollo y el cultivo de las facultades y de las disposiciones del corazón, del espíritu y del poder del hombre, de acuerdo con la naturaleza...  Todos los medios a los que recurrimos para desarrollar, conforme a la naturaleza, las facultades y las disposiciones de nuestra especie, suponen, si no un reconocimiento claro, al menos un sentimiento interior vivo, del orden que sigue la naturaleza misma en el desarrollo y el cultivo de nuestras facultades.
...Solo  aquello que capta el hombre en la integridad de su naturaleza, es decir su corazón, su espíritu y su mano a la vez, sólo aquello tiene un valor, sólo aquello se presta a cultivarlo efectivamente, ver­daderamente y conforme a la naturaleza...  La educación verdadera, la educación según la naturaleza, conduce por su esencia a aspirar a la per­fección, a tender a la realización de las facultades humanas. Todo acento exclusivo puesto en la educación de nuestras facultades nos con­duce a engañarnos a nosotros mismos por pretensiones sin fundamen­to...  Esto es cierto del amor y de la fe tanto como de las facultades mentales, técnicas y profesionales de nuestra raza...  Cada una de estas facultades se desarrolla según leyes eternas, inmutables; y su floreci­miento sólo es conforme a la naturaleza en la medida en que armoniza con esas leyes eternas de nuestra naturaleza misma.
...  El hombre no desarrolla el germen de su vida moral, el amor y la fe, más que por el acto mismo de amar y de creer según la natu­raleza.  Igualmente el hombre sólo desarrolla el germen de su facultad mental, de su pensamiento, por el acto mismo de pensar según la naturaleza.  Y de la misma manera, desarrolla el germen de sus facul­tades técnicas, y profesionales, sus sentidos, sus órganos, sus miembros, solamente por el hecho de usarlos según la naturaleza.

Después de indicar mediante algunos ejemplos cómo la vida física, mental y afectiva del niño se atrofia, cuando no encuentra en el me­dio los stiniuli indispensables, Pestalozzi concluye:

Concretamente, la idea de la educación elemental no es otra cosa que el resultado de los esfuerzos de la humanidad para suministrar en el curso seguido por la naturaleza en el desarrollo y la cultura de nuestras disposiciones y de nuestras facultades, el apoyo que un amor ilustrado, una razón cultivada y un arte refinado, pueden dar a nuestra raza.

Así, un siglo antes del nacimiento de la psicología infantil, Pes­talozzi había encontrado, intuitivamente, las posiciones característi­cas de la nueva educación. Leyéndolo se piensa en Mme Montes­son y en Cousinet, reduciendo la educación a una higiene. Se encontrarán en la misma obra observaciones igualmente penetrantes sobre los medios de dar esta educación;  por ejemplo ésta:

Sea cual fuere la causa, cuando la caricia de la mano de una madre y la sonrisa de sus ojos le faltan a un niño, la sonrisa y la gracia que le son naturales en tiempo de calma, no florecerán tampoco en su mirada y en su boca...  Pero el hecho de agobiar al niño con goces sensibles cuya necesidad no experimenta, pone también en peligro el bienestar y la tranquilidad sagrada donde florecen, conforme a la naturaleza, los gérmenes del amor y de la confianza;  y esto engendra, asimismo, los males de una inquietud física con sus consecuencias de violencia y desconfianza...  Una madre ilustrada y sensata vive para su hijo, al ser­vicio del amor que le tiene, pero no al servicio de sus caprichos ni de su egoísmo, avivado y excitado por lo que hay en él de animal.

Ya sabemos que esto mismo se encuentra en Rousseau, pero no con igual intimidad. Por otra parte, puede decirse que la psicología moderna ha confirmado experimentalmente la aserción cardinal de Pestalozzi:  el papel de la madre, y en grado secundario, del padre, en el desarrollo del niño, así como la virtud educativa de las familias numerosas.  Se sabe hoy día hasta qué punto depende el destino afectivo y social de un ser humano  —sin hablar de la fase intraute­rina de su existencia—  de las relaciones inextricablemente físicas y psíquicas que se establecen entre su madre y él; y cómo su acti­tud respecto a sus semejantes está condicionada por sus relaciones con su padre y los otros miembros del medio familiar.  En la pers­pectiva de los más recientes trabajos de los psicólogos y de los psico­analistas, estas líneas de Pestalozzi  —y podrían citarse centenares de ellas, extraídas en particular de las 34 cartas (1818-19)  a James Pier­point Greaves—  ¿no son acaso de una actualidad sorprendente?

El niño en el regazo de su madre —observaba ya en 1782— es más desvalido y más débil que cualquier criatura de la tierra, pero es allí donde recibe las primeras impresiones morales del amor y el agrade­cimiento. La moralidad del hombre no es más que el resultado del des­arrollo de los primeros sentimientos de amor y de agradecimiento expe­rimentados por el niño de pecho.

Unos veinte años más tarde, desarrolla esta posición fundamental en Cómo Gertrudis instruye a sus finos:

Me pregunto cómo llego a sentir amor, confianza, agradecimiento y obediencia hacia los hombres; cómo llegan a mi naturaleza esos senti­mientos sobre los que descansan esencialmente el amor, la gratitud y la confianza hacia los hombres, y los actos mediante los cuales se forma la obediencia humana. Y descubro que tiene, ante todo, como punto de partida, las relaciones que existen entre el infante y su madre...  El niño esta cuidado, está contento.  El germen del amor ha florecido en él.
Pero he aquí ante sus ojos un objeto que no ha visto nunca.  Se asom­bra, tiene miedo, llora. Su madre lo estrecha más fuerte sobre su seno, juega con él, lo distrae.  Su congoja se detiene... El objeto reaparece....  La madre vuelve a tomar al hijo en sus brazos protectores y le sonríe de nuevo.  Ahora ya no llora, contesta a la sonrisa de su madre con una mirada alegre, sin nubes.  El germen de la confianza ha cundido en él.
Respondiendo a cada una de sus necesidades, la madre corre solícita a la cuna.  Está allí cuando el niño tiene hambre o sed.   Cuando él escucha sus pasos calla.  Cuando la ve, le tiende la mano...  Su madre y bar­tarse de lo que desea constituyen para él el mismo y único pensamiento; se lo agradece.
No tardan en desarrollarse los gérmenes del amor, de la confianza y de la gratitud.  El niño conoce el paso de su madre, sonríe a su sombra, si alguien se parece a ella, lo ama: una persona parecida a su madre es una persona buena.  Sonríe a la figura de su madre, sonríe a la figura humana;  ama a quienes su madre ama;  si su madre abraza a alguien, él lo abraza también...  El germen de la humanidad, el germen del amor fraternal se extiende en él.
...El desarrollo del género humano tiene su punto de partida en un violento deseo de satisfacer las necesidades de los sentidos. El seno ma­ternal apacigua la primera tempestad del deseo sensual y engendra el amor...  Es ahora la madre quien se muestra inflexible frente a sus deseos desordenados; el niño se agita y grita; ella continúa inflexible:  el niño deja de chillar, se acostumbra a someter su voluntad a la de su madre;  los primeros gérmenes de la paciencia, los primeros gérmenes de la obediencia se abren.
Obediencia y amor, reconocimiento y confianza, juntos, hacen que cunda el primer germen de la conciencia, ci primer fulgor del sentimiento que no debe oponerse a una madre amante, el primer fulgor del sentimiento de que su madre no está en el mundo sólo para él;  el primer fulgor del Sentimiento de que no es para él todo lo que hay en este mundo; y con este sentimiento germina este segundo sentimiento:  que él mismo tampoco está en el mundo sólo para él:  la primera vislumbre del deber y del derecho está a punto de mostrarse...  Los sentimientos de amor, gratitud y confianza, que se abrieron en el seno maternal, ahora se alargan y abarcan a Dios como padre, a Dios como madre...  El niño, que ya cree en la mirada de Dios como en la mirada de su madre, practica ahora el bien por el amor de Dios, como lo practicó hasta aquí por su madre.

Los mismos análisis aparecen en El canto del cisne:

El niño cree en la palabra del amor divino, cuyo espíritu reconoce en los actos y ademanes de su madre. Así es como un hijo de los hombres se eleva, conducido por la mano de su madre, de acuerdo con la natu­raleza, desde la fe instintiva y el amor instintivo al amor humano y a la fe humana, y pasa de éstos a la pura inteligencia de la verdadera fe cristiana y del verdadero amor cristiano.

No es cosa de volver a contar aquí la historia de los institutos  “pestalozzianos”,  ni incluso la del Instituto de Yverdon. Contentémonos con recordar que, a una época en que la gran mayoría de los pasantes era de origen alemán, sucedió un período francés, casi con­temporáneo de los años en que el inglés Greaves se iniciaba, en  Yverdon, en el método de Pestalozzi y atraía allí una “invasión” inglesa  (1817-1822).  Y caractericemos primeramente el espíritu de estas dos casas.  El Instituto de Berthoud y luego, más completamente, el de Yver­don, constituyen, en efecto, uno de los primeros ensayos coherentes de esa educación integral (información de la persona entera por la vida y para la vida)  que aparece reclamada en varios proyectos que vieron la luz durante la Legislativa y la Convención, tras ser esbo­zada por Victorino de Peltre en su Casa gioiosa.  Esta última apro­ximación se impuso al autor de la descripción más amplia y perspicaz que poseemos del Instituto de Yverdon, Marc Antoine Jullien:

Diríase que el Instituto fundado en Suiza por Pestalozzi no es sino urja fiel imitación de la Casa alegre que existía en Mantua...  Un hermoso lago, cuyas orillas están plantadas de largas avenidas de chopos, ofrece a la vez baños cómodos y seguros para los niños y lugares a propósito para educarlos en el ejercicio de la natación. Un aire puro y parajes variados, que se multiplican en las campiñas circundantes, se añaden a las ventajas y a los atractivos de esta deliciosa residencia.

Pero la semejanza no se reduce a esto. El Instituto de Yverdon, como la Casa alegre, y como más tarde Abbotsholm o Les Roches, respondía a nuestra concepción de una escuela nueva.  Por la aten­ción a la higiene y al desarrollo corporal, se tendía a una concepción instrumental”  de la instrucción, y a una educación moral fun­dada en la disciplina del trabajo y la vida en común.  Así podría decirse que este Instituto, que tuvo hasta doscientos cincuenta alum­nos, y abarcaba, además del internado de muchachos y el internado de señoritas, una escuela normal, en la que los pasantes eran casi tantos como los maestros, constituía lo que llamamos hoy una es­cuela experimental:  ensayábanse en ella procedimientos pedagógicos nuevos con el designio de perfeccionar continuamente el método.

Se concedía gran importancia a la higiene; la vida era ruda, pero sana: por la mañana, ducha y cultura física; en los recreos juegos violentos, en los que tomaban parte los profesores. Louis Vulliemin evoca, en sus Recuerdos, esos partidos de barra que, empezando en el patio del castillo, acababan con frecuencia en el césped que rodeaba el paseo de detrás del lago. La gimnasia era objeto de una enseñanza metódica: se ejercitaban sucesivamente todos los miembros y todos los movimientos; se vigilaba también el modo de vestir de los alum­nos en la clase.  Los trabajos manuales ocupaban gran parte de la jornada del escolar de Yverdon; dibujaba, recorría ci campo para reunir colecciones; algunos cultivaban jardincillos personales, fabri­caban instrumentos o mueblecitos para su uso.  Las muchachas se hacían ellas mismas los trajes y los tocados, cajas de paja, etc., o se dedicaban a la cocina o a la economía doméstica. Tenemos, en los recuerdos de los antiguos alumnos, particularmente en los de Roger de Guimps, encantadores relatos de excursiones de todo un día. Durante el verano, grupos menos nutridos, hacían, en la Suiza antigua, viajes a la Toepffer. Corno advierte Jullien  “su fuerza física se convertía, por el sentimiento íntimo de los recursos que poseían en sí mismos, en el principio de la intrepidez moral y del verdadero valor.”   Decíamos instrucción instrumental:

En Yverdon  —anota Jullien—,  la instrucción está tratada con el grado de importancia que merece, pero se prefiere ante todo afirmar la base, formar el juicio, disponer y fortificar el instrumento con el que uno se instruye.
...   Varios alumnos del Instituto, que han permanecido en él muy pocos años, salen de allí con una escasa provisión de conocimientos adquiridos, pero con un desarrollo verdadero de sus facultades naturales...  El Instituto se ocupa en formar hombres independientemente de los des­tinos que puedan tener en el mundo.

Todo cuanto se hacía en Yverdon para la educación física e inte­lectual de los alumnos concurría directamente a su educación moral, que era así, no uno de los artículos del programa, sino el efecto normal del género de vida, de la disciplina de trabajo y de la atmós­fera espiritual en que se bañaban.  “Se busca la disciplina por todas partes, en el Método y en el Instituto  —subraya juiciosamente Jul­lien—;  no se la ve en ningún lado... Está fundada en toda la exis­tencia, en todas las acciones del niño, en sus estudios, sus relaciones y sus recreos.

En los antípodas de Napoleón, que no conocía más que dos palan­cas para hacer obrar al hombre: la ambición y el temor,  Pestalozzi fundaba toda la educación en ci respeto y el amor. Respeto de sí mismo en el alumno y respeto del alumno hacia el maestro; amor del alumno por sus maestros, como correspondencia al amor del maestro hacia sus alumnos.  De las dos formas de emulación, sólo se conocía la que consiste en medirse con uno mismo, y no la que consiste en rivalizar con otro.  Esto parece haber asombrado parti­cularísimamente a Mme de Stad, que consagró al Instituto de Yver­don la mayor parte del cap. XIX de la primera parte de su obra De  Alemania:

Es un espectáculo atrayente y singular ver cómo estos rostros infantiles, de rasgos redondeados, vagos y finos toman naturalmente una expresión reflexiva:  son atentos por sí mismos, y consideran sus estudios como un hombre de edad madura se ocuparía de sus propios asuntos...  No ven rivales en sus camaradas, ni jueces en sus maestros.

La consecuencia de esta educación “liberal” era lo que debía ser; y podemos recordar, teniendo en cuenta posibles prejuicios, la opi­nión de Jullien:  “No he visto nunca ni temor, ni superchería, ni respetos fingidos, ni desconfianza, ni deseos de ocultarse:  sino siem­pre el abandono propio de la amistad, la más dulce unión, la con­fianza más completa, una actitud noble, franca y natural y unos corazones abiertos.”  Citemos aún algunas líneas en el mismo sen­tido, tomadas de un discurso de Pestalozzi a sus alumnos, el primero de año de 1809:

No experimentamos ninguna animadversión contra vuestras disposicio­nes o inclinaciones, ni empleamos la más mínima violencia; no inhibi­mos, sólo querernos desarrollar...  ¡Lejos de nosotros la idea de convertiros en hombres que se nos parezcan, tales como la mayoría de nues­tros contemporáneos!  Es preciso que gracias a nuestros cuidados lleguéis a ser los hombres que  “vuestra naturaleza”  quiere que seáis;  los hombres que exige lo que hay de divino y sagrado en vuestra naturaleza...  Mi actuación tiende a elevar la naturaleza humana hasta lo más alto y lo más noble: a elevarla por el amor;  y sólo en esta fuerza sagrada que es el amor, reconozco el instrumento que libera todo lo divino y eterno que alienta en el hombre.

“Como en sí mismo, en fin, la eternidad lo cambia”,  tal es el Pestalozzi que nos presentan el relato de M. A. Jullien y los recuer­dos de sus alumnos.  Pueden olvidarse las discusiones, los procesos, las disensiones que turbaron pronto la armonía del Instituto de Yver­don. Queda el testimonio del futuro geógrafo Karl Ritter: “Esta sociedad de hombres fuertes, en lucha con el presente, para abrir camino a un futuro mejor, y que hallan toda su alegría y su única recompensa en la esperanza de elevar al niño a la auténtica digni­dad del hombre...”

Podemos deducir por estas líneas de Pestalozzi a Laharpe, inge­nua comprobación del milagro de ese destino, una larga serie de errores y fracasos que constituyen en fin de cuentas, una de las obras más válidas y perdurables:  “Creíamos sembrar una semilla para nutrir a los desdichados en nuestro medio más próximo, y hemos plantado un árbol cuyas ramas se extienden sobre el mundo entero.” Y admitir la explicación que el mismo proponía:  “El amor lo ha hecho todo”; ese amor que, según Fichte, era en el la vida misma de su vida.

Louis meylan

BIBLIOGRAFIA


1.           Pestalozzis sämtliche Werke, ed. L. W. Seyffarth. Liegnitz, 1899-1902. 16 vols.
2.           Pestalozzis  sämtliche  Werke, ed. Arthur Buchenau, Eduard Spranger y Hans
3.           Stettbacher. Berlín y Leipzig, desde 1927. Edición crítica, incompleta.  Previstos:  24 vols.
4.           Heinrich Pestalozzis lebendiges Werk, selección y ed. Adolf  Haller. Birkhau­ser, Basilea, 1946. 4 vols.
5.           Leonardo y Gertrudis, Mis investigaciones... y El Canto del cisne, en trad. francesa. La Baconniere, Neuchatel.
6.           Pestalozzi bibliographie, de August Israel, Berlín, 1904; continuada por Wil­libald Klinke, Berlín, 1923. Para lo que sigue dirigirse al Pestalozzianum, Zurjch: director Prof. Hans Stettbacher.
7.           Iconografía:  Pestalozzi et son temps. Payot, Lausana, 1928.
8.           Estudios: Esprit de la méthode de Pestalozzi, por M. A. Jullien. Milán, 1812; 2ª  ed., París, 1842. 2 vols.
9.           Histoire de Pestalozzi, por Roger de Guimps. París, 1874.
10.        Pcstalozzi, por J. Guillaurne. París, 1890.
11.        Pestalozzi et l’éducatíon  populaire, por Pinloche. París, 1902.
12.        Pestalozzi, por Albert Malche. Lausana, 1946.

IX.  WILHELM VON HUMBOLDT

(1767-1835)

Wilhelm von Humboldt, político, filósofo y lingüista, hermano me­nor del naturalista Alexander von Humboldt, y como él, unido por una duradera amistad con Goethe, fue el más influyente organizador de la enseñanza en Alemania durante el siglo XIX.  Basándose en la filosofía poskantiana y el pensamiento histórico, renovó el ideal hu­manístico del Renacimiento y llegó a hacer de él el principio mismo de la organización de la enseñanza pública.  El florecimiento cientí­fico del siglo XIX alemán se debió en gran parte a su influencia.  Pero  ¿rebasa su importancia el marco nacional?  ¿Dio al principio hu­manístico en pedagogía un valor capaz de convertirlo en el objeto de una discusión europea, y, más generalmente, humana?  En todo caso, consiguió este aspecto general para el ideal de Roussean, y formuló su principio de un modo tan intransigente, que descom­pensó los espíritus hasta nuestros días. Intentó una de las grandes posibilidades de la cultura moderna, la sometió a un análisis teórico profundo y la convirtió en la base de la educación pública. Están tan íntimamente enlazados la vida, el pensamiento y la obra de Humboldt —cosa que concuerda con el principio humanís­tico—, que se lo comprenderá mejor si se examinan estos tres as­pectos.

Su Vida y su Obra


Los hermanos Humboldt pertenecen a la nobleza pomerania. Wil­helm nació, el 22 de junio de 1767, en Potsdam; su padre era co­mandante y camarero de la corte. Sus maestros fueron preceptores, y algunos de ellos, figuras sobresalientes de la Aulklürung berlinesa.  En la Universidad de Gotinga (desde 1788), el joven estudiante de derecho fue afectado por la. corrientes intelectuales de la nueva época: estudió la  Crítica de la razón pura, se hizo iniciar por Chris­tian G. Heyne en la ciencia de la antigüedad y trabó relación con Georg Forster y con Friedrich Heinrich Jacobi. Tras una permanen­cia muy breve, abandonó el servicio del Estado “para consagr.arse por entero a su formación intelectual”; tomaba en serio la idea de Rousseau, que exigía que ante todo se formase  “el hombre”,  antes de convertirse en ciudadano y de consagrarse a una actividad precisa. Casado con Carolina von Dacheróden, de la nobleza de Turingia, se instaló en Jena.  En aquella época la pequeña ciudad universitaria se convirtió en un centro filosófico y literario, el lugar donde Rein­hold, Fichte y Schiller, y poco después Schelling, Hegel y Fries des­arrollaron la filosofía kantiana;  donde Goethe, que venía con fre­cuencia de Weimar, trabó amistad con Schiller y donde comenzaba a constituirse entre la juventud  “la escuela romántica”.  Humboldt había estado ya en París el mismo año de la Revolución; volvió allá, en 1797, siempre por amor a la cultura universal.  De allí hizo un viaje por el país vasco y por España. Comenzó con el vasco sus estudios de lingüística comparada, guiado por la idea filosófica de que es en la contextura de la lengua y la literatura donde el espíritu nacional halla su expresión más pura, y de que la práctica de las len­guas extranjeras concebidas así abre el camino a un comercio inte­lectual formador. Humboldt continuó sus estudios lingüísticos hasta una edad muy avanzada, y los extendió al mexicano,[2]  al sánscrito y a las lenguas indonesias. Su obra principal, publicada después de su muerte, ha hecho de él el fundador de la lingüística comparada, que se funda en la historia de las ideas.

Este paso hacia la ciencia revelaba ya una resolución, a la Rous­seau, de consagrarse después a una actividad “cívica”, y Humboldt volvió efectivamente al servicio del Estado en 1802. Fue embajador de Prusia en Roma y permaneció allí en su cargo hasta el hundi­miento del Estado de Federico en la batalla de Jena.  Sus años romanos los llenó con el estudio de la Antigüedad, a la que Winckelmann y Goethe se habían dedicado antes que él en aquellos mismos lugares. Humboldt emprendió este camino partiendo de la lengua y la literatura griegas;  por entonces aún lo que le interesaba sobre todo era la individualidad histórica de la nación.  El helenismo se le antojaba el antiguo estado de una humanidad que ya no era accesible, pero que continuaba siendo un estímulo y un modelo por su misma  “forma”.  ¡Un modelo por su forma, y no por su contenido!  La imitación directa de la Antigüedad no es ni posible ni deseable; lo que importa copiar es el modo en que ciertas condiciones naturales e históricas sirvieron de punto de par­tida a una humanidad ejemplar. Las naciones modernas no deben remedar a los griegos, sino elevarse a la “verdadera humanidad” conservando su originalidad propia, como hicieron los griegos en las condiciones en que se hallaban.  Ciertamente, su “naturalidad” ya no volverá a darse;  las naciones modernas sólo pueden ser “sen­timentales”,[3]  pero pueden formarse en la escuela de las naciones “naturales”, especialmente si saben representarse el espíritu de estas últimas gracias a su lengua, su modo de pensar, su genio propio, su literatura y su arte.

La derrota de Prusia llamó a Humboldt a su patria, donde, desde 1807, había comenzado, en Kónigsberg, la reorganización del Estado, en la que colaboraba toda la Alemania intelectual bajo la dirección del barón de Stein (Freiherr von Stein).  Éste llamó a Humboldt a su ministerio;  Humboldt fue durante dieciséis meses el jefe de la “Sección de cultos y enseñanza”. Reunió entorilo suyo una falange de colaboradores eminentes, que habían sufrido la influencia de Fichte, Jacobi y Pestalozzi, y que continuaron su obra cuando él dejó el ministerio, en 1810.  Hasta 1819 Humboldt permaneció al servicio del Estado, siendo embajador en Viena, ante el tratado de París, el tratado de Viena, el Parlamento de Francfort, en Londres  —siempre al servicio de las ideas liberales, que compartía COn Stein y el filó­sofo Schleiermacher. Cuando la reacción debida a Metternich se estableció igualmente en Prusia, y, tras las Decisiones de Carlsbad, comenzó a perseguirse la libertad de pensamiento, Humboldt  aban­donó su puesto. Se retiró a sus propiedades de Tegel, cerca de Berlín, donde su castillo, adornado con antiguas estatuas, había sido cons­truido por Schinkel.[4]  Allí vivió hasta su muerte, que sobrevino el 8 de abril de 1835, consagrado a sus queridos estudios y sobre todo a sus investigaciones lingüísticas.

La obra literaria de Humboldt se inicia con sus ideas sobre un ensayo para determinar los límites de la acción del Estado, 1792  (ideen zu einem Versuch, die Grenzen der Wirksamkeit des Staats za bestimmn), continúa con unos estudios estéticos (sobre Her­mann und Dorothea de Goethe, sobre Schiller y su evolución Intelectual);  después vienen trabajos sobre la historia intelectual (Latium und Hellas, Über das Studium der Gricchen);  acerca de una doctrina del hombre, y la naturaleza del conocimiento histórico  (Über die Aufgabe des Geschichtsschreibers:  De la misión del historiador), sobre la diferencia entre los sexos (Über die männliche und weibli­che Form)  y, en fin sobre la filosofía de las lenguas  (introducción a su obra sobre el kawi,[5]  Über die Verschiedenheit des menschlichen Sprachbaus:  De la diversidad en la estructura de las lenguas hu­manas).  Su pensamiento fundamental se halla expuesto en muchos lugares de su Diario y en su importante correspondencia  (con Friedrich August Wolf, fundador de la nueva ciencia de la antigüe­dad, Friedrich Heinrich Jacobi, filósofo de la religión, con Schiller, con Goethe y con su mujer).  En lo que concierne a cuestiones puramente pedagógicas, Humboldt sólo definió su posición en las memorias ministeriales de 1809-10.  No existe una obra pedagógica suya, en el sentido estricto de la palabra, lo mismo que no ejerció nunca la función docente. Y, sin embargo, toda su obra literaria ostenta el signo de la pedagogía: está completamente dominada por el problema de la formación del hombre. En la vida de Humboldt el centro de sus preocupaciones es también la formación de su pro­pia personalidad, actitud que, desde los Padres de la Iglesia, equi­valía al problema del ascetismo. A este respecto Eduard Spranger  —a quien debemos la interpretación más profunda de la obra com­pleta de Humboldt—  acierta al ver en el terreno pedagógico la clave de todos los trabajos del pensador, del estadista y del sabio, ya que el problema pedagógico está siempre estrechamente emparentado con el problema antropológico.  ¿Qué es el hombre?  ¿Cómo se forma?  ¿Cómo ayudar a su formación?  Estas tres preguntas están unidas en Humboldt por una sola y misma actitud de pensamiento.

Su  Pensamiento


Toda la energía intelectual de la Aufklürung decadente se encauzaba en la misma dirección.  Como las orientaciones teológicas habían sido, o bien ligeramente esfumadas o bien completamente abando­nadas, los pensadores de todas las naciones europeas trabajaban sobre una sola y misma idea, a la que dio Rousseau su expresión más brillante.  Todos los pensadores alemanes de esta época llevan su impronta; sin embargo, hallaron nuevos caminos para abordar el problema fundamental del hombre:  primero en la filosofía de Kant, después en la crítica literaria que va de Lessing a Herder y de Schil­lcr a Schlegel,  y, por fin, en la ciencia de la antigüedad de los Winckelmann, los Heyne y los Fr. A. Wolf.  En los ambientes más fecundos de la época, aumentaba la tendencia de considerar a Goethe como el ejemplo concreto de un tipo humano que todo el mundo, de manera general, pero más especialmente Schiller, Schelling, Hum­bo]dt y los poetas románticos, procuraban realizar.

El hombre es por  “naturaleza”  un  “ser razonable”  y hay que com­prenderlo desde ese punto de vista:  tal era la opinión común entre los hombres de la Aufkärung y en Rousseau. Kant, Fichte y Schel. ling apoyaron dicha tesis sobre bases metafísicas.  Según Kant la razón no es ya únicamente una facultad de percepción que recibe los estímulos del mundo exterior por medio de los sentidos y los ela­bora para uso de ese ser viviente que es el hombre.  Este concepto pragmático de la vida se considera ahora con cierto desdén, como un concepto vil y envilecedor, como un error bárbaro.  Para Kant la razón es una potencia creadora que se manifiesta en el hombre gracias a su organización física y moral.  No es cognoscible en sí, pero es la condición de todo conocimiento, de toda experiencia, y de toda acción; es una facultad a priori  —condición indispensable para que sean posibles conocimientos y acción.  El verdadero conocimiento es el conocimiento crítico, que toma conciencia de dicha posibilidad.  Las acciones verdaderas son las acciones morales, cuyos móviles son el respeto de la ley moral.  Schiller y los románticos añaden que la acción moral se realiza plenamente cuando se encuentra por sí mis­ma en armonía con las necesidades y los instintos y se vuelve “bella”.  Porque cuando el ser sensible está impregnado de razón y de libertad, entonces es cuando se realiza lo “bello”.  La razón comprendida de este modo, se convierte en  “Espíritu”  (pneuma, spiritus),  espíritu que crea el mundo y lo trasciende y del cual participa el espíritu in­dividual del hombre gracias a su actividad interna.  El saber del hombre, su alma capaz de emitir un juicio estético, su acción moral, son los cauces de esta participación en el Espíritu.  Por ahí el hom­bre se  “humaniza”,  su ser ante todo  “natural”  se  “espiritualiza”.

A estos principios idealistas fundamentales se añade una idea ro­mántico-histórica, basada en el estudio de la individualidad.  El hom­bre es un todo; está en relación con todas las partes del cosmos;  y esto es lo que constituye su carácter universal; se presenta como un microcosmos.  En sí mismo, el individuo se realiza por sus defectos: la condición perfectamente natural del hombre revela un sobrante o una deficiencia en determinado sentido, un despojo en relación con el tipo humano general. Ahora bien, la fuerza plástica del espí­ritu se manifiesta en que el hombre es siempre capaz, partiendo de sus condiciones y sus límites individuales, de elevarse por su esfuer­zo hasta el desarrollo completo de ese carácter humano general. La barrera individual en modo alguno impide la realización de la humanidad posible.

Toda humanización del hombre está necesariamente ligada a con­diciones particulares y limitativas, no sólo las que conciernen a su ser físico, sus facultades intelectuales, la orientación de su espíritu, la disposición de su alma, sino también su medio histórico, su am­biente social, su nacionalidad. Pero, como dirá más tarde Jacob Burckhardt,  “el espíritu”  ha sido, desde siempre, “completo”;  lo es en todos los pueblos, en todos los lugares, en todos los tiempos.  Y para el historiador resulta apasionante describir dicha relación del  “Espíritu” con las condiciones históricas.  Expondrá cómo la “idea”  de la humanidad verdadera, total, se desprende de la diversidad de las situaciones y hasta qué grado de lo humano ha llegado la historia.  Esta es su misión.  En cuanto a la actuación formativa del histo­riador, consiste precisamente en mostrar la lucha  de la  “idea”  contra la “realidad”.  Comprobar de qué modo sucedieron las cosas o dedu­cir de ellas una conclusión pragmática  (¿qué debe hacerse con lo que se ha hecho “histórico”?   ¿Qué enseñanza práctica ha de sacarse de ello?)  no traduce en modo alguno el valor de la historia.  Dicho valor reside en efecto en la  “forma”  de la historia, en la lucha del hombre por la humanidad en medio de las condiciones y las situa­ciones reales más diversas.

Y ahora pueden relacionarse esas dos tesis fundamentales: la cul­tura (formatio hominis) es una transformación progresiva del hom­bre, de ese ser viviente tal como se da con sus sentidos y su historia, en un ser espiritual que participa del  “Espíritu”  creador del mundo proyectando en un individuo la copia integral de este último.

Pero entre el individuo y el  “Espíritu”  existen mundos intermedios que revelan una individualidad colectiva, las naciones, sobre las cuales el Espíritu se ha proyectado también.  Sin duda sólo los indi­viduos pueden ser intelectualmente activos, pero están unidos entre ellos por un lazo espiritual que emana de esa individualidad colec­tiva, y el fenómeno misterioso que consigue esta unión, es la lengua.
El misterio reside en que la lengua es la expresión general del Espíritu, y que, sin embargo, gracias a ella, puede moverse entre las formas más individuales de la comunicación concreta.  La palabra contiene ya la frase, la frase supone un sistema gramatical y en este ultimo se encarna a su vez todo un sistema de pensamiento con sus categorías.  Dichas formas gramaticales, dichas categorías, permiten al espíritu humano acopiar todo lo que le es posible en cuestión de datos materiales.  Por otra parte, la lengua no vive más que por la comprensión concreta entre individuos determinados, en ciertas condiciones históricas susceptibles de transformación; por lo tanto tiene, ella misma, un carácter histórico.  Toda lengua es traducible a otra  —y, sin embargo hay en ella un no sé qué intraducible.  La estructura de la lengua es, pues, un a priori y, no obstante, tiene su historia, tiene en todos lados peculiaridades nacionales.  Es, por con­siguiente,  ¡un  a  priori concreto!  El espíritu de cada nación y de cada época se encarna en la lengua; por otra parte, ésta trasmite un con­junto determinado de categorías y de símbolos anterior a los indivi­duos que se desarrollan en el marco de un espíritu nacional.  El indi­viduo se hace hombre por medio del espíritu de la lengua y del genio de la nación (Volksgeist).

De aquí brota otro principio fundamental de esta formación del hombre;  las barreras individuales desaparecen cuando los individuos examinan su concepción de la vida. Como todo individuo, cuando se forma en lo humano, intenta participar en todas las riquezas del Espíritu, la contemplación de un individuo extranjero equivale para él a una ampliación de las barreras que su propia individualidad impone a la verdadera concepción de la vida.  Las relaciones intelec­tuales entre los hombres les permiten ayudarse mutuamente a espiritualizar los datos concretos.

Esto es cierto asimismo en las relaciones entre individuos y entre naciones; y es cierto además en lo que se refiere a las relaciones del hombre de hoy con las producciones intelectuales de las épocas y de las naciones anteriores, cuya individualidad espiritual se conserva en la lengua, la literatura y el arte. Estas relaciones fecundas entre el individuo y las individualidades espirituales extranjeras constitu­yen lo que Humboldt llama la tendencia universal en la cultura.

Schleiermacher comparte esta concepción con Humboldt, Fichte y Schelling. Ha descrito esa sociabilidad intelectual como un medio de formar al verdadero hombre.  Ha reconocido con Tieck y los her­manos Schlegel que la traducción de las obras extranjeras es, en ese sentido, una de las grandes tareas humanas.  Los cuatro han dado expresión a una teoría de la verdadera traducción y han presentado algunos grandes modelos traduciendo a Platón y a Shakespeare.  Desde ese mismo punto de vista estudiaron la interpretación de las grandes obras maestras literarias y artísticas  (teoría hermenéutica general).  Aprender las lenguas extranjeras pasaba a ser, de este modo, una de las exigencias de la verdadera cultura humana.  El estudio de las lenguas no sirve sólo para las relaciones prácticas, la diplomacia, los negocios, sino que permite comprender el espíritu de una nación y, por consiguiente, la expresión de sus individuos.  Y la comprensión del espíritu extranjero es tanto más perfecta y tanto más fecunda, cuanto más ha sufrido el individuo la influencia del tipo humano general.

El estudio de una lengua extranjera tiene por objeto, no la lengua usual, que permite comprender lo cotidiano, sino su contextura misma y sus grandes obras literarias.  Por lo tanto debe uno consa­grarse sobre todo al estudio de las lenguas que han llegado a ex­presar “la humanidad” en una forma particularmente pura.  Humboldt sitúa el griego antes que otra cualquiera, porque ha sabido ex­presar en una fase ingenua de la historia  —ya perdida para siempre—  la humanidad más perfecta.  Entre las lenguas modernas el francés está a la cabeza.

En esta teoría de la formación en lo humano, puede verse una variante de lo que los manuales de pedagogía llaman Humanitäts­ ideal y que enlazan con ese movimiento común a toda Europa:  el humanismo.  En efecto, se trata de una renovación de las doctrinas en curso desde Petrarca a Erasmo y que, en aquella época, constituían en ciertos aspectos un complemento del ideal ascético de la escolástica y en ciertos otros se oponían a él.  Si el ascetismo arran­caba de una antropología del hombre caído, encontrarnos aquí otra vez las huellas del famoso tratado de Pico de la Mirándola sobre la dignidad del hombre,  De dignitate hominis.  Pero la antropología pesimista del ascetismo tiene corno condición previa el optimismo humanístico: el hombre sólo puede estar amenazado y caído si ha sido llamado a una formación humana completa.  Por eso se ha procurado siempre coordinar ambas doctrinas viendo en ellas grados,  “momentos” diferentes de una sola y misma doctrina.  Si Erasmo no lo logró, sus amigos Moro y Vives lo han hecho, y si Humboldt se ha quedado a la zaga de Erasmo, los Hamann, Jacobi y Schleiermacher no están muy lejos de él.  Este último ha sido el fundador de la teología liberal del siglo XX; los otros dos dieron origen a la teología dialéctica que va de Kierkegaard a Karl Barth.  Pero a estas con­cepciones religiosas o especulativas del hombre y de su verdadera formación en lo humano, se opone la concepción pragmática de la vida en la Europa moderna, que se apoya sobre una concepción naturalista del hombre: el hombre es el ser “nacido por un azar”  que ha desarrollado la inteligencia de los instrumentos; mediante la construcción de éstos, siempre perfeccionados, aprende a sostenerse y a moverse siempre con mayor perfección dentro de la naturaleza  —él que es por sí mismo una naturaleza.  En Humboldt la concep­ción de la formación del hombre se opone radicalmente a esta antropología pragmática.  Una feliz coincidencia en nuestra historia po­lítica le dio a Humboldt la oportunidad de actuar eficazmente en la organización de la enseñanza asestando así un gran golpe al espíritu pragmático contemporáneo.

Sus Reformas


La cultura europea se apoyaba en la cultura antigua tal y como había sido recibida y unida al ascetismo cristiano por la escolástica.  Era enciclopédica y estaba destinada solamente a un medio restrin­gido de eruditos y monjes cultos.  Desde la Reforma y con el auge del mercantilismo en ciertos estados, se había extendido a los am­bientes iletrados.  En el siglo XVIII se considera cada vez más como asunto de Estado.  Todos los hombres deben recibir una formación que les sirva para llevar una vida decente.  En Francia, la Revolu­ción había planteado el problema de la enseñanza del Estado para ci conjunto de la nación sobre un plan unitario  (tal era el camino señalado por el proyecto que Condorcet sometió a las Constituyen­tes).  En Prusia también el ministro Stein consideraba necesaria una reglamentación oficial de la enseñanza pública para lograr una renovación espiritual del Estado.  Fue Humboldt quien la realizó.

Los trabajos anteriores se caracterizaron por las ideas pedagógicas de la Au/klürung y de los “Filantropinistas”,[6]   grupo de educadores que se apoyaban en Locke y en Rousseau y cuyas ideas han sido expuestas por Pinloche en una obra ya clásica.   La tendencia predomi­nante en los hombres de la  Aufklürung consistía, por una parte, en permitir el  “desarrollo” de la formación del hombre conforme a las “necesidades” de la  “naturaleza joven”  y por otra en buscar una formación precoz de acuerdo con la vida cívica en el seno de la cual los jóvenes deberían más tarde hacerse útiles y ganarse los medios de subsistir.  La primera tendencia quería que la enseñanza se adap­tara psicológicamente a las diferentes fases de dicho desarrollo, la segunda que fuese orientado de acuerdo con las necesidades de las distintas clases, profesiones y funciones de la sociedad.   Pero era asi­mismo propio de ambas tendencias el transformar la escuela ele­mental tradicional en una escuela de “juego”  (Spielschule)  vigilada desde el punto de vista psicológico, organizar las escuelas superiores según las clases y las futuras profesiones y darles como disciplina “conocimientos útiles y prácticos”.  En cuanto a la antigua Universi­dad de carácter enciclopédico, se dejó reabsorber por una serie de grandes escuelas especializadas. Este sistema pragmático existe en Europa en estado latente desde la Aufklürung  y procura que cada generación y cada país se adhieran a sus principios.

Humboldt opuso a este principio pragmático el principio humanís­tico.  Se fundaba en el precepto de Rousseau, según el cual la for­mación del hombre debe preceder a la del ciudadano y constituir su base. Confió al Estado el cuidado de toda la enseñanza, entendién­dose que éste debería suscitar la colaboración activa de los concejos.  Respecto a las materias de la enseñanza, el Estado debía preocuparse, no de sus fines particulares, sino únicamente de la formación del hombre en el sentido más alto de la expresión.  La formación profesional, la especialización tendrían que hacerse sobre la base de esa formación general, dirigida por el Estado, los concejos o los particulares.

Por este motivo la formación general debe seguir un cauce único, que va de la enseñanza elemental a la Universidad, del simple apren­dizaje artesano hasta las escuelas especializadas.  Este cauce debe estar abierto a todos; ninguna consideración de diferencias sociales, ninguna preocupación profesional particular deben entorpecer su construcción interna.

Es indudable que no todo el mundo podrá recorrer hasta el fin el camino de la cultura general, si sus facultades, sus inclinaciones o sus recursos no se lo permiten: pero, en todo caso, cada uno llevará a su vida profesional una formación general básica, sea cual fuere el momento de la fase en que abandone esa ruta.

De acuerdo con dichos principios la formación general se divide en tres fases:  la enseñanza elemental, la escuela  “erudita”,  la univer­sidad.  La enseñanza profesional, las escuelas especializadas y las grandes escuelas técnicas quedan fuera de este esquema.  No se las debe confundir con el sistema de la cultura general.  Toda forma­ción especializada supone que la formación general terminó;  en cuanto al momento en que ésta debe interrumpirse, los medios profe­sionales y los individuos lo decidirán cada uno para sí;  el Estado les ofrece a todos las mismas oportunidades y les deja libre el camino.

La nueva organización se aplicaba primero a la escuela elemental.  Había sido hasta entonces una preparación mecánica de la enseñanza superior, una  “escuela del mínimo”; desde ahora se convierte en un centro de cultura general, en el sentido humanístico, que se procu­rará desarrollar; llegó a ser el primer grado de enseñanza para todos:  la escuela primaria.  Además se borró toda diferencia entre las es­cuelas clásicas con enseñanza del latín y las escuelas medias  (Bürger­schulen o Mittclschulen);  se convirtieron en escuelas del segundo grado unificado, “escuela secundaria”. Se les dio el nombre genérico de gimnasio. El plan de estudios se estableció también de una manera unitaria.  Como no existía la preocupación de las necesidades técnicas o sociales, toda diferenciación resultaba superflua;  sólo había que tener en cuenta al individuo y permitir que cada uno se consa­grara más intensamente a ciertos estudios y descuidara otros, pues lo esencial era no abandonar del tono ninguna disciplina, ya que el conjunto constituía un todo indivisible.

Se aplicó el mismo principio a la Universidad.  A ella sobre todo debía considerarse como centro de la cultura humana, no ya como la unión de tres escuelas especiales de teología, medicina y derecho, escuelas que se trataba entonces de extender a los agricultores, ve­terinarios e ingenieros.

La Universidad, lejos de dividirse en altas escuelas especializadas, debía volver de nuevo, para Humboldt y Schleiermacher, a ser un todo, concentrado en derredor de un eje de cultura general. En el Plan de estudios de la Universidad de Berlín, dicho eje era la filosofía.  La vieja Facultas artium dejó de funcionar como facultad subalterna y simple preparación de las otras tres facultades profesio­nales superiores; se transformó en la facultad central que impregnaba a todas las otras con su levadura.  La Universidad de Berlín, fundada en 1810 por Humboldt, fue un modelo a este respecto.  La especulación filosófica y el método filosófico-histórico dio en ella el tono a las otras facultades.  Libró a los estudios del espíritu pura­mente pragmático poniéndolos al servicio de  “la idea del saber”.  Ahora bien, el verdadero saber descubre el verdadero sentido de la vida y forma así la acción y el carácter.

Pero ¿ cuál será el contenido de tal sistema de cultura puramente humana, si ha de mantenerse al margen de toda preocupación en lo que concierne los conocimientos utilitarios destinados a los funcio­nes especiales y a las profesiones?   Rousseau había tratado de resol­ver el problema desde cl punto de vista psicológico y general.  Según él, todas las artes y todas las ciencias sólo aparecen en el desarrollo de la cultura cuando el niño, al crecer, manifiesta un interés “natural”  respecto a ellas y cuando procura espontáneamente ejercer en ellas sus fuerzas crecientes.  Aquí es la propia naturaleza la que cuida la organización de los estudios y su progresión formativa:  gracias a una armonía preestablecida entre la naturaleza humana y  “el orden natural” de una verdadera cultura.

Pestalozzi se encontró ante el mismo problema cuando buscaba su “método”. Para él lo importante era asimismo “ejercitar” las “fuer­zas” espontáneas del niño. Pero veía la materia de dichos ejer­cicios en la “situación individual concreta” que varía de acuerdo con la situación histórica determinada del niño, es decir, la casa paterna y los deberes que el amor y las necesidades de la vida le imponen ya.

Ese principio pestalozziano del ejercicio “formal” de todas las fuerzas humanas, ha sido aplicado por Humboldt al conjunto de la enseñanza.  Se trataba de ejercitar las fuerzas crecientes de la ju­ventud en todas las direcciones, de suerte que el centro interno de la existencia humana fuese estimulado por la participación del espíri­tu individual en el Universo creador.  Cuando se dice de este prin­cipio que es un principio de cultura “formal”,  es porque se piensa en la noción aristotélica de la forma.  Lo  “formal”  es el contenido supremo de la realidad creadora, la realidad en sí, la realidad divina.  Lo que Hegel llama lo  “sustancial”.

La cultura formal consiste, pues, en ejercitar las fuerzas espirituales en las formas del Espíritu.  Entre ellas, la más importante, la forma fundamental, es la lengua con sus dos aspectos: estructura propiamente dicha y discurso que permite la comprensión mutua en el Espíritu, muy particularmente en las letras. La lengua materna viene a la cabeza; luego, entre las lenguas modernas, el francés, y entre las antiguas, el griego, más importante todavía que el indis­pensable latín. Hay que añadir a las lenguas las matemáticas y las disciplinas “históricas”,  es decir, las que se ocupan de los hechos:  historia, historia natural, cosmografía, geografía. Sin duda todas estas disciplinas se aplican a los hechos; sin embargo, a un aquí, cl valor formativo reside, no en la materia estudiada, sino en la manera en que se estudia  —¿cómo se encadenan los hechos en la historia, como vive la naturaleza ejerciendo su misión creadora, como sus­tenta la tierra al hombre y cómo puede éste cultivarla? He aquí lo que constituye el centro mismo de la enseñanza. Pensemos ahora en el modo de ver de los Leopold Ranke, los Goethe, los Karl Ritter y los Alexander von Humboldt. En ese canon de ejercicios forma­les del espíritu se incluyen también la música, el dibujo y la gimnasia. Así nace la conocida enciclopedia de las diez disciplinas esco­lares que, según esta teoría, es susceptible de dispensar a cada uno una formación general básica, necesaria para toda función o pro­fesión.

Mas no se tardó en criticar este principio.  En efecto, que esta cultura universal pudiera ser interrumpida sin peligro en cada grado, precisamente a causa de su concentración sobre lo “formal”, y que por consiguiente el joven artesano se viera obligado a aprender el griego durante algunos años si no quería quedarse en la primaria, que todo alumno de primero debiese estudiar seriamente a lo largo de toda su edad escolar las lenguas, las disciplinas históricas y las matemáticas  —todo esto no dejó de provocar oposiciones.  En el siglo XIX hubo que establecer, junto al gimnasio “unitario”,  las es­cuelas superiores y las escuelas modernas (Mittelschulen y Realschu­len) que renunciaban al griego e incluso frecuentemente al latín.  Sin embargo, en esas mismas escuelas la idea de la cultura general  “formal”,  se ha sostenido gracias a la influencia duradera de Humboldt.

Pero es en las universidades donde el principio de Humboldt se reveló más fecundo. No tardaron en reformarse de acuerdo con el modelo de la nueva Universidad de Berlín. La idea maestra consistía en que cl estudiante debía aprender solo y participar en las investigaciones científicas. Mientras la escuela primaria está en los comienzos centrada en el profesor. mientras que la enseñanza pro­piamente dicha exige un jefe, un intermediario, la enseñanza uni­versitaria debe conseguir progresivamente que el maestro sea su­perfluo.  El estudiante ya no es un escolar,  “realiza investigaciones por sí mismo, ci profesor es para él un guía y un apoyo” (Programas escolares de Kánigsberg, WWXH 261).  “Seguir los cursos, es, en realidad, algo secundario: lo esencial, lo necesario es que el mucha­cho, entre la escuela y sus primeros pasos en la vida, consagre cierto numero de años exclusivamente a la reflexión científica en un lugar que reúna a muchos maestros y estudiantes”  (íd., 262).  La meta propuesta, “la iniciación a la ciencia pura” (id., 279), se designa con el término “Selbstactus”.  Y para adquirir interiormente ese saber hace falta una libertad, una comunidad con gentes que tengan la misma disposición de espíritu, y la soledad  —condiciones siempre posibles en una Universidad libre.  Las universidades obran ante todo por la presencia en su seno  “de un cierto número de personas com­pletamente formadas”.

Tal es el principio de la Universidad amenazado por la evolución moderna hacia la tecnocracia y la especialización, de suerte que los estudios hechos según el espíritu de Humboldt son ya una excep­ción y corren el riesgo de desaparecer por completo.  Pero he aquí un signo de la vitalidad de dichas concepciones: la discusión general sobre la reforma de las grandes escuelas en Alemania emprende un rumbo que permitirá de nuevo ayudar a su realización en medio de nuestras vicisitudes actuales.

Wilhelm  Flitner

BIBLIOGRAFÍA


1.           Wilhelm von Humboldts gesammelte Scliriften. Ed. Acad. Real de Ciencias (Königlich-Preussische Akademie der Wissenschaften), Berlín, 1903-1936. 17 vols.
2.           Goethes Briefwechsel mit Wihelm  und Alexander von Humboldt. Ed. L. Geiger, Berlin, 1909.
3.           Wilhelm und Caroline von Humboldt in ihren Briefrn.  Ed. Anna v. Sydow, Berlín, 1906-1916. 7 vols.
4.           Rudolf Hayrn, Wilhehn von  Humboldt, Lebensbild und Charakteristik. Ber­lín, 1856.
5.           Eduard Spranger, Willhelm von Humboldt  und die Humanitütsidee. Leipzig, 1909.
6.           Eduard Spranger, Willhelm von Humboldt  und die Reform des Bildungswe­sens. Leipzig, 1910.
7.           Fritz Heinernann, Wilhelm von Humboldts phílosophísche Anthropologie und Theorie der Menschenkenntnis. Halle, 1929.
8.           Ernst Howald, Willhelm von Humboldt. Zurich, 1944.



[1] ­     biografia.  Heinrich Pestalozzi, nacido el 12 de enero de 1746, se instala en Neuhof  el año 1771.  De 1780 a 1798, desarrolla una gran actividad literaria: Leonardo y Gertrudis, primera parte, 1781; segunda, 1783; tercera, 1785;  cuarta, 1787. 6 de agosto de 1792:  Pestalozzi ciudadano francés.  Mis investigaciones sobre la marcha de la naturaleza en el desenvolvimiento del genero humano, 1797.  7 de diciembre a 8 de junio de 1799:  la “locura”  de Stans.  1799 a 1800: Pestalozzi educador en Berthoud. Octubre de 1800:  apertura del Instituto de Berthoud, trasladado en 1804 a Münchenbuchsee, y luego a Yverdon. Cómo instruye Gertrudis a sus hijos,  1801.  Período 1805-1825:   Pestalozzi jefe del Instituto de Yverdort. 1808:  Barraud abre la escuela pestalozziana de Eergerac. 1816:  M. A. Jullien lleva a Yverdon veinticuatro jóvenes franceses. 1817-1822:  el inglés Greaves en Yverdon. 13 de septiembre de 1818:  inauguración de la  “casa de pobres” d e Clindy.  2 de marzo de 1825:  Pestaloz­zi vuelve a Neuhof:  publica El canto del cisne y Mis destinos. Muere el 17 de febrero de 1827.
[2]      Sic en el original. [E.]
[3]      “Sentimental e ingenua”, alusión al tratado de Schiller sobre “lo ingenuo y senti­mental’’. Ambos términos deben tomarse aquí en la acepción que tienen para  Schiller.
[4]      Célebre arquitecto alemán  (1781-1841), uno de los principales representantes del renacimiento clásico.
[5]      El kawi es la antigua lengua literaria de Java.
[6]      Los filantropinistas constituían el pequeño grupo de pedagogos colaboradores de J. B. Basedow, fundador del Instituto de Dessau (1774) que llevaba el nombre de Philanthroninum, véase A.  Pinloche, Basedow y el filantropismo, 1889.

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