(1746-1827)
Cuando una idea simple toma
cuerpo, se produce una revolución.
(C. PÍGTYY)
Cuando el primer centenario de la muerte de
Pestalozzi, Édouard Claparáde tuvo la
curiosidad de contar el número de líneas o de páginas consagradas a catorce
pedagogos modernos (de Erasmo a Herbart) por los autores de las tres grandes
enciclopedias pedagógicas (Buisson, Rein y Monroë) y de cuatro historias
generales de la pedagogía, publicadas entre 1910 y 1920: comprobó que, en esta especie de concurso,
Pestalozzi[1] llegaba cinco veces el primero, y que su
cuota era casi el doble de la de Rousseau, que le seguía inmediatamente.
Éste es el veredicto de los pedagogos; el del hombre de la calle es aun mas
decisivo. De todos los educadores y
filósofos de la educación, Pestalozzi es probablemente el único conocido en
los cinco continentes, el único que ha llegado a la grandeza mítica de un
Beethoven: el genio pedagógico. Se le considera comúnmente como el reformador
o el promotor de la escuela popular.
Esto no es falso, pero sí insuficiente.
Para emplear una palabra que acude con frecuencia a su pluma, Pestalozzi
es una fuerza original de la naturaleza, o, mejor, de la sobre-naturaleza. Ha desempeñado, en su tiempo y más allá de
los límites de su país, un papel de primer orden; y no se sabría escribir la historia de la
civilización de la Europa occidental, a fines del siglo XVIII y principios del
XIX, sin evocar sus escritos o sus hechos.
Por otra parte, buen número de las instituciones más actuales, y no sólo
la escuela primaria, proceden directamente del influjo que ha ejercido.
Si la didáctica de Pestalozzi (la forma, el número y el nombre) sólo nos ofrece hoy un interés histórico, sus
ideas sobre el fin y la obra de la educación:
paradojas, humoradas, apóstrofes, efusiones, como la lava de una colada
volcánica, continúan incandescentes bajo una tenue capa de escorias. Y es en este brasero donde se aviva todavía
hoy la llama que, en miles de corazones, eleva ci oficio de educador o de
re-educador a la dignidad de un servicio de
Dios en la persona del niño.
Desde su fervorosa adolescencia hasta su
robusta vejez, Pestalozzi no ha cesado de buscar lo mejor. A cada
“descubrimiento”, el entusiasmo lo
agiganta; y es, en cada ocasión, “el fundamento o la clave de bóveda de todo
el edificio”. Unas veces desea “mecanizar” la instrucción, para que cualquier
madre pueda administrársela a sus hijos, y otras se propone hacerla
“psicológica” y definirla de acuerdo con las necesidades del desarrollo del
niño. Por otra parte, en ocasiones le
parece, que todo ello es igual. Ora
conjura al educador a conformarse con
“la marcha sublime de la naturaleza”,
ora declara que la educación debe hacer del hombre “algo completamente distinto de lo que es
por naturaleza”.
Pero
¿qué importan estas fluctuaciones? Son exploraciones que todo educador ha de
rehacer por su cuenta: primada de la habilidad sobre el saber, de la educación
sobre la instrucción o del ser sobre el tener;
maldición de un saber puramente verbal;
irremplazable virtud de la educación que el niño recibe en el regazo de
su madre, y luego en el santuario del
“hogar”; el arte del educador, que no es otro que el arte del
jardinero; una educación integral, que
forme el corazón, la cabeza y la mano;
la intuición, base de todo conocimiento, y la educación, que es el arte
de llevar al niño desde unas intuiciones superficiales y fragmentarias hasta
otras intuiciones siempre más claras y distintas; la educación moral, en fin,
obra de amor y de fe, que despierta en el niño el amor y el respeto hacia el
orden establecido por el Creador.
Pestalozzi se dirige a sus contemporáneos...; pero no:
es a nosotros a quienes se dirige.
Nos conjura a buscar el remedio para los males que padece ci mundo donde
solamente se encuentra: en la
restauración, en todos, de esa humanidad, que es la vocación de cada hombre y
la razón de ser o el fin de la Creación:
“Reconocer, mantener y promover en cada ser la dignidad de la persona,
ésta es toda la educación de la humanidad.”
He aquí el tema de la cruzada que él predica
incansablemente: ¡Es preciso que la
persona cunda en todos! La persona, para
la cual debe organizarse la vida política, y la que debe servir, y no
avasallar, los progresos materiales. Por
lo tanto, ¡primacía de la educación!
Pero cuando dice educación, no piensa exclusivamente en la escuela. Ciertamente la escuela le parece que
constituye un momento esencial en la educación de la humanidad, puesto que
ayuda al niño a enriquecer su experiencia de la vida personal y común, en un
marco más amplio que el de la familia y más homogéneo que el de la
ciudad. Sin embargo, cree que es la
familia la única de todas esas potencias informadoras cuya “bendición no es posible reemplazar por
nada: esto es, ese “sentido
paternal” y ese
“amor maternal”, que le
inspiraron sus páginas más líricas.
Es necesario, pues, ante todas las cosas, que
la sociedad esté organizada de tal manera que la familia pueda desempeñar
siempre mejor esta función indispensable
(en Pestalozzi el sociólogo no se separa del pedagogo). Porque solamente
gracias a esta educación fundamental y a la de la escuela, le parecía ya
capacitado el niño para recibir la enseñanza de la vida, esa educación
progresiva, al contacto de los hombres y de las cosas, sobre todo por la virtud
del trabajo cotidiano. “La vida es la que cultiva.” Pero, de nuevo, siempre que la organización
social le permita manifestar plenamente su virtud informadora. Así, Pestalozzi concebía la educación escolar
como un complemento de la educación doméstica y como una preparación para la
educación que la vida procura.
Mediante la acción sinérgica de estas tres
potencias, que actúan en el mismo espíritu y en el mismo sentido, puede
formarse la persona en el individuo.
Pestalozzi se sitúa de esta suerte en la fila de los personalistas:
Renouvier, Vinet, Charles Secrétan, Manuel Mounier; pero, uniendo la práctica y
la teoría, ha querido demostrar con actos
el valor de esta posición. Este designio es el que ha hecho de él ante todo
el padre de los huérfanos, en Neuhof y en Stans, y luego, en Berthoud y en
Yverdon, el precursor de la educación nueva.
Sea cual fuere la actualidad que conservan sus escritos, Pestalozzi debe
especialmente a sus actos el que su genio intuitivo haya logrado la mas alta de
las consagraciones: la gratitud de
innumerables seres humanos que sientan de un modo confuso deberle cuanto tienen
de humanidad.
Estaba en Neuhof desde hacía unos tres años, cuando,
en el curso del invierno 1774-1775, “se
comprometió” por vez primera. Conmovido
por la degradación física y moral de los niños que veía vagar por los caminos,
mendigando y merodeando; indignado por la dureza de los campesinos hacia los
niños que vivían entre ellos; y no pudiendo admitir que los preciosos valores
que él advertía en esos desheredados o descaminados se perdieran del todo para
la sociedad y para Dios, Pestalozzi acogió unos quince de ellos en su casa, y
poco después hasta cuarenta. Se
proponía, reeducándolos, procurarles los conocimientos indispensables y un
oficio del que pudieran vivir. Esta
unión íntima de la formación general y la formación profesional constituye el
primero de los “descubrimientos” de Pestalozzi. Esperaba que la casa prosperaría gracias al
trabajo de “sus” muchachos, pero bien
pronto tropezó con graves dificultades materiales. Advierte, sin embargo, en sus notas que la
prueba le da la razón: “Niños imbéciles
que, educados duramente, hubieran acabado en una casa de locos, pueden, gracias
a unos cuidados afectuosos, adecuados a su debilidad, salvarse de esa miseria,
adquirir un modesto modo de vivir y bastarse a sí mismos.”
Y, en una
“Súplica a los amigos de la humanidad”,
para que cooperen a sostener su obra
(súplica que su amigo Iselin hizo aparecer en sus Efemérides de la humanidad, 1766), declara: “Es para mí un hecho
experimentado que niños que han perdido la salud, las fuerzas y el ánimo en una
existencia de holgazanería y de mendicidad, recobran prontamente su alegría,
su vivacidad, su buen aspecto, y se desarrollan de un modo asombroso, sólo con
el cambio de su situación: al abrigo de
las circunstancias que los habían depravado.
Es para mí un hecho experimentado que, desde la abyección de la más
profunda miseria, se alzan con rapidez y adquieren sentimientos de humanidad,
de confianza y de benevolencia; que el afecto que se manifiesta al ser más
degradado lo eleva a una vida superior, y que los ojos del niño abandonado
brillan con un asombro jubiloso y de gratitud, cuando, tras años de miseria,
una mano dulce y amistosa se ofrece para guiarlo.” Cosa que comprueban todos los que se
consagran hoy a la reeducación de esos niños, a quienes la dureza y la falta de
inteligencia de los poderes públicos, en tiempos de Pestalozzi y ayer mismo
aún, condenaban, mediante un régimen puramente represivo, a la prostitución o
a la delincuencia crónica.
Pero Pestalozzi no recibe ningún apoyo del
Estado y en 1780 su primer ensayo termina con la quiebra. Fue un derrumbamiento. Pero Pestalozzi no
podía abandonar la tarea que se había impuesto.
Recurrió al único medio de acción que le quedaba: escribir.
Sus escritos son, por lo tanto, sus actos. Sólo analizaré dos de sus obras, aunque todas
ellas contienen puntos de vista sociológicos o pedagógicos del mayor
interés. Primero, su novela popular, Leonardo y Gertrudis, cuya primera parte fue traducida dos veces al
francés (por Pajon de Moncets y por la
baronesa de Guimps). Se trata de una familia salvada por la rectitud y la
energía de una mujer, apoyada por el señor de Bonnal, Arner y el pastor Ernst.
La tercera parte es la que presenta más interés para nosotros. (Pestalozzi se
había afiliado entonces a la orden secreta de los Iluminados.)
Intervinieron nuevos personajes: el hilandero Meyer, representante del
trabajo industrial y de la economía que debe llevar más holgura a la cabaña
del pobre y el teniente
Glüphi. Es Meyer quien le declara al señor: “Me parece que, a pesar de todo lo
que podéis hacer, no alcanzaréis vuestra meta, al menos que suprimáis la
escuela o que la reforméis por completo.”
Se sustituye al preceptor por el teniente Glüphi, quien encarga a
Gertrudis la organización de la clase
(pues la escuela sólo vale en la medida en que se inspira en la casa
familiar): “Glüphi le pidió a Gertrudis
que organizara a los niños como si estuviera en su casa. Los separó de acuerdo con su edad y su
trabajo, y según como congeniaban unos con otros; y llevó con ellos a sus propios hijos y a los
de Rudi que ya estaban acostumbrados a su manera de actuar.”
Encontramos aquí nuevamente el espíritu de
Neuhof: “No quiero nada, declara Glüphi (cap. LXX), con la jerigonza de los
maestros de escuela, esa charlatanería que marca los cerebros y echa a perder
la razón.” Vemos, pues, cómo a ejemplo suyo, los niños se vuelven ordenados,
puntuales, limpios, obedientes, asiduos en el trabajo.
Mientras se ocupaba del corazón de los niños,
el teniente se ocupaba también de su cabeza; quería que lo que en ella entrara
fuese tan claro y visible como la luna llena en el cielo... Ver bien y escuchar bien: este es el primer
paso hacia la prudencia, y el cálculo es el hilo conductor que nos preserva del
error cuando buscamos la verdad.
Glüphi-Pestalozzi arrastra incluso al pastor en
su campaña contra la jerigonza: éste renuncia a predicar y a enseñar el
catecismo a los niños. “Veo cada día con mayor claridad que no le conviene al
hombre martirizarse el cerebro para hacer entrar en él tantos porqués
y porques.” Esto equivale a demostrar que, en la obra
de la reforma social, el clero sólo debe desempeñar el papel de auxiliar; dejar
dormir el dogma y enseñar únicamente moral.
La religión de Pestalozzi era la de Mareili, la hermana de Meyer:
Hay en el mundo bastantes cosas que son del
mismo Dios y que nos dicen con suficiente claridad lo que Dios quiere de
nosotros. Tengo el sol, la luna, las estrellas, las flores del jardín y los
frutos de los campos —y luego, mi propio corazón, y todo lo que me rodea; ¿no
me dice todo esto, mejor que lo dirían los hombres, lo que es la palabra de
Dios y lo que espera de mí?
Por otra parte, el humanismo de Pestalozzi se
expresa ingenuamente en estas líneas del capítulo XLVIII:
El sol se ponía y cl agua espejeante del río
sinuoso brillaba hasta las azules montañas.. . Arner contempló un momento, sin
hablar, el río y los valles. “¡Ah! todos
los hombres son feos —dijo al fin— ¡hágase lo que se haga por ellos, no
igualarán jamás en belleza a este sencillo paisaje.” . . . “Os equivocáis” respondió
el teniente; y en ese momento mismo, apareció un pastorcito bajo la roca sobre
la cual estaban, empujando a una cabra que iba ante él. Se detuvo a sus pies mirando la puesta de sol
y, apoyándose sobre su cayado, rompió a cantar.
Entonces montañas y valle, río y sol, desaparecieron para ellos. No vieron nada más que al pastorcillo
envuelto en harapos; y Arner dijo: “Estaba equivocado, la belleza del hombre es
la más grande entre todas las bellezas de la tierra.”
En la Parte IV, habla el legislador: el orden
establecido en Bonnal es impuesto por el soberano a todo el país. Pestalozzi
confirma la relación entre Glüphi y d mismo, que ya habíamos señalado, con el
título del capítulo XLI y estas líneas de la dedicatoria a F. Battier: “Todo aquello de que hablo, lo he visto. Y he hecho una gran parte de lo que
aconsejo. He renunciado a los placeres
de la vida para consagrarme a mi ensayo de educación del pueblo; y he aprendido
a conocer su verdadera situación y los medios de cambiarla... como tal vez nadie lo ha hecho.”
Durante esos años Pestalozzi sostiene una
correspondencia activa con Zinzendorf, ministro de José II, y con Leopoldo de
Toscana, el cual sucederá a José II en 1790. Les ofrece sus servicios, pero
había estallado la Revolución Francesa. Pestalozzi se dirige entonces a
Francia, que acababa de concederle el título de ciudadano francés a la vez que
a Priestley, Campe, Washington, Klopstock, Kosciuszko, Schiller.. Toma en serio su nueva ciudadanía; anuncia:
“Estoy decidido a escribir para Francia sobre distintas partes de la
legislación.” Dicha obra (fechada en febrero de 1793) ha sido
publicada mas tarde con el título de Si o No. Declaración sobre el
sentimiento político de la humanidad europea, por un hombre libre. Allí es donde se lee: “O bien Europa caerá en la barbarie por el
despotismo, o bien los gabinetes deberán conceder lealmente todo lo que es
legítimo en las aspiraciones del hombre a la libertad.”
La segunda obra que analizaré brevemente se
titula: Mis investigaciones sobre la
marcha de la naturaleza en el desarrollo del género humano (1797,
reimpresa en 1821). Bajo la influencia de Fichte, que vivía entonces en Zurich,
expone ahí su antropología. Estudia al
hombre como ser animal, como ser social y como persona autónoma:
Como producto de la naturaleza, me siento libre
de hacer lo que me place y con derecho a hacer lo que me es útil.
Como producto de la sociedad, me siento sujeto
y ligado par relaciones y contratos, que me imponen ciertos deberes.
Como producto de mi propio yo, me siento
independiente del egoísmo de mi naturaleza animal y de los lazos de mis
relaciones sociales, teniendo a un tiempo el derecho y el deber de hacer lo
que me ennoblece y lo que es beneficioso a mis semejantes.
Tengo, pues, en mí —continúa—
una verdad animal, es decir, la facultad de considerar todas las cosas
de este mundo desde el punto de vista de un animal, que no existe más que para
él solo.
Tengo una verdad social, es decir la facultad
de considerar todas las cosas de este mundo desde el punto de vista de una
criatura ligada a sus semejantes por un contrato social.
Tengo una verdad moral, es decir la facultad de
considerar todas las cosas de este mundo independientemente de mis necesidades
animales y de mis relaciones sociales, desde el solo punto de vista de lo que
puede contribuir a mi ennoblecimiento interior.
Y concluye:
“Me perfecciono a mí mismo cuando hago de lo que debo la ley de lo que quiero. Del profundo desánimo que manifiesta la
última página de sus Investigaciones, Pestalozzi
pasa a un entusiasmo delirante (“Borro
la vergüenza de mi vida, la virtud de mi juventud se renueva”) cuando en 1798 el Directorio lo envía a
Stans, donde la guerra había dejado innumerables huérfanos. Tras la locura de Neuhof, la locura de Stans.
Los niños de los cuales iba a ser el padre eran “escuálidos como esqueletos,
pálidos, de mirada ansiosa, la frente arrugada por la desconfianza y las
preocupaciones; algunos descarados, habituados ya a la mendicidad y a la
hipocresía, abrumados por la desgracia, desconfiados, temerosos y desprovistos
de todo sentimiento afectuoso”. No habían transcurrido cinco semanas y el
comisiario Truttmann podía escribir al ministro Rengger:
El orfelinato marcha bien. El padre Pestalozzi
—así se hacía llamar— trabaja noche y día con un ardor increíble. Hay 62 niños
que comen y trabajan en la casa... Es
maravilloso ver lo que hace este hombre excelente, y los progresos realizados
en tan poco tiempo por sus alumnos, todos ávidos de aprender.
¿Cómo se las arregló Pestalozzi para resucitar
en esos miserables desechos de humanidad unos sentimientos y un comportamiento
humanos? Nos entrega su secreto en su Carta a un amigo sobre su actividad en
Stans (Stanserbrie 1):
Confiando en las fuerzas de la naturaleza
humana que Dios ha otorgado incluso a los niños más pobres y más desvalidos,
había aprendido hace mucho por mi propia experiencia, que bajo su tosquedad, su
salvajismo, su incapacidad aparentes, se ocultaban, prontas a surgir, las
facultades y las fuerzas más valiosas...
Era necesario ante todo que mis niños pudieran leer, desde el alba hasta
muy entrada la noche, en mi frente y en mis labios, que mi corazón les
pertenecía, que su dicha era mi dicha, y sus placeres los míos.
Atribuye el éxito de su “locura” al hecho de
que esos niños recibían de él, no sólo la enseñanza, sino los cuidados más
perseverantes:
Yo estaba solo con ellos de la mañana a la
noche. Recibían de mi mano todo lo que su cuerpo o su alma exigían. Todo auxilio, todo consuelo, toda instrucción
les venía inmediatamente de mí. Su mano
estaba en la mía; mis ojos no se apartaban de los suyos. Mis lágrimas
corrían con las de ellos y sonreíamos
juntos. Estaban fuera del mundo; estaban fuera de Stans; estaban conmigo y yo estaba con ellos.
Pero las circunstancias se vuelven de nuevo
contra él: el convento arreglado para recibir a
“sus” niños es transformado en
hospital militar. ¡Otro derrumbamiento
y otro resurgimiento! Pestalozzi
solicita que se le permita ensayar su método elemental en una escuela pública.
El gobierno le concede una clase en Berthoud.
“Allí
—cuenta en Cómo Gertrudis instruye a sus niños—
me puse a machacar el ‘a b
c’, de la mañana a la noche y a
reanudar, sin plan alguno, la marcha empírica que debí interrumpir en Stans.
Acumulaba sin cansarme combinaciones silábicas...; procuraba simplificar lo más posible los
elementos del deletreo y del cálculo, presentándolos en formas adecuadas a las
leyes de la psicología.” Es este método
el que expone en 1801, en la obra cuyo título acabamos de citar, luego que las
autoridades escolares hubieron comprobado su éxito en estos términos:
A esa edad de
cinco a ocho años, en que los niños, sometidos a la tortura del antiguo método,
aprendían a conocer las letras, a deletrear y leer, vuestros alumnos no sólo
han efectuado dicha tarea con un grado de perfección desconocido hasta ahora,
sino que los más hábiles de entre ellos, se distinguen ya como calígrafos,
dibujantes y calculadores. Habéis sabido despertar y cultivar en todos la
afición a la historia, la historia natural, la medición, la geografía, etc., de
tal suerte que sus futuros profesores, si saben aprovechar con inteligencia esa
preparación, encontrarán muy facilitada su tarea..
Puede decirse que en ese momento el espíritu de
Pestalozzi ya ha concebido las ideas que iban a revolucionar la educación. Consagrará a aplicarlas toda la última parte
de su vida. Es, pues, oportuno resumirla ahora. Es difícil presentar la posición pedagógica
de Pestalozzi magistri verbis: es prolijo (como Péguy) y oscuro: pero
unos extraordinarios relámpagos despejan esas tinieblas. Transcribo algunas líneas del Canto del cisne, su último escrito,
donde sus ideas se presentan decantadas y maduras:
La idea de educación elemental (que es también educación de la humanidad) no es otra cosa que el designio de
conformarse con la naturaleza para desarrollar y cultivar las disposiciones y
las facultades de la raza humana... Se
deduce naturalmente que la idea de la educación elemental debe ser considerada
como la idea del desarrollo y el cultivo de las facultades y de las
disposiciones del corazón, del espíritu y del poder del hombre, de acuerdo con
la naturaleza... Todos los medios a los
que recurrimos para desarrollar, conforme a la naturaleza, las facultades y las
disposiciones de nuestra especie, suponen, si no un reconocimiento claro, al
menos un sentimiento interior vivo, del orden que sigue la naturaleza misma en
el desarrollo y el cultivo de nuestras facultades.
...Solo aquello que capta el
hombre en la integridad de su naturaleza, es decir su corazón, su espíritu y su mano a la
vez, sólo aquello tiene un valor, sólo aquello se presta a cultivarlo
efectivamente, verdaderamente y conforme a la naturaleza... La educación verdadera, la educación según la
naturaleza, conduce por su esencia a aspirar a la perfección, a tender a la
realización de las facultades humanas. Todo acento exclusivo puesto en la
educación de nuestras facultades nos conduce a engañarnos a nosotros mismos
por pretensiones sin fundamento... Esto
es cierto del amor y de la fe tanto como de las facultades mentales, técnicas y
profesionales de nuestra raza... Cada
una de estas facultades se desarrolla según leyes eternas, inmutables; y su
florecimiento sólo es conforme a la naturaleza en la medida en que armoniza
con esas leyes eternas de nuestra naturaleza misma.
... El hombre no desarrolla el germen de su vida
moral, el amor y la fe, más que por el acto mismo de amar y de creer según la
naturaleza. Igualmente el hombre sólo
desarrolla el germen de su facultad mental, de su pensamiento, por el acto
mismo de pensar según la naturaleza. Y
de la misma manera, desarrolla el germen de sus facultades técnicas, y
profesionales, sus sentidos, sus órganos, sus miembros, solamente por el hecho
de usarlos según la naturaleza.
Después de indicar mediante algunos ejemplos
cómo la vida física, mental y afectiva del niño se atrofia, cuando no encuentra
en el medio los stiniuli indispensables,
Pestalozzi concluye:
Concretamente, la idea de la
educación elemental no es otra cosa que el resultado de los esfuerzos de la
humanidad para suministrar en el curso seguido por la naturaleza en el
desarrollo y la cultura de nuestras disposiciones y de nuestras facultades, el
apoyo que un amor ilustrado, una razón cultivada y un arte refinado, pueden dar
a nuestra raza.
Así, un siglo antes del nacimiento de la
psicología infantil, Pestalozzi había encontrado, intuitivamente, las
posiciones características de la nueva educación. Leyéndolo se piensa en Mme
Montesson y en Cousinet, reduciendo la educación a una higiene. Se encontrarán
en la misma obra observaciones igualmente penetrantes sobre los medios de dar
esta educación; por ejemplo ésta:
Sea cual fuere la causa, cuando la
caricia de la mano de una madre y la sonrisa de sus ojos le faltan a un niño,
la sonrisa y la gracia que le son naturales en tiempo de calma, no florecerán
tampoco en su mirada y en su boca...
Pero el hecho de agobiar al niño con goces sensibles cuya necesidad no
experimenta, pone también en peligro el bienestar y la tranquilidad sagrada
donde florecen, conforme a la naturaleza, los gérmenes del amor y de la
confianza; y esto engendra, asimismo,
los males de una inquietud física con sus consecuencias de violencia y
desconfianza... Una madre ilustrada y
sensata vive para su hijo, al servicio del amor que le tiene, pero no al
servicio de sus caprichos ni de su egoísmo, avivado y excitado por lo que hay
en él de animal.
Ya sabemos que esto mismo se encuentra en Rousseau,
pero no con igual intimidad. Por otra parte, puede decirse que la psicología
moderna ha confirmado experimentalmente la aserción cardinal de
Pestalozzi: el papel de la madre, y en
grado secundario, del padre, en el desarrollo del niño, así como la virtud
educativa de las familias numerosas. Se
sabe hoy día hasta qué punto depende el destino afectivo y social de un ser
humano —sin hablar de la fase intrauterina
de su existencia— de las relaciones
inextricablemente físicas y psíquicas que se establecen entre su madre y él; y
cómo su actitud respecto a sus semejantes está condicionada por sus relaciones
con su padre y los otros miembros del medio familiar. En la perspectiva de los más recientes
trabajos de los psicólogos y de los psicoanalistas, estas líneas de
Pestalozzi —y podrían citarse centenares
de ellas, extraídas en particular de las 34 cartas (1818-19) a James Pierpoint Greaves— ¿no son acaso de una actualidad sorprendente?
El niño en el regazo de su madre
—observaba ya en 1782— es más desvalido y más débil que cualquier criatura de
la tierra, pero es allí donde recibe las primeras impresiones morales del amor
y el agradecimiento. La moralidad del hombre no es más que el resultado del
desarrollo de los primeros sentimientos de amor y de agradecimiento experimentados
por el niño de pecho.
Unos veinte años más tarde, desarrolla esta
posición fundamental en Cómo Gertrudis
instruye a sus finos:
Me pregunto cómo llego a sentir
amor, confianza, agradecimiento y obediencia hacia los hombres; cómo llegan a
mi naturaleza esos sentimientos sobre los que descansan esencialmente el amor,
la gratitud y la confianza hacia los hombres, y los actos mediante los cuales
se forma la obediencia humana. Y descubro que tiene, ante todo, como punto de
partida, las relaciones que existen entre el infante y su madre... El niño esta cuidado, está contento. El germen del amor ha florecido en él.
Pero he aquí ante sus ojos un objeto que no ha
visto nunca. Se asombra, tiene miedo,
llora. Su madre lo estrecha más fuerte sobre su seno, juega con él, lo
distrae. Su congoja se detiene... El
objeto reaparece.... La madre vuelve a
tomar al hijo en sus brazos protectores y le sonríe de nuevo. Ahora ya no llora, contesta a la sonrisa de
su madre con una mirada alegre, sin nubes.
El germen de la confianza ha cundido en él.
Respondiendo a cada una de sus necesidades, la
madre corre solícita a la cuna. Está
allí cuando el niño tiene hambre o sed.
Cuando él escucha sus pasos calla.
Cuando la ve, le tiende la mano...
Su madre y bartarse de lo que desea constituyen para él el mismo y
único pensamiento; se lo agradece.
No tardan en desarrollarse los gérmenes del
amor, de la confianza y de la gratitud.
El niño conoce el paso de su madre, sonríe a su sombra, si alguien se
parece a ella, lo ama: una persona parecida a su madre es una persona
buena. Sonríe a la figura de su madre,
sonríe a la figura humana; ama a quienes
su madre ama; si su madre abraza a
alguien, él lo abraza también... El
germen de la humanidad, el germen del amor fraternal se extiende en él.
...El desarrollo del género humano tiene su
punto de partida en un violento deseo de satisfacer las necesidades de los
sentidos. El seno maternal apacigua la primera tempestad del deseo sensual y
engendra el amor... Es ahora la madre
quien se muestra inflexible frente a sus deseos desordenados; el niño se agita
y grita; ella continúa inflexible: el
niño deja de chillar, se acostumbra a someter su voluntad a la de su
madre; los primeros gérmenes de la paciencia,
los primeros gérmenes de la obediencia se abren.
Obediencia y amor, reconocimiento
y confianza, juntos, hacen que cunda el primer germen de la conciencia, ci
primer fulgor del sentimiento que no debe oponerse a una madre amante, el
primer fulgor del sentimiento de que su madre no está en el mundo sólo para
él; el primer fulgor del Sentimiento de
que no es para él todo lo que hay en este mundo; y con este sentimiento germina
este segundo sentimiento: que él mismo
tampoco está en el mundo sólo para él:
la primera vislumbre del deber y del derecho está a punto de
mostrarse... Los sentimientos de amor,
gratitud y confianza, que se abrieron en el seno maternal, ahora se alargan y
abarcan a Dios como padre, a Dios como madre...
El niño, que ya cree en la mirada de Dios como en la mirada de su madre,
practica ahora el bien por el amor de Dios, como lo practicó hasta aquí por su
madre.
Los mismos análisis aparecen en El canto del cisne:
El niño cree en la palabra del
amor divino, cuyo espíritu reconoce en los actos y ademanes de su madre. Así es
como un hijo de los hombres se eleva, conducido por la mano de su madre, de
acuerdo con la naturaleza, desde la fe instintiva y el amor instintivo al amor
humano y a la fe humana, y pasa de éstos a la pura inteligencia de la verdadera
fe cristiana y del verdadero amor cristiano.
No es cosa de volver a contar aquí la historia
de los institutos “pestalozzianos”, ni incluso la del Instituto de Yverdon.
Contentémonos con recordar que, a una época en que la gran mayoría de los
pasantes era de origen alemán, sucedió un período francés, casi contemporáneo
de los años en que el inglés Greaves se iniciaba, en Yverdon, en el método de Pestalozzi y atraía
allí una “invasión” inglesa (1817-1822). Y caractericemos primeramente el espíritu de
estas dos casas. El Instituto de
Berthoud y luego, más completamente, el de Yverdon, constituyen, en efecto,
uno de los primeros ensayos coherentes de esa educación integral (información
de la persona entera por la vida y para la vida) que aparece reclamada en varios proyectos que
vieron la luz durante la Legislativa y la Convención, tras ser esbozada por
Victorino de Peltre en su Casa
gioiosa. Esta última aproximación
se impuso al autor de la descripción más amplia y perspicaz que poseemos del
Instituto de Yverdon, Marc Antoine Jullien:
Diríase que el Instituto fundado en Suiza por Pestalozzi no es sino urja fiel
imitación de la Casa alegre que existía en Mantua... Un hermoso lago, cuyas orillas están
plantadas de largas avenidas de chopos, ofrece a la vez baños cómodos y seguros
para los niños y lugares a propósito para educarlos en el ejercicio de la
natación. Un aire puro y parajes variados, que se multiplican en las campiñas
circundantes, se añaden a las ventajas y a los atractivos de esta deliciosa
residencia.
Pero la semejanza no se reduce a esto. El
Instituto de Yverdon, como la Casa alegre, y como más tarde Abbotsholm o Les
Roches, respondía a nuestra concepción de una escuela nueva. Por la atención a la higiene y al desarrollo
corporal, se tendía a una concepción instrumental” de la instrucción, y a una educación moral
fundada en la disciplina del trabajo y la vida en común. Así podría decirse que este Instituto, que
tuvo hasta doscientos cincuenta alumnos, y abarcaba, además del internado de
muchachos y el internado de señoritas, una escuela normal, en la que los
pasantes eran casi tantos como los maestros, constituía lo que llamamos hoy una
escuela experimental: ensayábanse en
ella procedimientos pedagógicos nuevos con el designio de perfeccionar
continuamente el método.
Se concedía gran importancia a la higiene; la
vida era ruda, pero sana: por la mañana, ducha y cultura física; en los recreos
juegos violentos, en los que tomaban parte los profesores. Louis Vulliemin
evoca, en sus Recuerdos, esos
partidos de barra que, empezando en el patio del castillo, acababan con
frecuencia en el césped que rodeaba el paseo de detrás del lago. La gimnasia
era objeto de una enseñanza metódica: se ejercitaban sucesivamente todos los
miembros y todos los movimientos; se vigilaba también el modo de vestir de los
alumnos en la clase. Los trabajos
manuales ocupaban gran parte de la jornada del escolar de Yverdon; dibujaba,
recorría ci campo para reunir colecciones; algunos cultivaban jardincillos
personales, fabricaban instrumentos o mueblecitos para su uso. Las muchachas se hacían ellas mismas los
trajes y los tocados, cajas de paja, etc., o se dedicaban a la cocina o a la
economía doméstica. Tenemos, en los recuerdos de los antiguos alumnos,
particularmente en los de Roger de Guimps, encantadores relatos de excursiones
de todo un día. Durante el verano, grupos menos nutridos, hacían, en la Suiza
antigua, viajes a la Toepffer. Corno advierte Jullien “su fuerza física se convertía, por el
sentimiento íntimo de los recursos que poseían en sí mismos, en el principio de
la intrepidez moral y del verdadero valor.”
Decíamos instrucción instrumental:
En Yverdon —anota Jullien—, la instrucción está tratada con el grado de
importancia que merece, pero se prefiere ante todo afirmar la base, formar el
juicio, disponer y fortificar el instrumento con el que uno se instruye.
...
Varios alumnos del Instituto, que han permanecido en él muy pocos años,
salen de allí con una escasa provisión de conocimientos adquiridos, pero con un
desarrollo verdadero de sus facultades naturales... El Instituto se ocupa en formar hombres
independientemente de los destinos que puedan tener en el mundo.
Todo cuanto se hacía en Yverdon para la
educación física e intelectual de los alumnos concurría directamente a su
educación moral, que era así, no uno de los artículos del programa, sino el
efecto normal del género de vida, de la disciplina de trabajo y de la atmósfera
espiritual en que se bañaban. “Se busca
la disciplina por todas partes, en el Método y en el Instituto —subraya juiciosamente Jullien—; no se la ve en ningún lado... Está fundada en
toda la existencia, en todas las acciones del niño, en sus estudios, sus
relaciones y sus recreos.
En los antípodas de Napoleón, que no conocía
más que dos palancas para hacer obrar al hombre: la ambición y el temor, Pestalozzi fundaba toda la educación en ci
respeto y el amor. Respeto de sí mismo en el alumno y respeto del alumno hacia
el maestro; amor del alumno por sus maestros, como correspondencia al amor del
maestro hacia sus alumnos. De las dos
formas de emulación, sólo se conocía la que consiste en medirse con uno mismo,
y no la que consiste en rivalizar con otro.
Esto parece haber asombrado particularísimamente a Mme de Stad, que
consagró al Instituto de Yverdon la mayor parte del cap. XIX de la primera
parte de su obra De Alemania:
Es un espectáculo atrayente y
singular ver cómo estos rostros infantiles, de rasgos redondeados, vagos y finos
toman naturalmente una expresión reflexiva:
son atentos por sí mismos, y consideran sus estudios como un hombre de
edad madura se ocuparía de sus propios asuntos... No ven rivales en sus camaradas, ni jueces en
sus maestros.
La consecuencia de esta educación “liberal” era
lo que debía ser; y podemos recordar, teniendo en cuenta posibles prejuicios,
la opinión de Jullien: “No he visto
nunca ni temor, ni superchería, ni respetos fingidos, ni desconfianza, ni
deseos de ocultarse: sino siempre el
abandono propio de la amistad, la más dulce unión, la confianza más completa,
una actitud noble, franca y natural y unos corazones abiertos.” Citemos aún algunas líneas en el mismo sentido,
tomadas de un discurso de Pestalozzi a sus alumnos, el primero de año de 1809:
No experimentamos ninguna
animadversión contra vuestras disposiciones o inclinaciones, ni empleamos la
más mínima violencia; no inhibimos, sólo querernos desarrollar... ¡Lejos de nosotros la idea de convertiros en
hombres que se nos parezcan, tales como la mayoría de nuestros
contemporáneos! Es preciso que gracias a
nuestros cuidados lleguéis a ser los hombres que “vuestra naturaleza” quiere que seáis; los hombres que exige lo que hay de divino y
sagrado en vuestra naturaleza... Mi actuación
tiende a elevar la naturaleza humana hasta lo más alto y lo más noble: a
elevarla por el amor; y sólo en esta
fuerza sagrada que es el amor, reconozco el instrumento que libera todo lo
divino y eterno que alienta en el hombre.
“Como en sí mismo, en fin, la eternidad lo
cambia”, tal es el Pestalozzi que nos
presentan el relato de M. A. Jullien y los recuerdos de sus alumnos. Pueden olvidarse las discusiones, los
procesos, las disensiones que turbaron pronto la armonía del Instituto de Yverdon.
Queda el testimonio del futuro geógrafo Karl Ritter: “Esta sociedad de hombres
fuertes, en lucha con el presente, para abrir camino a un futuro mejor, y que
hallan toda su alegría y su única recompensa en la esperanza de elevar al niño
a la auténtica dignidad del hombre...”
Podemos deducir por estas líneas de Pestalozzi
a Laharpe, ingenua comprobación del milagro de ese destino, una larga serie de
errores y fracasos que constituyen en fin de cuentas, una de las obras más
válidas y perdurables: “Creíamos sembrar
una semilla para nutrir a los desdichados en nuestro medio más próximo, y hemos
plantado un árbol cuyas ramas se extienden sobre el mundo entero.” Y admitir la
explicación que el mismo proponía: “El
amor lo ha hecho todo”; ese amor que, según Fichte, era en el la vida misma de
su vida.
Louis meylan
BIBLIOGRAFIA
1.
Pestalozzis sämtliche Werke, ed. L. W. Seyffarth. Liegnitz, 1899-1902. 16 vols.
2.
Pestalozzis sämtliche Werke, ed.
Arthur Buchenau, Eduard Spranger y Hans
3.
Stettbacher. Berlín y
Leipzig, desde 1927. Edición crítica, incompleta. Previstos:
24 vols.
4.
Heinrich Pestalozzis lebendiges Werk, selección
y ed. Adolf Haller. Birkhauser,
Basilea, 1946. 4 vols.
5.
Leonardo y Gertrudis,
Mis investigaciones... y El Canto del cisne, en trad. francesa. La Baconniere, Neuchatel.
6.
Pestalozzi bibliographie, de August Israel,
Berlín, 1904; continuada por Willibald Klinke, Berlín, 1923. Para lo que sigue
dirigirse al Pestalozzianum, Zurjch: director Prof. Hans Stettbacher.
7.
Iconografía:
Pestalozzi et son temps. Payot, Lausana, 1928.
8.
Estudios: Esprit de la méthode de Pestalozzi, por
M. A. Jullien. Milán, 1812; 2ª ed.,
París, 1842. 2 vols.
9.
Histoire de Pestalozzi, por Roger de Guimps.
París, 1874.
10.
Pcstalozzi, por J. Guillaurne. París,
1890.
11.
Pestalozzi et l’éducatíon
populaire, por Pinloche. París, 1902.
12.
Pestalozzi, por Albert Malche. Lausana,
1946.
IX. WILHELM VON HUMBOLDT
(1767-1835)
Wilhelm von Humboldt, político, filósofo y
lingüista, hermano menor del naturalista Alexander von Humboldt, y como él,
unido por una duradera amistad con Goethe, fue el más influyente organizador de
la enseñanza en Alemania durante el siglo XIX.
Basándose en la filosofía poskantiana y el pensamiento histórico, renovó
el ideal humanístico del Renacimiento y llegó a hacer de él el principio mismo
de la organización de la enseñanza pública.
El florecimiento científico del siglo XIX alemán se debió en gran parte
a su influencia. Pero ¿rebasa su importancia el marco
nacional? ¿Dio al principio humanístico
en pedagogía un valor capaz de convertirlo en el objeto de una discusión
europea, y, más generalmente, humana? En
todo caso, consiguió este aspecto general para el ideal de Roussean, y formuló
su principio de un modo tan intransigente, que descompensó los espíritus hasta
nuestros días. Intentó una de las grandes posibilidades de la cultura moderna,
la sometió a un análisis teórico profundo y la convirtió en la base de la
educación pública. Están tan íntimamente enlazados la vida, el pensamiento y la
obra de Humboldt —cosa que concuerda con el principio humanístico—, que se lo
comprenderá mejor si se examinan estos tres aspectos.
Su Vida y su Obra
Los hermanos Humboldt pertenecen a la nobleza
pomerania. Wilhelm nació, el 22 de junio de 1767, en Potsdam; su padre era comandante
y camarero de la corte. Sus maestros fueron preceptores, y algunos de ellos,
figuras sobresalientes de la Aulklürung berlinesa. En la Universidad de Gotinga (desde 1788), el
joven estudiante de derecho fue afectado por la. corrientes intelectuales de la
nueva época: estudió la Crítica de la razón pura, se hizo
iniciar por Christian G. Heyne en la ciencia de la antigüedad y trabó relación
con Georg Forster y con Friedrich Heinrich Jacobi. Tras una permanencia muy
breve, abandonó el servicio del Estado “para consagr.arse por entero a su
formación intelectual”; tomaba en serio la idea de Rousseau, que exigía que
ante todo se formase “el hombre”, antes de convertirse en ciudadano y de
consagrarse a una actividad precisa. Casado con Carolina von Dacheróden, de la
nobleza de Turingia, se instaló en Jena.
En aquella época la pequeña ciudad universitaria se convirtió en un
centro filosófico y literario, el lugar donde Reinhold, Fichte y Schiller, y
poco después Schelling, Hegel y Fries desarrollaron la filosofía
kantiana; donde Goethe, que venía con
frecuencia de Weimar, trabó amistad con Schiller y donde comenzaba a
constituirse entre la juventud “la
escuela romántica”. Humboldt había
estado ya en París el mismo año de la Revolución; volvió allá, en 1797, siempre
por amor a la cultura universal. De allí
hizo un viaje por el país vasco y por España. Comenzó con el vasco sus estudios
de lingüística comparada, guiado por la idea filosófica de que es en la
contextura de la lengua y la literatura donde el espíritu nacional halla su
expresión más pura, y de que la práctica de las lenguas extranjeras concebidas
así abre el camino a un comercio intelectual formador. Humboldt continuó sus
estudios lingüísticos hasta una edad muy avanzada, y los extendió al mexicano,[2] al sánscrito y a las lenguas indonesias. Su
obra principal, publicada después de su muerte, ha hecho de él el fundador de
la lingüística comparada, que se funda en la historia de las ideas.
Este paso hacia la ciencia revelaba ya una
resolución, a la Rousseau, de consagrarse después a una actividad “cívica”, y
Humboldt volvió efectivamente al servicio del Estado en 1802. Fue embajador de
Prusia en Roma y permaneció allí en su cargo hasta el hundimiento del Estado
de Federico en la batalla de Jena. Sus
años romanos los llenó con el estudio de la Antigüedad, a la que Winckelmann y
Goethe se habían dedicado antes que él en aquellos mismos lugares. Humboldt
emprendió este camino partiendo de la lengua y la literatura griegas; por entonces aún lo que le interesaba sobre
todo era la individualidad histórica de la nación. El helenismo se le antojaba el antiguo estado
de una humanidad que ya no era accesible, pero que continuaba siendo un
estímulo y un modelo por su misma
“forma”. ¡Un modelo por su forma,
y no por su contenido! La imitación
directa de la Antigüedad no es ni posible ni deseable; lo que importa copiar es
el modo en que ciertas condiciones naturales e históricas sirvieron de punto de
partida a una humanidad ejemplar. Las naciones modernas no deben remedar a los
griegos, sino elevarse a la “verdadera humanidad” conservando su originalidad
propia, como hicieron los griegos en las condiciones en que se hallaban. Ciertamente, su “naturalidad” ya no volverá a
darse; las naciones modernas sólo pueden
ser “sentimentales”,[3] pero pueden formarse en la escuela de las
naciones “naturales”, especialmente si saben representarse el espíritu de estas
últimas gracias a su lengua, su modo de pensar, su genio propio, su literatura
y su arte.
La derrota de Prusia llamó a Humboldt a su
patria, donde, desde 1807, había comenzado, en Kónigsberg, la reorganización
del Estado, en la que colaboraba toda la Alemania intelectual bajo la dirección
del barón de Stein (Freiherr von Stein).
Éste llamó a Humboldt a su ministerio;
Humboldt fue durante dieciséis meses el jefe de la “Sección de cultos y
enseñanza”. Reunió entorilo suyo una falange de colaboradores eminentes, que
habían sufrido la influencia de Fichte, Jacobi y Pestalozzi, y que continuaron
su obra cuando él dejó el ministerio, en 1810.
Hasta 1819 Humboldt permaneció al servicio del Estado, siendo embajador
en Viena, ante el tratado de París, el tratado de Viena, el Parlamento de
Francfort, en Londres —siempre al
servicio de las ideas liberales, que compartía COn Stein y el filósofo
Schleiermacher. Cuando la reacción debida a Metternich se estableció igualmente
en Prusia, y, tras las Decisiones de Carlsbad, comenzó a perseguirse la
libertad de pensamiento, Humboldt abandonó
su puesto. Se retiró a sus propiedades de Tegel, cerca de Berlín, donde su
castillo, adornado con antiguas estatuas, había sido construido por Schinkel.[4] Allí vivió hasta su muerte, que
sobrevino el 8 de abril de 1835, consagrado a sus queridos estudios y sobre
todo a sus investigaciones lingüísticas.
La obra literaria de Humboldt se inicia con sus
ideas sobre un ensayo para determinar los
límites de la acción del Estado, 1792
(ideen zu einem Versuch, die
Grenzen der Wirksamkeit des Staats za bestimmn), continúa con unos estudios
estéticos (sobre Hermann und Dorothea de
Goethe, sobre Schiller y su evolución Intelectual); después vienen trabajos sobre la historia
intelectual (Latium und Hellas, Über das Studium der
Gricchen); acerca
de una doctrina del hombre, y la naturaleza del conocimiento histórico (Über die Aufgabe des
Geschichtsschreibers: De la misión
del historiador), sobre la diferencia entre los sexos (Über die männliche und
weibliche Form) y,
en fin sobre la filosofía de las lenguas
(introducción a su obra sobre el kawi,[5] Über
die Verschiedenheit des menschlichen Sprachbaus: De la diversidad en la estructura de las
lenguas humanas). Su pensamiento
fundamental se halla expuesto en muchos lugares de su Diario y en su importante correspondencia (con Friedrich August Wolf, fundador de la
nueva ciencia de la antigüedad, Friedrich Heinrich Jacobi, filósofo de la
religión, con Schiller, con Goethe y con su mujer). En lo que concierne a cuestiones puramente
pedagógicas, Humboldt sólo definió su posición en las memorias ministeriales de
1809-10. No existe una obra pedagógica
suya, en el sentido estricto de la palabra, lo mismo que no ejerció nunca la
función docente. Y, sin embargo, toda su obra literaria ostenta el signo de la
pedagogía: está completamente dominada por el problema de la formación del
hombre. En la vida de Humboldt el centro de sus preocupaciones es también la
formación de su propia personalidad, actitud que, desde los Padres de la
Iglesia, equivalía al problema del ascetismo. A este respecto Eduard
Spranger —a quien debemos la
interpretación más profunda de la obra completa de Humboldt— acierta al ver en el terreno pedagógico la
clave de todos los trabajos del pensador, del estadista y del sabio, ya que el
problema pedagógico está siempre estrechamente emparentado con el problema
antropológico. ¿Qué es el hombre? ¿Cómo se forma? ¿Cómo
ayudar a su formación? Estas tres
preguntas están unidas en Humboldt por una sola y misma actitud de pensamiento.
Su Pensamiento
Toda la energía intelectual de la Aufklürung decadente se encauzaba en la
misma dirección. Como las orientaciones
teológicas habían sido, o bien ligeramente esfumadas o bien completamente
abandonadas, los pensadores de todas las naciones europeas trabajaban sobre
una sola y misma idea, a la que dio Rousseau su expresión más brillante. Todos los pensadores alemanes de esta época
llevan su impronta; sin embargo, hallaron nuevos caminos para abordar el
problema fundamental del hombre: primero
en la filosofía de Kant, después en la crítica literaria que va de Lessing a
Herder y de Schillcr a Schlegel, y, por
fin, en la ciencia de la antigüedad de los Winckelmann, los Heyne y los Fr. A.
Wolf. En los ambientes más fecundos de
la época, aumentaba la tendencia de considerar a Goethe como el ejemplo
concreto de un tipo humano que todo el mundo, de manera general, pero más
especialmente Schiller, Schelling, Humbo]dt y los poetas románticos,
procuraban realizar.
El hombre es por “naturaleza”
un “ser razonable” y hay que comprenderlo desde ese punto de
vista: tal era la opinión común entre
los hombres de la Aufkärung y en
Rousseau. Kant, Fichte y Schel. ling apoyaron dicha tesis sobre bases
metafísicas. Según Kant la razón no es
ya únicamente una facultad de percepción que recibe los estímulos del mundo
exterior por medio de los sentidos y los elabora para uso de ese ser viviente
que es el hombre. Este concepto
pragmático de la vida se considera ahora con cierto desdén, como un concepto
vil y envilecedor, como un error bárbaro.
Para Kant la razón es una potencia creadora que se manifiesta en el hombre gracias a su organización física y
moral. No es cognoscible en sí, pero es
la condición de todo conocimiento, de toda experiencia, y de toda acción; es
una facultad a priori —condición indispensable para que sean posibles conocimientos y acción. El verdadero conocimiento es el conocimiento
crítico, que toma conciencia de dicha posibilidad. Las acciones verdaderas son las acciones
morales, cuyos móviles son el respeto de la ley moral. Schiller y los románticos añaden que la
acción moral se realiza plenamente cuando se encuentra por sí misma en armonía
con las necesidades y los instintos y se vuelve “bella”. Porque cuando el ser sensible está impregnado
de razón y de libertad, entonces es cuando se realiza lo “bello”. La razón comprendida de este modo, se
convierte en “Espíritu” (pneuma, spiritus), espíritu que crea el mundo y lo
trasciende y del cual participa el espíritu individual del hombre gracias a su actividad interna. El saber del hombre, su alma capaz de
emitir un juicio estético, su acción moral, son los cauces de esta
participación en el Espíritu. Por ahí el
hombre se “humaniza”, su ser ante todo “natural”
se “espiritualiza”.
A estos principios idealistas fundamentales se
añade una idea romántico-histórica, basada en el estudio de la
individualidad. El hombre es un todo;
está en relación con todas las partes del cosmos; y esto es lo que constituye su carácter
universal; se presenta como un microcosmos.
En sí mismo, el individuo se realiza por sus defectos: la condición
perfectamente natural del hombre revela un sobrante o una deficiencia en
determinado sentido, un despojo en relación con el tipo humano general. Ahora
bien, la fuerza plástica del espíritu se manifiesta en que el hombre es
siempre capaz, partiendo de sus condiciones y sus límites individuales, de
elevarse por su esfuerzo hasta el desarrollo completo de ese carácter humano
general. La barrera individual en modo alguno impide la realización de la
humanidad posible.
Toda humanización del hombre está
necesariamente ligada a condiciones particulares y limitativas, no sólo las
que conciernen a su ser físico, sus facultades intelectuales, la orientación de
su espíritu, la disposición de su alma, sino también su medio histórico, su ambiente
social, su nacionalidad. Pero, como dirá más tarde Jacob Burckhardt, “el espíritu”
ha sido, desde siempre, “completo”;
lo es en todos los pueblos, en todos los lugares, en todos los
tiempos. Y para el historiador resulta
apasionante describir dicha relación del
“Espíritu” con las condiciones históricas. Expondrá cómo la “idea” de la humanidad verdadera, total, se
desprende de la diversidad de las situaciones y hasta qué grado de lo humano ha
llegado la historia. Esta es su
misión. En cuanto a la actuación
formativa del historiador, consiste precisamente en mostrar la lucha de la
“idea” contra la “realidad”. Comprobar de qué modo sucedieron las cosas o
deducir de ellas una conclusión pragmática
(¿qué debe hacerse con lo que se ha hecho “histórico”? ¿Qué enseñanza práctica ha de sacarse de
ello?) no traduce en modo alguno el
valor de la historia. Dicho valor reside
en efecto en la “forma” de la historia, en la lucha del hombre por la
humanidad en medio de las condiciones y las situaciones reales más diversas.
Y ahora pueden relacionarse esas dos tesis
fundamentales: la cultura (formatio
hominis) es una transformación progresiva del hombre, de ese ser viviente
tal como se da con sus sentidos y su historia, en un ser espiritual que
participa del “Espíritu” creador del mundo proyectando en un individuo
la copia integral de este último.
Pero entre el individuo y el “Espíritu” existen mundos intermedios que revelan una
individualidad colectiva, las naciones, sobre las cuales el Espíritu se ha
proyectado también. Sin duda sólo los
individuos pueden ser intelectualmente activos, pero están unidos entre ellos
por un lazo espiritual que emana de esa individualidad colectiva, y el
fenómeno misterioso que consigue esta unión, es la lengua.
El misterio reside en que la lengua es la
expresión general del Espíritu, y que, sin embargo, gracias a ella, puede
moverse entre las formas más individuales de la comunicación concreta. La palabra contiene ya la frase, la frase
supone un sistema gramatical y en este ultimo se encarna a su vez todo un
sistema de pensamiento con sus categorías.
Dichas formas gramaticales, dichas categorías, permiten al espíritu
humano acopiar todo lo que le es posible en cuestión de datos materiales. Por otra parte, la lengua no vive más que por
la comprensión concreta entre individuos determinados, en ciertas condiciones
históricas susceptibles de transformación; por lo tanto tiene, ella misma, un
carácter histórico. Toda lengua es
traducible a otra —y, sin embargo hay en
ella un no sé qué intraducible. La
estructura de la lengua es, pues, un a priori
y, no obstante, tiene su historia, tiene en todos lados peculiaridades
nacionales. Es, por consiguiente, ¡un a priori concreto! El espíritu de cada nación y de cada época se
encarna en la lengua; por otra parte, ésta trasmite un conjunto determinado de
categorías y de símbolos anterior a los individuos que se desarrollan en el
marco de un espíritu nacional. El individuo
se hace hombre por medio del espíritu de la lengua y del genio de la nación (Volksgeist).
De aquí brota otro principio fundamental de
esta formación del hombre; las barreras
individuales desaparecen cuando los individuos examinan su concepción de la vida.
Como todo individuo, cuando se forma en lo humano, intenta participar en todas
las riquezas del Espíritu, la contemplación de un individuo extranjero equivale
para él a una ampliación de las barreras que su propia individualidad impone a
la verdadera concepción de la vida. Las
relaciones intelectuales entre los hombres les permiten ayudarse mutuamente a
espiritualizar los datos concretos.
Esto es cierto asimismo en las relaciones entre
individuos y entre naciones; y es cierto además en lo que se refiere a las
relaciones del hombre de hoy con las producciones intelectuales de las épocas y
de las naciones anteriores, cuya individualidad espiritual se conserva en la
lengua, la literatura y el arte. Estas relaciones fecundas entre el individuo y
las individualidades espirituales extranjeras constituyen lo que Humboldt
llama la tendencia universal en la cultura.
Schleiermacher comparte esta concepción con
Humboldt, Fichte y Schelling. Ha descrito esa sociabilidad intelectual como un
medio de formar al verdadero hombre. Ha
reconocido con Tieck y los hermanos Schlegel que la traducción de las obras
extranjeras es, en ese sentido, una de las grandes tareas humanas. Los cuatro han dado expresión a una teoría de
la verdadera traducción y han presentado algunos grandes modelos traduciendo a
Platón y a Shakespeare. Desde ese mismo
punto de vista estudiaron la interpretación de las grandes obras maestras
literarias y artísticas (teoría
hermenéutica general). Aprender las
lenguas extranjeras pasaba a ser, de este modo, una de las exigencias de la
verdadera cultura humana. El estudio de
las lenguas no sirve sólo para las relaciones prácticas, la diplomacia, los
negocios, sino que permite comprender el espíritu de una nación y, por
consiguiente, la expresión de sus individuos.
Y la comprensión del espíritu extranjero es tanto más perfecta y tanto
más fecunda, cuanto más ha sufrido el individuo la influencia del tipo humano
general.
El estudio de una lengua extranjera tiene por
objeto, no la lengua usual, que permite comprender lo cotidiano, sino su
contextura misma y sus grandes obras literarias. Por lo tanto debe uno consagrarse sobre todo
al estudio de las lenguas que han llegado a expresar “la humanidad” en una
forma particularmente pura. Humboldt
sitúa el griego antes que otra cualquiera, porque ha sabido expresar en una
fase ingenua de la historia —ya perdida
para siempre— la humanidad más
perfecta. Entre las lenguas modernas el
francés está a la cabeza.
En esta teoría de la formación en lo humano, puede
verse una variante de lo que los manuales de pedagogía llaman Humanitäts ideal y que enlazan con ese
movimiento común a toda Europa: el
humanismo. En efecto, se trata de una
renovación de las doctrinas en curso desde Petrarca a Erasmo y que, en aquella
época, constituían en ciertos aspectos un complemento del ideal ascético de la
escolástica y en ciertos otros se oponían a él.
Si el ascetismo arrancaba de una antropología del hombre caído,
encontrarnos aquí otra vez las huellas del famoso tratado de Pico de la
Mirándola sobre la dignidad del hombre, De dignitate hominis. Pero la antropología pesimista del
ascetismo tiene corno condición previa el optimismo humanístico: el
hombre sólo puede estar amenazado y caído si ha sido llamado a una formación
humana completa. Por eso se ha procurado
siempre coordinar ambas doctrinas viendo en ellas grados, “momentos” diferentes de una sola y misma
doctrina. Si Erasmo no lo logró, sus
amigos Moro y Vives lo han hecho, y si Humboldt se ha quedado a la zaga de
Erasmo, los Hamann, Jacobi y Schleiermacher no están muy lejos de él. Este último ha sido el fundador de la
teología liberal del siglo XX; los otros dos dieron origen a la teología
dialéctica que va de Kierkegaard a Karl Barth.
Pero a estas concepciones religiosas o especulativas del hombre y de su
verdadera formación en lo humano, se opone la concepción pragmática de la vida
en la Europa moderna, que se apoya sobre una concepción naturalista del hombre:
el hombre es el ser “nacido por un azar”
que ha desarrollado la inteligencia de los instrumentos; mediante la
construcción de éstos, siempre perfeccionados, aprende a sostenerse y a moverse
siempre con mayor perfección dentro de la naturaleza —él que es por sí mismo una naturaleza. En Humboldt la concepción de la formación
del hombre se opone radicalmente a esta antropología pragmática. Una feliz coincidencia en nuestra historia política
le dio a Humboldt la oportunidad de actuar eficazmente en la organización de la
enseñanza asestando así un gran golpe al espíritu pragmático contemporáneo.
Sus Reformas
La cultura europea se apoyaba en la cultura
antigua tal y como había sido recibida y unida al ascetismo cristiano por la
escolástica. Era enciclopédica y estaba
destinada solamente a un medio restringido de eruditos y monjes cultos. Desde la Reforma y con el auge del
mercantilismo en ciertos estados, se había extendido a los ambientes
iletrados. En el siglo XVIII se
considera cada vez más como asunto de Estado.
Todos los hombres deben recibir una formación que les sirva para llevar
una vida decente. En Francia, la Revolución
había planteado el problema de la enseñanza del Estado para ci conjunto de la
nación sobre un plan unitario (tal era
el camino señalado por el proyecto que Condorcet sometió a las Constituyentes). En Prusia también el ministro Stein
consideraba necesaria una reglamentación oficial de la enseñanza pública para
lograr una renovación espiritual del Estado.
Fue Humboldt quien la realizó.
Los trabajos anteriores se caracterizaron por
las ideas pedagógicas de la Au/klürung y
de los “Filantropinistas”,[6] grupo
de educadores que se apoyaban en Locke y en Rousseau y cuyas ideas han sido
expuestas por Pinloche en una obra ya clásica.
La tendencia predominante en los hombres de la Aufklürung
consistía, por una parte, en permitir el
“desarrollo” de la formación del hombre conforme a las “necesidades” de
la “naturaleza joven” y por otra en buscar una formación precoz de
acuerdo con la vida cívica en el seno de la cual los jóvenes deberían más tarde
hacerse útiles y ganarse los medios de subsistir. La primera tendencia quería que la enseñanza
se adaptara psicológicamente a las diferentes fases de dicho desarrollo, la
segunda que fuese orientado de acuerdo con las necesidades de las distintas
clases, profesiones y funciones de la sociedad. Pero era asimismo propio de ambas
tendencias el transformar la escuela elemental tradicional en una escuela de
“juego” (Spielschule) vigilada desde el punto de vista
psicológico, organizar las escuelas superiores según las clases y las futuras
profesiones y darles como disciplina “conocimientos útiles y prácticos”. En cuanto a la antigua Universidad de
carácter enciclopédico, se dejó reabsorber por una serie de grandes escuelas
especializadas. Este sistema pragmático existe en Europa en estado latente
desde la Aufklürung y procura que cada generación y cada país
se adhieran a sus principios.
Humboldt opuso a este principio pragmático el
principio humanístico. Se fundaba en el
precepto de Rousseau, según el cual la formación del hombre debe preceder a la
del ciudadano y constituir su base. Confió al Estado el cuidado de toda la
enseñanza, entendiéndose que éste debería suscitar la colaboración activa de
los concejos. Respecto a las materias de
la enseñanza, el Estado debía preocuparse, no de sus fines particulares, sino
únicamente de la formación del hombre en el sentido más alto de la
expresión. La formación profesional, la
especialización tendrían que hacerse sobre la base de esa formación general,
dirigida por el Estado, los concejos o los particulares.
Por este motivo la formación general debe
seguir un cauce único, que va de la enseñanza elemental a la Universidad, del
simple aprendizaje artesano hasta las escuelas especializadas. Este cauce debe estar abierto a todos;
ninguna consideración de diferencias sociales, ninguna preocupación profesional
particular deben entorpecer su construcción interna.
Es indudable que no todo el mundo podrá
recorrer hasta el fin el camino de la cultura general, si sus facultades, sus
inclinaciones o sus recursos no se lo permiten: pero, en todo caso, cada uno
llevará a su vida profesional una formación general básica, sea cual fuere el
momento de la fase en que abandone esa ruta.
De acuerdo con dichos principios la formación
general se divide en tres fases: la
enseñanza elemental, la escuela
“erudita”, la universidad. La enseñanza profesional, las escuelas
especializadas y las grandes escuelas técnicas quedan fuera de este
esquema. No se las debe confundir con el
sistema de la cultura general. Toda
formación especializada supone que la formación general terminó; en cuanto al momento en que ésta debe
interrumpirse, los medios profesionales y los individuos lo decidirán cada uno
para sí; el Estado les ofrece a todos
las mismas oportunidades y les deja libre el camino.
La nueva organización se aplicaba primero a la
escuela elemental. Había sido hasta
entonces una preparación mecánica de la enseñanza superior, una “escuela del mínimo”; desde ahora se
convierte en un centro de cultura general, en el sentido humanístico, que se
procurará desarrollar; llegó a ser el primer grado de enseñanza para
todos: la escuela primaria. Además se borró toda diferencia entre las escuelas
clásicas con enseñanza del latín y las escuelas medias (Bürgerschulen o Mittclschulen); se
convirtieron en escuelas del segundo grado unificado, “escuela secundaria”. Se
les dio el nombre genérico de gimnasio. El plan de estudios se estableció
también de una manera unitaria. Como no
existía la preocupación de las necesidades técnicas o sociales, toda
diferenciación resultaba superflua; sólo
había que tener en cuenta al individuo y permitir que cada uno se consagrara
más intensamente a ciertos estudios y descuidara otros, pues lo esencial era no
abandonar del tono ninguna disciplina, ya que el conjunto constituía un todo
indivisible.
Se aplicó el mismo principio a la
Universidad. A ella sobre todo debía
considerarse como centro de la cultura humana, no ya como la unión de tres
escuelas especiales de teología, medicina y derecho, escuelas que se trataba
entonces de extender a los agricultores, veterinarios e ingenieros.
La Universidad, lejos de dividirse en altas
escuelas especializadas, debía volver de nuevo, para Humboldt y Schleiermacher,
a ser un todo, concentrado en derredor de un eje de cultura general. En el Plan
de estudios de la Universidad de Berlín, dicho eje era la filosofía.
La vieja Facultas artium dejó
de funcionar como facultad subalterna y simple preparación de las otras tres
facultades profesionales superiores; se transformó en la facultad central que
impregnaba a todas las otras con su levadura.
La Universidad de Berlín, fundada en 1810 por Humboldt, fue un modelo a
este respecto. La especulación
filosófica y el método filosófico-histórico dio en ella el tono a las otras
facultades. Libró a los estudios del
espíritu puramente pragmático poniéndolos al servicio de “la idea del saber”. Ahora bien, el verdadero saber descubre el
verdadero sentido de la vida y forma así la acción y el carácter.
Pero ¿ cuál será el
contenido de tal sistema de cultura puramente humana, si ha de mantenerse al
margen de toda preocupación en lo que concierne los conocimientos utilitarios
destinados a los funciones especiales y a las profesiones? Rousseau había tratado de resolver el
problema desde cl punto de vista psicológico y general. Según él, todas las artes y todas las
ciencias sólo aparecen en el desarrollo de la cultura cuando el niño, al
crecer, manifiesta un interés “natural”
respecto a ellas y cuando procura espontáneamente ejercer en ellas sus
fuerzas crecientes. Aquí es la propia
naturaleza la que cuida la organización de los estudios y su progresión
formativa: gracias a una armonía
preestablecida entre la naturaleza humana y
“el orden natural” de una verdadera cultura.
Pestalozzi se
encontró ante el mismo problema cuando buscaba su “método”. Para él lo
importante era asimismo “ejercitar” las “fuerzas” espontáneas del niño. Pero
veía la materia de dichos ejercicios en la “situación individual concreta” que
varía de acuerdo con la situación histórica determinada del niño, es decir, la
casa paterna y los deberes que el amor y las necesidades de la vida le imponen
ya.
Ese principio
pestalozziano del ejercicio “formal” de todas las fuerzas humanas, ha sido
aplicado por Humboldt al conjunto de la enseñanza. Se trataba de ejercitar las fuerzas
crecientes de la juventud en todas las direcciones, de suerte que el centro
interno de la existencia humana fuese estimulado por la participación del
espíritu individual en el Universo creador.
Cuando se dice de este principio que es un principio de cultura
“formal”, es porque se piensa en la
noción aristotélica de la forma. Lo “formal”
es el contenido supremo de la realidad creadora, la realidad en sí, la
realidad divina. Lo que Hegel llama
lo “sustancial”.
La cultura formal
consiste, pues, en ejercitar las fuerzas espirituales en las formas del
Espíritu. Entre ellas, la más
importante, la forma fundamental, es la lengua con sus dos aspectos: estructura
propiamente dicha y discurso que permite la comprensión mutua en el Espíritu,
muy particularmente en las letras. La lengua materna viene a la cabeza; luego,
entre las lenguas modernas, el francés, y entre las antiguas, el griego, más
importante todavía que el indispensable latín. Hay que añadir a las lenguas
las matemáticas y las disciplinas “históricas”,
es decir, las que se ocupan de los hechos: historia, historia natural, cosmografía,
geografía. Sin duda todas estas disciplinas se aplican a los hechos; sin
embargo, a un aquí, cl valor formativo reside, no en la materia estudiada, sino
en la manera en que se estudia —¿cómo se
encadenan los hechos en la historia, como vive la naturaleza ejerciendo su
misión creadora, como sustenta la tierra al hombre y cómo puede éste
cultivarla? He aquí lo que constituye el centro mismo de la enseñanza. Pensemos
ahora en el modo de ver de los Leopold Ranke, los Goethe, los Karl Ritter y los
Alexander von Humboldt. En ese canon de ejercicios formales del espíritu se
incluyen también la música, el dibujo y la gimnasia. Así nace la conocida
enciclopedia de las diez disciplinas escolares que, según esta teoría, es
susceptible de dispensar a cada uno una formación general básica, necesaria
para toda función o profesión.
Mas no se tardó en
criticar este principio. En efecto, que
esta cultura universal pudiera ser interrumpida sin peligro en cada grado,
precisamente a causa de su concentración sobre lo “formal”, y que por
consiguiente el joven artesano se viera obligado a aprender el griego durante
algunos años si no quería quedarse en la primaria, que todo alumno de primero
debiese estudiar seriamente a lo largo de toda su edad escolar las lenguas, las
disciplinas históricas y las matemáticas
—todo esto no dejó de provocar oposiciones. En el siglo XIX hubo que establecer, junto al
gimnasio “unitario”, las escuelas
superiores y las escuelas modernas (Mittelschulen
y Realschulen) que renunciaban
al griego e incluso frecuentemente al latín.
Sin embargo, en esas mismas escuelas la idea de la cultura general “formal”,
se ha sostenido gracias a la influencia duradera de Humboldt.
Pero es en las
universidades donde el principio de Humboldt se reveló más fecundo. No tardaron
en reformarse de acuerdo con el modelo
de la nueva Universidad de Berlín. La idea maestra consistía en que cl
estudiante debía aprender solo y participar en las investigaciones científicas.
Mientras la escuela primaria está en los comienzos centrada en el profesor.
mientras que la enseñanza propiamente dicha exige un jefe, un intermediario,
la enseñanza universitaria debe conseguir progresivamente que el maestro sea
superfluo. El estudiante ya no es un
escolar, “realiza investigaciones por sí
mismo, ci profesor es para él un guía y un apoyo” (Programas escolares de
Kánigsberg, WWXH 261). “Seguir los
cursos, es, en realidad, algo secundario: lo esencial, lo necesario es que el
muchacho, entre la escuela y sus primeros pasos en la vida, consagre cierto
numero de años exclusivamente a la reflexión científica en un lugar que reúna a
muchos maestros y estudiantes” (íd.,
262). La meta propuesta, “la
iniciación a la ciencia pura” (id., 279),
se designa con el término “Selbstactus”. Y para adquirir interiormente ese saber
hace falta una libertad, una comunidad con gentes que tengan la misma
disposición de espíritu, y la soledad
—condiciones siempre posibles en una Universidad libre. Las universidades
obran ante todo por la presencia en su seno
“de un cierto número de personas completamente formadas”.
Tal es el principio
de la Universidad amenazado por la evolución moderna hacia la tecnocracia y la
especialización, de suerte que los estudios hechos según el espíritu de
Humboldt son ya una excepción y corren el riesgo de desaparecer por
completo. Pero he aquí un signo de la
vitalidad de dichas concepciones: la discusión general sobre la reforma de las
grandes escuelas en Alemania emprende un rumbo que permitirá de nuevo ayudar a
su realización en medio de nuestras vicisitudes actuales.
Wilhelm Flitner
BIBLIOGRAFÍA
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Wilhelm von Humboldts gesammelte Scliriften. Ed. Acad. Real de Ciencias
(Königlich-Preussische Akademie der Wissenschaften), Berlín, 1903-1936. 17
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Spranger, Willhelm von Humboldt und die Reform des Bildungswesens. Leipzig,
1910.
7.
Fritz
Heinernann, Wilhelm von Humboldts
phílosophísche Anthropologie und Theorie der Menschenkenntnis. Halle, 1929.
8.
Ernst
Howald, Willhelm von Humboldt. Zurich,
1944.
[1] biografia. Heinrich Pestalozzi, nacido el
12 de enero de 1746, se instala en Neuhof
el año 1771. De 1780 a 1798,
desarrolla una gran actividad literaria: Leonardo
y Gertrudis, primera parte, 1781;
segunda, 1783; tercera, 1785; cuarta,
1787. 6 de agosto de 1792: Pestalozzi
ciudadano francés. Mis investigaciones sobre la marcha de la naturaleza en el
desenvolvimiento del genero humano, 1797.
7 de diciembre a 8 de junio de
1799: la “locura” de Stans.
1799 a 1800: Pestalozzi educador en Berthoud. Octubre de 1800: apertura del Instituto de Berthoud,
trasladado en 1804 a Münchenbuchsee, y luego a Yverdon. Cómo instruye Gertrudis a sus hijos,
1801. Período 1805-1825: Pestalozzi jefe del Instituto de Yverdort.
1808: Barraud abre la escuela
pestalozziana de Eergerac. 1816: M. A.
Jullien lleva a Yverdon veinticuatro jóvenes franceses. 1817-1822: el inglés Greaves en Yverdon. 13 de
septiembre de 1818: inauguración de
la “casa de pobres” d e Clindy. 2 de marzo de 1825: Pestalozzi vuelve a Neuhof: publica El
canto del cisne y Mis destinos. Muere el 17 de febrero de 1827.
[3] “Sentimental e ingenua”, alusión al tratado de
Schiller sobre “lo ingenuo y sentimental’’. Ambos términos deben tomarse aquí
en la acepción que tienen para Schiller.
[4] Célebre arquitecto alemán (1781-1841), uno de los principales
representantes del renacimiento clásico.
[6] Los filantropinistas constituían el pequeño
grupo de pedagogos colaboradores de J. B. Basedow, fundador del Instituto de
Dessau (1774) que llevaba el nombre de Philanthroninum, véase A. Pinloche, Basedow
y el filantropismo, 1889.
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