jueves, 25 de octubre de 2012

LA PEDAGOGÍA DE LOS JESUITAS


(1548-1762)

Se ha escrito mucho acerca de la pedagogía de los jesuitas.  Desgra­ciadamente, la mayor parte de los estudios consagrados a esta cues­tión se escribieron en el fragor de las discusiones ideológicas o polí­ticas que no permitieron ni un mínimo de objetividad a los censores ni a los apologistas. En los dos lados de la barricada se tuvo, además, la tendencia a simplificar extraordinariamente este asunto: la regla de la obediencia pasiva que impresiona tanto a la imaginación, indu­jo a representarse las instituciones pedagógicas de los jesuitas  (así como el conjunto de las normas de la compañía)  como un bloque compacto y homogéneo que salió en su estado definitivo de las po­derosas manos del fundador. La realidad es muy distinta.  Si la peda­gogía de los jesuitas responde a un ideal, cosa que trataremos de definir, ese ideal fue concebido por unas inteligencias extraordinaria­mente realistas y de acuerdo con las necesidades de una ¿poca de­terminada.  Como todo valor positivo supo definir indudablemente un tipo capaz de adaptarse, con los retoques necesarios, fuera del campo de aplicación en que fue erigida su estructura, y sería por cierto interesante estudiar cómo la pedagogía de los jesuitas, esta­blecida por el hombre honrado de la época barroca, se esforzó en adaptarse, tras su regreso en 1832, a la era de la civilización y dc las democracias nacionalistas.  Pero ese es un proceso todavía en curso y acerca del cual el historiador no ha adquirido aún el derecho de opinar de un modo concluyente.

Otra cosa acontece en lo que atañe al período continuo que va desde mediados del siglo XVI a la mitad del XVIII, o, para precisar más todavía, desde 1548, fecha de la inauguración del colegio de Mesina, a 1762, fecha de la expulsión de Francia y de la clausura del colegio de Clermont.  Tenemos ahí un período de dos siglos en el curso del cual la acción pedagógica de los jesuitas se desarrolla sin ninguna solución de continuidad. Todo juicio objetivo acerca de sus instituciones deberá tener en cuenta como se insertaron en las tradi­ciones escolares del siglo XVI, y han constituido y difundido, en el transcurso de los dos siglos siguientes, un espíritu y unos métodos cuya influencia en el desarrollo de la cultura occidental es menester que apreciemos.  El estudio de esta larga campaña pedagógica es, desde luego, sumamente arduo, ya que los cronistas de la segunda mitad del siglo XVI no siempre fecharon los textos que nos procuran, y dado que las persecuciones del siglo XVIII han destruido o disper­sado los archivos más preciosos.  Es, pues, preciso atenerse a la labor paciente y metódica de algunos humanistas que hace poco han reno­vado la cuestión apoyándose en las bases de la crítica más positiva, y, en particular, a los hermosos trabajos del  P. de Dainville  (cf. bibliografía).

I.  Orígenes Remotos y Fuentes Inmediatas

Cuando Ignacio de Loyola (1491-1556) experimentó, en 1521, tras la lectura de la vida de los santos, el deseo irresistible de convertirse, a su vez, en un instrumento eficaz en las manos de Dios, se dio pron­to cuenta de los angostos limites que su incultura de segundón precipitadamente puesto al servicio del ejército imponía a su acción.  Así, decidió reanudar sus estudios.  Se inscribió al principio en las universidades de Alcalá  (1526-1527) y de Salamanca (1527);  pero hay que suponer que no encontró en ellas lo que buscaba, ya que decidió pasar los Pirineos, y siendo estudiante de la Universidad de París  (1528-1535)  fue cuando echó, como se sabe, los cimientos de la futura compañía.

Hay aquí un punto que merece que nos detengamos en él. Pri­meramente, porque la orden de los jesuitas no es, como se dice en ocasiones, una orden contemplativa desviada hacia la enseñanza. En segundo lugar, porque el período y el medio en que los jesuitas arraigan no permiten semejante separación.

El precioso libro de Renaudet, Prerreforma y humanismo en Paris durante las primeras guerras de Italia (1494-1517),  descubre en su misma estructura la profunda complejidad de la cuestión:  muestra claramente cómo la capital francesa, inmediatamente des­pués de la Guerra de los Cien Años, fue la sede de una doble corriente de reforma que afecta a la religión y a los estudios.  Las influen­cias más sobresalientes  —los hermanos de la vida común, el humanis­mo fichetista y después el fabrista—[1]  son las que se hacen sentir a la vez en la Iglesia y en la Universidad.  Pero la fecha de 1517 sólo tiene sentido a este respecto si se recarga abusivamente el término  “prerreforma”  dándole un sentido demasiado material, esto es, todo lo que precede a Lutero y a Calvino, o, como se decía en el si­glo XVIII, el establecimiento de la religión supuestamente reformada.  Si, por el contrario, se atiende al fondo, y si el libro de Renaudet nos habla de algo real, esta prerreforma, que Imbart de La Tour llama con frecuencia reformismo, es una tentativa para restaurar la civilización cristiana sobre la base de unos valores vueltos a descubrir a principios del siglo XVI.  Ahora bien, lejos de extinguirse, este movimiento recobra fuerza y vigor, en 1517, bajo el reinado de Francisco I, encarna admirablemente en la persona de Guillermo Budé (1467-1540) y lleva a la institución de los lectores reales (1530),  cebo del futuro Colegio de Francia.

Desde el punto de vista teológico y eclesiástico la prerreforma está dominada por la persona de Erasmo, cuya influencia parece cada día más importante:  su acción puede considerarse no sólo como eficaz, sino como preponderante, mientras se columbra la esperanza de una reforma universal y pacífica por medio de un arbitraje entre “pontificales”  y  “protestantes”:  las tendencias irénicas que triunfan en la redacción del interim de Augsburgo (1543)  y en el coloquio de Poissy  (1561),  señalan el extremo límite cronológico de su efi­cacia política y eclesiástica.  Pero desde el punto de vista cultural esta corriente se prolonga más lejos:  por los erasmistas españoles continúa influyendo en la Iglesia católica y en los políticos franceses mucho después del Concilio de Trento (1545-1563).  Por Melanch­ton, que es suyo en cuerpo y alma, dirige una rectificación progre­siva del luteranismo que permitirá, llegado el tiempo, la alineación de las universidades alemanas dentro de la filosofía jesuita y la cons­titución del bloque barroco.  En fin, continuará por la acción de muchos pedagogos fieles a su ideal, incluso cuando tal corriente no corresponde ya al tiempo de las rupturas y las elecciones, por la supervivencia de sus obras fundamentales.

Citamos entre estos últimos no sólo al célebre Vives (De tradendis dísciplinis, 1531), sitio al bueno de Mosellanus, árbitro pacifico de la controversia entre Eck y los luteranos (1519)  y cuya Paidología (1521) no dejará de reimprimirse hasta 1701.

Es preciso proyectar la silueta de Loyola sobre el fondo de este cuadro. Su actividad creadora es tanto más eficaz cuanto prosigue todo ese esfuerzo, históricamente aciago, cuyos elementos po­sitivos colocará en el seno del nuevo edificio cuya construcción sistemática emprende la Iglesia.

En lo que atañe a la futura pedagogía de los jesuitas importa recordar que Ignacio de Loyola conoció a Francia durante una ver­dadera revolución universitaria. La reforma de la Universidad de París por el cardenal de Estouteville, legado pontificio, en 1452, puso un poco de orden en la vieja casa: se encuentran allí, a principios del siglo XVI, la Facultad de Decreto  (derecho canónico),  la Facultad de Teología  (sacratissirna theologorurn facultas),  reagru­pada alrededor de la Sorbona, la Facultad de Medicina, nuevamente en auge, y la Facultad de las Artes, en plena efervescencia. Ésta ya no se contenta con representar su misión tradicional de propedéutica,  “facultas ornnium aliarum baus, mater et nutrir”;  es el punto de partida para la constitución de una verdadera enseñanza secundaria. La reforma administrativa de 1463 aumenta la importancia y la autonomía de los colegios (que eran, hasta entonces, organismos estrechamente subordinados), y facilita el desarrollo y la multipli­cación de éstos. No son ya únicamente residencias de estudiantes becados o fundaciones sostenidas por las órdenes religiosas para el uso de sus escolásticos, sino verdaderos pensionados donde se pro­cura una enseñanza cada vez más completa.  Tales son el colegio de Santa Bárbara, que frecuenta Loyola, fundado en 1460, y los de Calvi o de Coqueret, acerca de los cuales una guía del estudiante de 1517 nos asegura que nada falta en lo que respecta a los recursos y al internado “optimum in re litteraria et moribus viget exercitium”.[2]

Lo mismo ocurre en las provincias, bien sea en las antiguas facul­tades meridionales, bien en las nuevas universidades occidentales creadas por los ingleses.  El fenómeno es particularmente claro en Toulouse, donde el despertar de los colegios que hasta entonces dor­mitaban produjo la creación de dos establecimientos de enseñanza secundaria copiados de Santa Bárbara o del colegio de Guyena res­taurado en Burdeos en 1534.

Junto a estos colegios, crecidos a la sombra de las universidades tradicionales, se ven surgir nuevas creaciones de un género bastante mal definido, de enseñanza superior o secundaria, como la acade­mia de Nimes.

Por último, y sobre todo en el mediodía y en el este de Francia, un gran número de escuelas municipales, que hasta entonces eran simples  “escuelitas”,  elevan el nivel de sus pretensiones hasta con­vertirse en  “grandes” escuelas o escuelas mayores  (en el norte y en los Países Bajos se hablará más tarde de escuelas ilustres)cuyo carác­ter específico era el haberles agregado la enseñanza de las lenguas muertas.  Por ejemplo, seguimos perfectamente esta progresión en Montauban, donde se establecieron los dos grados en 1497, y que se convierte poco a poco en colegio cabal entre 1544 y 1554, o en Pamiers, donde se habla de letras latinas en 1526 y cuyos contra­tos de 1539 y 1542 nos muestran la distribución de la enseñanza: en esta última fecha un “maestro en artes”  leerá la Física y la Ética de Aristóteles, un “poeta” leerá a Virgilio, los Oficios de Cicerón, a Quintiliano y Horacio, un  “bachiller”  enseñará la Gramática a los medianos y un  “quartus”  (!) se dedicará a los principiantes.

Toda Francia va a llenarse durante los dos primeros tercios del siglo XVI de una red de colegios:  los de Angulema, Lyon, Dijon, Burdeos, Tournon, Auch, Albi, Alenzón, etc. Sobre todos estos ins­titutos nuevos se cierne la sombra benéfica, pero podríamos decir también el mito, del Colegio de Francia, que hace predominar el humanismo filosófico. La mejor pintura de aquel estado de espíritu nos la da el discurso pronunciado por Jean Bodin, en 1559, ante el Concejo municipal de Toulouse para conseguir la erección del co­legio de la Esquille.[3]

Casi todos estos colegios eran municipales, cosa nada sorprendente en un período de intenso regionalismo. Pero los concejos reclutaban sus profesores en un proletariado de humanistas nómadas frecuente­mente impresionado por las  “novedades luteranas”,  y los colegios se convirtieron pronto en verdaderos reductos protestantes.  Durante las guerras civiles, la autonomía municipal decidió frecuentemente a propósito de su obediencia religiosa. Particularmente la historia del Languedoc nos permite ver cómo los colegios, en un principio “neutrales”, fueron largo tiempo calvinistas, y acogieron, por últi­mo, a los jesuitas tras la paz religiosa.

Efectivamente, las diversas confesiones protestantes no tardaron en consolidar, por la implantación escolar, los privilegios que habían obtenido en distintos estados de Europa. Melanchton y Lutero oponen inmediatamente a la pedagogía evangélica de Erasmo y de Vives los  Elementa puerilia del primero (1524), el Libellus de insti­tuendis pueris del segundo (1524) y las Instrucciones de los visitado­res a los pastores de la Sajonia electoral (1530); a pesar de que Me­lanchton empieza por la de Wittemberg (1545) la nueva conforma­ción de las universidades que se pasaron a la reforma (Tubinga, Heidelberg, Francfort sobre el Oder, Rostock, Königsberg).

Tras haber procurado al protestantismo la síntesis doctrinal de la Institución cristiana (1536), el calvinismo se dedica sin tardanza a los institutos pedagógicos. Mientras que Claudio Baduel define en 1540 el reglamento del colegio y de la Universidad dc Nimes, el propio Calvino funda la Academia de Ginebra e instala allí a los mejores humanistas de la época (1559).  Por su parte Zwingli de­fine el nuevo ambiente requerido para la juventud de las escuelas en su tratadito Quo pacto ingenui adolescentes jarmandi sint (1523).[4]  En fin, en el punto de coincidencia de tan diversos influ­jos, Juan Sturm establece en Estrasburgo (1538) su colegio modelo y resume su experiencia en la célebre obra De literatum  ludis recte apariendis, 1539.

2.  El Establecimiento de los Colegios

El momento histórico de San Ignacio de Loyola es, pues, aquel en que la Reforma, tras de haber conmovido y perturbado a la Europa occidental mediante la revolución política y religiosa, está a punto de consolidar sus éxitos y de reduplicar su influencia merced a sus establecimientos universitarios.

Todo esto no puede escapar al piadoso estudiante que piensa ya en la futura acción de sus compañeros. Querríamos saber cuáles fueron sus frecuentaciones exactas en ese París de 1535, donde están todos los factores del próximo drama.  Pero, no obstante el valor representativo de la hipótesis, no parece enteramente seguro que Loyola conociera a Calvino.  Nada prueba que concurriese asidua­mente a esos círculos, ya muy señalados por su progresismo, donde evoluciona, a la sombra del rector Cop, el futuro reformador.  Según su conducta ulterior, es igualmente poco probable que compartiese las ideas de Beda y del clan reaccionario, víctima de evidente estu­pidez:  es verosímil que sus amigos se encontrasen más bien entre los erasmistas que empezaban a hacer más rígida su ortodoxia, y que preconizaban con Clichtove, la reconciliación del humanismo y del tomismo.  Esta tendencia estaba harto extendida entre los estudian­tes de las artes, y particularmente entre los del Norte, que habían aprovechando en mayor o menor proporción los beneficios del refor­mismo neerlandés, conocido y estimado por San Ignacio.  Parece, pues, que en fin de cuentas el fundador, frente a su propia crisis interior y a la génesis de su compañía, hallara que para la cultura general el programa de la Facultad de las Artes ofrecía mayores garantías que el totalitarismo filológico de los innovadores y que ante todo considerara el antiguo sistema  (Facultad de las Artes, luego Teología)  como el más adecuado para asegurar a sus nuevos compañeros la formación deseable.

Porque es, ante todas las cosas, en relación con los futuros jesuitas como Ignacio se plantea la cuestión pedagógica.  Y este carácter de urgencia, que el observador de fuera olvida harto fácilmente ante la floración de los colegios con clientela laica, ha sido siempre tenido en cuenta por los distintos generales que se sucedieron al frente de la Compañía.

Ésta, ya logrado su equilibrio espiritual en París, comenzó a llevar inmediatamente una existencia administrativa.  El Papa Paulo III aprobó, en 1541, la regla de cuarenta y nueve puntos que le había sometido Ignacio, en la bula Regimini Ecclesiae militantis.  Estas constituciones preveían la institución de seminarios, denominados colegios, junto a las ciudades que poseían universidad, donde los futuros jesuitas obtendrían sus grados: allí recibirían los comple­mentos de formación religiosa requeridos por su estado, pero la regla precisaba expresamente que en la Compañía no habría ni clases ni centros de enseñanza.

Y, como Ignacio estaba satisfecho de la enseñanza que recibió en París, a París envió para que se formaran, desde 1540, a los futuros doctores de la Compañía, como, por ejemplo, el P. Nadal.  Y en esta primera “nidada”  tomará, a partir de 1548, los cuadros de los futuros colegios que las circunstancias lo llevarán a fundar. Porque este hombre de hierro es asimismo el hombre de la adaptación rápida, más sensible a las necesidades de las almas que al triunfo de sus pro­pias ideas.  Ahora bien, si desde 1541 había advertido la necesidad de orientar a sus sacerdotes hacia el ministerio de la palabra, y de dotarlos así del humanismo requerido para asegurar el éxito de su predica­ción,  “sean más letrados que no letrados, a lo menos entre tres los dos, letrados para predicar y confesar”, formación para la que la prác­tica de Cicerón estaba muy lejos de ser inútil  (Nadal, Epist., IV, 655),  ahora se impone a su atención otro aspecto del problema.  No es imposible que las casas fundadas, de 1541 a 1546, en Lisboa, Padua, Coimbra, Lovaina y Colonia, donde se comenzaba a dar clases y a recibir extranjeros, hayan seguido poco a poco la evolución natural que transformó, como hemos visto, tantas residencias en verdaderos colegios. Pero una indicación precisa vino a traer soluciones más ra­dicales: la actividad misional, que venía a ser la marca específica de la Compañía, extendía ante ella, tanto en el Asia pagana, como en la Europa herética, campos de acción en que el error, hondamente arrai­gado, no podía extirparse del corazón de la población adulta:  toda la esperanza se concentraba en las jóvenes generaciones.  Como dirá más tarde el P. Bonifacio (1576),  la educación de los niños es la ten ovación del mundo”:  frase en que el entusiasmo pedagógico recu­bre perfectamente la vocación apostólica de la Compañía.

Para esto es preciso construir escuelas, y en particular esos estable­cimientos secundarios donde se proporciona una cultura completa.  Es Francisco Javier el que, desde 1542, los reclama con insistencia para la evangelización de las remotas Indias:  “Estos edificios erigidos sobre Cristo procuran muchas victorias contra los infieles.”  Es el P. Le Jay, conmovido por la miseria de las universidades católicas alemanas, quien pide, en 1544, la creación de colegios  “en que los estudiantes inteligentes sean mantenidos de gracia con objeto de que puedan estudiar teología”.  Son prelados celosos, como monse­ñor du Prat, el obispo de Trento, o políticos espantados por los estra­gos que un cierto progresismo causa en tierra católica, como el virrey de Sicilia, Juan de Vega, quienes suplican al fundador que abra escuelas en sus obispados o en sus posesiones.

Ignacio decide, pues, enviar sacerdotes a Coimbra y a Valladolid (1546), fundar en Mesina (1548) el primer colegio de la Compañía (P. Nadal, graduado de París):  el mismo año abre la casa de Can­día.  Son aún establecimientos mixtos a los que acuden escolásticos de la orden y estudiantes de fuera. Pero estas nuevas realizaciones corres­ponden a una rectificación de la teoría inicial.  En la fórmula de la orden presentada a Julio II, el 21 de julio de 1550 figuran las lec­ciones, esto es, la enseñanza, entre los ministerios ofrecidos a los padres de la Compañía.  De 1550 a 1556  puede verse cómo se realiza una primera fórmula que corresponde al colegio de externos, menos difícil de organizar y administrar.  Un momento de particular im­portancia es el de la creación (1550) del  Colegio Romano, cuyo primer rector fue el P. Pelletier.  Tal Colegio llegará a ser, no sola­mente lo que fue París para la primera generación de jesuitas —la escuela normal donde se forman los futuros profesores—,  sino lo que es más: el centro donde desembocan, para ser sometidas a una confrontación fecunda, todas las experiencias instituidas en las distintas casas de la orden.  El ascenso de este Colegio fue tan rápido que en 1554 encendía ya el entusiasmo de Montaigne:  “Maravilla lo que este Colegio abarca de la cristiandad;  y creo que no hubo jamás entre nosotros cofradía ni cuerpo que alcanzase tamaña jerarquía ni que consiguiera, en fin, unos efectos semejantes a los que conse­guirán estos de aquí, si perseveran en sus designios. Muy pronto dominarán toda la cristiandad.  Es un vivero de grandes hombres en todos sus aspectos.”  (J. de Voyages, ed. Lantrey, p. 254.)

Apoyados en esta importante central pedagógica, los jesuitas po­dían emprender en lo sucesivo una implantación sistemática. Sus esfuerzos se dirigen preferentemente hacia los dos grandes países continentales presa de la infiltración protestante:  Francia y Alemania.  En lo que concierne al primero, se les ve ante todo atentos a salvaguardar el bastión del Macizo Central, aún no afectado por la Refor­ma, con las fundaciones de Billom (1556) y de Mauriac (1560), luego hacer frente a las universidades protestantes de Di y de Orange con Tournon (1561), y luego consolidarse en los tres principales centros universitarios del reino:  Toulouse (1562), Lyon y París (1564).

Son verdaderos cerrojos los que se echan contra las invasiones calvinistas con Chambéry  (1565)  a las puertas de Ginebra y Burdeos (i 569), pese a los esfuerzos de un municipio protestante.  En fin, una verdadera “línea Maginot”  protege la frontera del Este contra las infiltraciones luteranas mediante los colegios de Verdún. Pont-Mousson  (1572)  y Dale, y después Haguenau, Sélestat, Molsheim.  La línea se prolongaba hacia los Países Bajos por Cambrai  (1563),  Sáint-Omer (1566), Douai (1568), Lille y Valenciennes (1592).[5]

Al final del Pontificado de Gregorio XIII (1585), los jesuitas ya poseían en Francia quince colegios con efectivos frecuentemente considerables:  mil trescientos alumnos en París (1581), mil quinien­tos en Billom (1581), ochocientos en Dale (1585).  Pese a todos los esfuerzos de los protestantes, que habían edificado, en la se­gunda mitad del siglo XVI, los colegios de Metz, Chatillon, Montargis, Montpellier, Tours, La Rochelle, Castres, Montbéliard, Montau­ban, Orthez, Pau, Niort, N&ac y Bergerac, la balanza empezaba a inclinarse a favor de los jesuitas.

Lo mismo acontecía en Alemania, esto es, en todo el inmenso Imperio romano-germánico cuya situación pudo considerarse como perdida irremisiblemente.  Mientras que en los estados luteranos las universidades y los colegios mostraban el nuevo auge a que ya nos hemos referido, la Facultad de Teología de Ingolstadt (Baviera)  se hallaba en plena decadencia, y la de Viena sólo pudo otorgar dos títulos de doctor desde 1529 a 1549, antes de desaparecer.  La recons­titución fue obra de dos hombres, el franco-saboyano Pedro Favre, ex-repetidor de Ignacio en Santa Bárbara y el primero de sus compañeros, que en el transcurso de sus dos viajes reanimó los desfa­llecidos ímpetus, y de Pedro Canisius, a quien Favre recibió en la Compañía, el 8 de mayo de 1543, en Colonia y que desplegó durante cuarenta años una actividad formidable, levantando la facultad de Viena y dejando allí dos colegios destinados, uno a los becados y el otro a la alta aristocracia (1551).  Una escuela normal especial, el Collegium germanicum, establecida en Roma en 1552, suministraría nuevos sacerdotes para las misiones de Alemania.  Gracias a los per­severantes esfuerzos de los nuevos colegios de Colonia (1544) y de Ingolstadt  (1556), los jesuitas fueron pronto lo suficientemente fuertes para dividir los países alemanes en cuatro provincias.  Cani­sius se encargó de la Alta Alemania y estableció a partir de 1560 un nuevo tipo de colegio moderno con internado, desde entonces clásico para la segunda enseñanza.  Al final de su existencia, Alemania poseía veinte colegios y la propia Suiza se doblegaba a su pacífica conquista: Friburgo (1580).

Las congregaciones marianas, o sodalicios, que se apoyaban en los colegios, pero que se constituían para la gente de mundo, dieron pronto nuevo esplendor a la actividad de los colegios  (la primera de estas congregaciones se fundó en Colonia el año de 1573). Bajo el acicate de los jesuitas, lo más esclarecido de la alta clerecía rea­sumió las costumbres mecénicas del Renacimiento, el obispo de Wurzburgo fundó la universidad del mismo nombre en 1582, el car­denal Otto Truchess von Waldburg, desde el principio amigo y pro­tector de Canisius, fundó en 1551 la de Dellingen, donde el domini­co Pedro de Soto no tardó en llamar a los jesuitas: allí se oyeron los nombres más famosos de la orden, Belarminio y Gregorio de Va­lencia, que tras una breve residencia en esta ciudad (1573-1575) ejerció durante veintidós años en Ingolstadt, enseñanza que descu­brió la metafísica de Suárez a los estudiosos de la Alemania luterana.[6]

Análoga penetración se realizó en Polonia, donde el liberalismo religioso había multiplicado las escuelas de todas las sectas, especial­mente de las socinianas.  El cardenal Hosio fue el primero en intro­ducir a los jesuitas en su diócesis de Varmia, donde éstos fundaron el colegio de Brünsberg (1564), ejemplo seguido por Pultuk (1565), Vilna (1569), Jaroslav y Posen.  Bajo la influencia del nuncio Pos­sevin, una de las figuras más asombrosas de la época, y del rey Esteban Batory, siguieron otras fundaciones en Polock, Riga, Lublin, Nieswicz,  el colegio de Vilna se transformó en universidad (1578).  Los jesuitas alcanzaron su apogeo en el reinado de Segismundo III, que fue alumno suyo (1586-1632). La progresión que, en el trans­curso de cincuenta años (1579-1626),  hace subir el número de los colegios jesuitas de 144 a 444, muestra hasta que punto la nueva fórmula respondía a las necesidades de la época y que formidable es la parte que corresponde a la Compañía en la formación de la mentalidad y el estilo barrocos.

En el momento de cerrar los ojos, Ignacio de Loyola sentía ya esta victoria progresiva y tenía absoluta conciencia de la importancia que la “diligencia letrada” tenía ya en la economía de la orden. La carta que mandó escribir (1556), por medio de Ribadeneira, a Feli­pe II resume la experiencia adquirida en este punto a lo largo de quince años de luchas y de adaptación:

Se ve diariamente cuán difícil es a los que han envejecido en el vicio y las malas costumbres despojarse de sus inveteradas costumbres para convertirse en un nuevo hombre y consagrarse a Dios, y hasta que punto todo el bien de la cristiandad y de la sociedad entera depende de una buena educación de la juventud;  esta, blanda como la cera, recibe la im­presión de la forma que se quiere.  Pero como para procurársela se encuentran muy pocos maestros virtuosos y letrados que unan el ejemplo a la doctrina, la misma Compañía, con el celo que Cristo nuestro Re­dentor le ha inspirado, se rebajó a asumir esa parte menos honorable, pero no menos fructuosa, de la instrucción de los niños y los jóvenes.  Así, entre los otros oficios que ejerce, no es el menor de sus deberes mantener colegios en los que, no solamente los suyos, sino también los de fuera, reciban gratuitamente, a la vez que los conocimientos necesarios a un cristiano, las ciencias humanas, desde los rudimentos de la gramática hasta las más altas facultades, según los recursos que puedan ofrecer los distintos colegios. Lo ha fundado la Compañía en España, Portugal, Ita­lia, Alemania, y en todas partes estos establecimientos han respondido a favor de los pueblos, como lo prueban los éxitos y los progresos que Nuestro Señor ha concedido en tan poco tiempo a una obra que parece haber hecho suya  (Cit. en Dainville, Humanisme, p. 37).

3.  Organización de los Estudios

a)   Reglamento y  Disciplina

Admiradores y detractores de la civilización barroca se muestran de acuerdo en subrayar la importancia excepcional que en ella reciben las nociones de orden y de método. Antes de ser promovidos por Descartes y Malebranche a la primera categoría de los valores cien­tíficos y filosóficos, diríase que desde un principio se manifestaron como valores pedagógicos en los reglamentos de los jesuitas:  “Las cosas más necesarias para formar provechosamente a los alum­nos, dice Suárez, son el orden y el método, tanto en la progresión de los estudios como en la organización de las disputas y de todos los ejercicios escolares”  (De Religione Societatis Jesu, 1. V. cap. VI,  & I).

Tan pronto como se vio empujado hacia el problema de la enseñan­za, Ignacio de Loyola, con la aplicación de su espíritu organizador, se consagró a la difícil cuestión del plan de estudios. La primera con­cepción, evidentemente heredada de la Facultad de las Artes, hubiera podido convenir al colegio más tradicional de Francia o de España:  “En resumen, el programa de los estudiantes consistirá, tras haber recibido una sólida formación gramatical, en estudiar las  ‘Súmulas abreviadas’,  la lógica y la filosofía que se requieren para la maestría en artes, y después consagrar tres o cuatro años a la teología especu­lativa y positiva”  (Año 1541. Fundación de colegios, núm. 13).   Pero la constitución  Para fundar colegios  (1544)  añadió ya la elocuencia y los versos latinos.  De esta suerte estaba planteada la cuestión esen­cial:  el lugar que debía reservarse a las humanidades en el plan de estudios de los jesuitas.  Había de arrastrar otras muchas y llevar progresivamente a los educadores de la Compañía a reconocer el valor de cada disciplina y a señalarle el horario correspondiente.

Pero todo esto se realizó muy lentamente, y quizá las instituciones definitivas hubieran esperado largo tiempo su aparición sin el consi­derable trabajo que llevó a término el  P. Polanco, secretario e inspira­dor de Ignacio en cuanto concierne a la cuestión escolar. Desde 1549 reúne una importante documentación básica, a saber: los estatutos de las universidades de Valencia, Salamanca, Alcalá, Coimbra, Paris, Lovaina, Colonia, Bolonia y Padua, esto es, las que los escolásticos de la Compañía han tenido que frecuentar, y mientras que se comparan sus programas, la experiencia de los primeros colegios jesuitas em­pieza a implantar nuevas normas, que interesa confrontar con las normas tradicionales.

Ahora bien, el buen uso tiende por sí mismo a convertirse en jurisprudencia.  Da origen en seguida a tres clases de documentos.  Unos definen la costumbre o el privilegio de tal casa; otros son las instruc­ciones oficiales dadas por el provincial a los colegios dependientes de su jurisdicción o por el general a todas las provincias; por último, algunos maestros eminentes se consagran a escribir sobre las cues­tiones de su especialidad o a editar un curso singularmente apre­ciado.  Tomemos como ejemplos de estos distintos casos el programa de estudios del colegio de Tournon (1556),  la ordenanza  Circa il modo di studiar u nostri scolari di Padooa  (fines de 1545)  y la fa­mosa carta de Polanco a Lainez, del 21 de mayo de 1547, acerca del mismo colegio de Padua, o la carta del  P. Perpinien al  P. Adorno:  De ratione liberorum instituendorum (1565).

Pero entre toda esta jurisprudencia pedagógica, la autoridad del Colegio romano y de sus doctores no cesa de crecer hasta fines del siglo XVI.  Las Ordines studiorum del P. Nadal (1552), la Ordo studiorum del Colegio romano dirigida entre 1560 y 1570 por el  P. Ledesma, deben ser considerados como documentos ya provistos de un valor prescriptivo general, si pensamos hasta qué punto con­sideraba Loyola este colegio como una escuela normal, en el más firme sentido del término:  “Este colegio, escribía a don Diego de Mendoza, podrá servir de modelo a todos los demás de la Compañía, después de haber experimentado aquí los métodos más conve­nientes, los libros que deberán adoptarse y las doctrinas que deberán explicarse en todas las facultades. Pero ya unos hombres sumamen­te inteligentes y capaces han emprendido este trabajo;  esperamos que su solicitud nos procure un plan de estudios y este plan de estudios podrá seguirse, no sólo en nuestros colegios, sino también en los demás centros dc enseñanza ajenos a la Compañía, tanto en lo que se refiere a las letras como en lo que, atañe a las facultades superiores”   (Carta del 6 de nov. de 1553, Mon. Ignat., V, p. 678).

El método romano tiende, pues, así, a sustituir al modus parisien­sis:   los nuevos usos pedagógicos que origina en los distintos colegios promueven observaciones, a su tiempo perfeccionadas y reunidas, en Roma, en una especie de compendio privado, la Summa sapientia,  que define ya el hábito normativo de la Compañía hacia 1575.  Pero el P. Aquaviva, nuevo general de la orden, se propone llegar has­ta el fin:  nombra en 1548 una comisión encargada de codificar todos estos usos, tras haberlos confrontado con la LV Partida de las Constituciones.  El anteproyecto resultante, redactado en 1586, luego de ser sometido a las críticas de los redactores y de haber sido nueva­mente elaborado por una nueva comisión, se convirtió en el texto de 1591 y toma su forma definitiva en el famoso Ratio studíorum pro­mulgado el día 8 de enero de 1599 por el Padre Aquaviva.

Este escrito desorienta un poco a los lectores modernos acostum­brados a frecuentar obras pedagógicas de carácter sistemático y visi­blemente inspiradas en principios filosóficos.  Aquí se trata, por el contrario, de un documento de uso, de un código simplificado, para el empleo de los que han de ponerlo en práctica, y que recuerda menos el  Tratado de pedagogía d el rector Hubert, que el Manual del graduado en artillería.  El Ratio se propone, ante todas las cosas, instruir rápidamente a todos los jesuitas consagrados a la enseñan­za acerca de la naturaleza, la extensión y las obligaciones de su cargo.  Estamos, pues, en presencia de una serie de reglas prácticas, que aclaran sucesivamente en cl sentido de su acción pedagógica el pro­vincial, del que dependen todos los establecimientos de su jurisdicción, el rector, que administra un colegio, el prefecto de estudios y los profesores que están al frente de las distintas clases.  El Ratio no parte de prejuicios psicológicos o doctrinales:  resume, en reglas su­marias, las normas que han parecido más convenientes para la enseñanza de las letras dentro de un ambiente cristiano.

Se ha criticado con frecuencia la educación que procuran los je­suitas hablando de la  “impronta”  indeleble que sus colegios dejaron en el espíritu de sus alumnos.  Ciertamente es difícil hallar una formación más completa y más definida contra las influencias exteriores.  El rasgo más notorio de sus institutos, y tal vez el más original de la época, es efectivamente,  La disciplina.  Un colegio es esencialmente una casa que camina, y que camina bien, de acuerdo con las reglas que vamos a exponer. La generalización de los cole­gios internos fue, además, impuesta por las exigencias de esta dis­ciplina, difícil de observar en las pensiones, más o menos sórdidas, llamadas  “pedagogías”,  que servían de guarida a los jóvenes del in­terior.  Por el contrario, el colegio es un pequeño Estado escolar que tiende a la autonomía.  Esos ciudadanos se reclutan con la mayor prudencia:  trátase de no introducir en él una oveja sarnosa y de no perder una buena pieza por consideraciones de índole lucrativa:

Que el Prefecto no admita entre sus alumnos a ningún niño que no le sea presentado por sus padres o sus tutores, o que no conozca perso­nalmente, o acerca del cual no pueda obtener con facilidad algunos informes por personas que conozca. Pero que no rechace a nadie porque sea de humilde condición o pobre  (Regla 9 Pref.  Cl.  Sup).

La relación con las familias es, aunque se haya dicho otra cosa, de las más estrechas: pero es esencialmente una relación de delegación de poderes.  Por el solo hecho de llevar sus hijos a los jesuitas, un padre de familia acepta en el acto los principios y la disciplina del colegio.  En lo que se refiere al internado, los jesuitas se esforzaron hasta donde era posible en ofrecer a los educandos una atmósfera familiar y alegre:  pero ejercieron sobre el niño la autoridad del padre ausente. Encargados por los padres de procurar a los alum­nos una educación cristiana, no toleran que este fin se vea compro­metido por la disolución  —harto frecuente en la época—  de ciertos ambientes aristocráticos.  Así, no quieren ver degradarse, en el trans­curso de unas largas vacaciones, propicias a la pereza y a la mala conducta, las buenas costumbres que supieron inculcar en los jóvenes.  Muy amplios en la expansión concedida a los alumnos en el interior del colegio  (un día de asueto a la semana, dos recreos de una hora tras las comidas  —gran novedad para la época—,  muchas y hones­tas distracciones de todas clases, juegos, deportes, conferencias, tea­tro),  reducían al mínimo el tiempo pasado fuera del colegio.  Las vacaciones anuales durarán un mes a lo sumo (para los alumnos de retórica) y con cualquier pretexto se llamará a los niños a quienes aceche algún peligro moral.  Incluso los externos son objeto de una vigilancia discreta:  deben abstenerse de toda participación en la vida mundana, y las familias que olvidan sus compromisos a este pro­pósito serán llamadas al orden severamente.

Pero la disciplina no es solo un freno que se aplica a los alumnos, sino la forma del colegio que abarca todos sus elementos y regula en particular el funcionamiento de esos preciosos engranajes que son el padre rector, el prefecto de estudios y los profesores.  El primero no es otra cosa que la propia regla viva;  elegido generalmente entre los profesores más avezados, el rector ha “aprendido a compa­decer”  (Ratio de 1586), desde hace tiempo, las dificultades de sus subordinados.  Organizador principal e inspector permanente del co­legio, cuida ante todo de mantener en la casa un buen espíritu general fácilmente reconocible en la docilidad de los alumnos y en la alacridad de los maestros:  “Que el Rector procure, con religiosa caridad, encender un jubiloso celo entre sus profesores”   (R. 19 Recteur, 1832).

El prefecto de estudios es el diligente ministro de este déspota ilustrado:  “Que no se aparte de sus consignas, que no tolere nin­guna costumbre contraria, aunque esté establecida, y que no deje que penetre ninguna nueva”.[7]   En el prefecto de estudios recae la inspección de la enseñanza.  Inspección no solamente material sino formal:  cuidará, singularmente de que “los profesores nuevos sigan el modo de enseñar de sus predecesores”  (R. 5 Pref. Cl. Inf.)  con objeto de conservar la unidad de doctrina y la continuidad pedagó­gica. Inspeccionará  (R. II)  la labor de cada maestro por lo menos una vez a la quincena y será consultado acerca de todas las dificul­tades concernientes a la ejecución del programa o a la aplicación de la disciplina.

Por último en cada clase debe haber un  “profesor principal”,  que sea no sólo responsable de la buena marcha de los estudios, sino asimismo de la educación general:  “Que tenga como preocupación primordial seguir los progresos de sus alumnos en ciencia y en vir­tud”  (Epitome, p. 398, 2, Ravier, op. cit., p. 77).  Como muy pronto se establecerá la costumbre de que el profesor ascienda de año con su clase, el profesor principal, que habrá seguido durante muchos cursos la evolución de un alumno, se convertirá para él en un amigo verdadero, lleno de comprensión y de autoridad.  Más adelante, al estudiar la formación de los maestros, veremos hasta qué punto esta promoción continua les permite además luchar contra la rutina y llenar, en el momento oportuno, las lagunas de su cultura.

Una organización tan poderosa y firme apenas necesita echar mano de la sanción.  Los castigos de los jesuitas eran de los más blandos, cosa que reconocen sus mismos adversarios.  Si bien conti­nuaban vigentes las sanciones físicas, estaban encomendadas a un  “corrector”, generalmente discreto en el uso del azote: así desapa­recía de las escuelas el rostro furioso del maestro con palmeta, y todos los complejos de odio o de inhibición que tal aspecto hizo nacer en los siglos precedentes.  En cambio, la pedagogía jesuita concedía gran importancia a las sanciones positivas de gloria y de honor, directamente enlazadas con los ejercicios literarios, como en seguida veremos.

b)  El Plan de Estudios

I)              Las humanidades.  Si leemos de cabo a cabo el Ratio studiorum, lo que nos llama más la atención en este documento es la voluntad de definir un plan de estudios, y la firme unidad de este plan de estudios. Como la experiencia había confirmado las críticas endere­zadas contra toda tentativa de instrucción enciclopédica, antigua o moderna, los jesuitas eligieron para sus alumnos una formación exclusivamente literaria, basada en las humanidades clásicas, como la más indicada para una educación progresiva y continua.

Puramente formal y gramatical al principio, esta educación va lle­nándose poco a poco de conocimientos positivos del mismo modo que una forma no puede cundir si le falta materia.  Las diversas dis­ciplinas se introducen, pues, como ciencias auxiliares del humanis­mo: constituyen esa eruditio que hará más rica y concreta la elo­cuencia de los adolescentes, pero que nunca deberá sobrecargarla. Aquí volvemos a hallar una posición análoga a la de Cicerón, para guíen el orador debía conocerlo todo, siempre que esto fuera sub specie orationis.  El fin que los jesuitas se proponen es lanzar, a la salida del colegio, unos jóvenes cultivados, que poseyeran a fondo lo que Montaigne y Pascal llaman  “el arte de disertar”,  esto es, capaces de sostener en sociedad una discusión brillante y concisa acerca de todos los temas relativos a la condición humana, y todo ello para provecho de la vida social y como defensa e ilustración de la religión cristiana.

Los jóvenes formados de esta suerte en la cultura general por una sólida instrucción secundaria serán ya aptos para recibir en las uni­versidades, en las carreras liberales, los conocimientos científicos y técnicos destinados al perfeccionamiento de su educación integral.  Es menester que no olvidemos, al juzgar la pedagogía de la época barroca  (tanto católica como protestante),  que esta segunda ense­ñanza formal no es, en suma, más que una larga propedéutica a una cultura científica y técnica, que, como piensa todo el mundo, sólo está al alcance de los espíritus suficientemente maduros.

La distribución de los cursos y el método de enseñanza subrayarán nuevamente la unidad fundamental de toda esta pedagogía.  “No debe haber más de cinco clases en un colegio de segunda enseñanza:  una de retórica, una de humanidades y tres de gramática.  Ésos son cinco grados articulados de tal suerte entre sí que no deben en modo alguno ser invertidos o multiplicados, con objeto de que no sea pre­ciso aumentar inútilmente el número de profesores ordinarios y para que el número de las clases y de los programas no exija un tiempo demasiado largo para recorrer el ciclo de los estudios secundarios”  (R. 21 Provincial).  Los Padres tratarán con el mayor celo de que las clases sean homogéneas;  pero, contrariamente a las costumbres admitidas en los demás colegios, no se multiplicarán los exámenes de paso a otra clase durante el año.  “Tras las vacaciones se efec­tuará anualmente un ascenso general y solemne a la clase superior

(R. 13 Préfet Cl. Inf.).  Pero la misma regla prevé que no debe dudarse en pasar a una clase más adelantada, incluso durante el curso, a un alumno que aventaje demasiado a sus compañeros.

Con cinco clases homogéneas se consigue, pues, asegurar los pro­gresos más regulares.  Desde el principio al alumno se le introduce en el reino de las humanidades clásicas en el que ha de permanecer durante cinco años.

La experiencia nos dice con toda claridad que el ingenio de los niños es particularmente apto para el aprendizaje de las lenguas.  Su fuerza radica en la memoria, y sólo las conocen a fondo los que las han aprendido en sus primeros años;  cuando se espera la adolescencia para estu­diarlas, la memoria ha perdido ya su agilidad y el entendimiento no nos proporciona ninguna ayuda para suplirla.  Mientras los pequeños captan sin esfuerzo, hasta con placer, sus múltiples pormenores, porque en tal menester ejercitan su facultad maestra, a los mayores les asusta el esfuerzo de aprender sus declinaciones, conjugaciones y otras materias análogas, igualmente espinosas.[8]

Desde su entrada en el colegio los jóvenes  “pedantes”  están con­vidados al alegre estudio del griego y del latín.  Para facilitarles su adquisición, estaba rigurosamente prescrito el uso de latín en las conversaciones, incluso durante los recreos:  tras un breve período de presentación en la lengua materna, la lección de gramática y la misma explicación de textos  (autores latinos o griegos)  se efectua­ban totalmente en latín. El niño respiraba así esta lengua en todas las circunstancias de la vida escolar y la asimilaba con la suficiente rapidez para considerarla como una segunda lengua natural.  Su fijación facilitábase, además, con un gran número de ejercicios que desarrollaban la memoria.  Merced a la división de la clase en decu­rias, el muchacho de confianza revestido con la dignidad de decurión hacía recitar por las mañanas su lección a todos sus compañeros  (R. 19 Prof. Classes Inf.).  Durante ese tiempo el profesor concluía la corrección de las copias: éste comenzará el curso repartiendo un dictado cuidadísimo que cada alumno cotejará con su borrador.  El mismo curso o  pre-lección es un ejercicio metódico durante el cual se vuelve con frecuencia al texto, del cual es raro que no se repro­duzca algún pasaje con el complemento de algunas glosas esenciales.  Esta pre-lección de la víspera o del día será  “repetida”  por los alum­nos, empezando por los mejores, y así toda la clase escucha varias ve­ces las explicaciones más útiles  (Regla 25 Prof. Cl. Inf.).

Las tres clases de gramática se llaman así porque su principal co­metido es la adquisición progresiva de la gramática latina.  La mar­cha del progreso y el nivel que es preciso alcanzar están definidos en la regla I del profesor de cada clase: conocimiento de los ele­mentos en la primera clase, conocimiento general de la gramática y de la sintaxis en la segunda, vuelta a todo esto hasta conseguir su posesión perfecta en la tercera, donde se explican también las figuras de estilo y la métrica.

Evidentemente, el escollo de semejante método es una cierta mo­notonía.  Los reglamentos lo han previsto, particularmente para las clases inferiores:  “Nada adormece tanto el celo de los niños como la saciedad”  (R. 24 Prof. Cl. Inf.).   Se lucha contra esta monotonía consagrando un día de la semana  (el sábado)  a ejercicios más apa­sionantes;   se lucha asimismo contra ella mediante la variedad de los autores estudiados.  En las dos clases inferiores, Epístolas de Ci­cerón, más o menos arregladas, y para el griego, la tabla de Cebes.  En la clase superior la elección es ya mucho más extensa. Cicerón figura en primer término con las Cartas a Ático, y asimismo con  De Amicitia  De Senectute, pero también se cuenta con las Elegías y las Epístolas de Ovidio, así como con trozos escogidos de Catulo, Tibulo y Propercio, y con importantes resúmenes de Virgilio;  para el griego, los autores escogidos son Esopo, Agapeto y San Juan Crisóstomo.  Se luchará especialmente contra esa modorra mediante una pedagogía activa, cuya máxima es Excita y que acude, como veremos más adelante, a una técnica extremadamente avanzada de la emulación.

Si las tres clases de gramática constituyen un primer ciclo muy ho­mogéneo, las clases de humanidades y de retórica forman un segun­do ciclo, podríamos decir literario, con una felicísima diferenciación interna.  Las humanidades, “encargadas, por decirlo así, de preparar el terreno de la elocuencia”,  eran una verdadera propedéutica, en la que la enseñanza conducía ante todas las cosas  “al conocimien­to de la lengua, a una cierta erudición, así como a iniciar sumaria­mente en los preceptos de la retórica”  (R. I Prof. Cl. Humanida­des).  La retórica, clase final de la enseñanza literaria propiamente dicha  (y para muchos alumnos la última clase que seguían),  propo­níase llevar ci humanismo a su cima, lo que se expresaba en el len­guaje de la escuela diciendo que  “forma el espíritu de la perfecta elo­cuencia”.  Esta formación descansaba siempre en la identificación con los mejores autores, porque las dos clases superiores ofrecían a los alumnos las principales obras maestras de las literaturas griega y latina.  Pero esta confrontación se organizaba alrededor de un triedro de referencia: “Los preceptos de la expresión, el estilo y la erudición.”  En lo que concierne a los preceptos había que recurrir incesantemente a las reglas formuladas por Cicerón en sus obras sobre el arte oratoria, y por Aristóteles en su Retórica y su Poética.   Toda la pureza de estilo seguía pidiéndose únicamente a la imita­ción de Cicerón:  privilegio que desbordaba con frecuencia la forma y llegaba al fondo y que no dejó de influir recientemente en el  “academicismo”  de la Compañía.  Por último, como la retórica debía desembocar en el mundo, su enseñanza acogía una eruditio cada vez más copiosa y que había que obtener  “de la historia política y social de los pueblos, de los autores con verdadera autoridad y de todas las ciencias, pero sin olvidar, no obstante, nunca la capacidad de los alumnos”.[9]

El aumento cualitativo y cuantitativo de las materias se hacía especialmente sentir, en este segundo ciclo, en la evolución del ejer­cicio fundamental, a saber, la praelectio.  Mientras que el fin esencial de las clases de gramática es recordar simplemente al alumno el funcionamiento de sus reglas, siempre estimulando su sensibilidad naciente, la praelectio abarca, en retórica, toda la complejidad de una explicación literaria tal y como se la exigimos a un candidato a profesor. Ante todo era preciso situar el trozo de texto (argu­mentum); después, mediante una explicación de palabras, precisa, profunda y, sin embargo, reducida, referirse a las expresiones más notables o más difíciles (explanatio).  Entonces venía el análisis propiamente técnico del trozo, de acuerdo con las reglas de la retó­rica, de la poética o de la gramática  (rhetorica);  luego la elucidación histórica, geográfica o científica de los hechos de que se trata  (eruditio). Por último, trasposición a la exégesis literaria de lo que el ramillete espiritual constituye en la meditación religiosa, la apre­ciación general del trozo escogido, mediante un pertinente cotejo con los demás textos del mismo autor o con los grandes modelos ciceronianos (latinitas).  El Ratio discendi el docendi de Jouvency, acerca del cual ya hablaremos, muestra con qué seriedad ejercían su ministerio los profesores de retórica y los progresos que alcanza­ría su enseñanza a lo largo del siglo XVII.  En cuanto a los alumnos, éstos seguían con interés unas explicaciones tan variadas; en las clases inferiores se repetían los sábados todas las pre-lecciones de la semana; en las clases superiores se reemplazaba este trabajo es­colar por una verdadera exhibición literaria, en la cual una brillante pre-lección, un discurso latino o griego o un poema clásico compues­tos por los alumnos producían la admiración de sus compañeros o de la clase contigua, bajo los indulgentes ojos del maestro.

Tocamos aquí uno de los grandes resortes de toda esta pedagogía:  una encantadora realización escénica, inspirada en las mismas huma­nidades, suministraba a los buenos alumnos la recompensa más ade­cuada a su sensibilidad juvenil.  Cada clase estaba dividida en dos fracciones, romanos y cartagineses:  los mejores alumnos estaban investidos con la  “magistratura soberana”;  otros puestos menos im­portantes constituían, dentro de los dos grupos, un valeroso estado mayor que tomaba parte en la disciplina de la clase  (recordemos los decuriones)En cada fracción los alumnos estaban jerarquizados en un orden decreciente.  Cada uno de ellos tenía en la columna de la otra fracción un homólogo de igual fuerza, su émulo.  Era su adversario oficial, cuyas faltas e inexactitudes debía poner de ma­nifiesto.  Así, según los alumnos de una de las dos fracciones aven­tajasen o no a sus ¿mulos, uno de los partidos era proclamado ven­cedor o vencido y salía de la lucha cubierto de honor o de oprobio.  Este método tenía como eficaz resultado mantener la emulación, no sólo entre los mejores alumnos, sino también entre los últimos puestos de la clase, porque la victoria sobre el ¿mulo enemigo o un desafío victorioso con un compañero mejor situado, podía pro­curar un ascenso visible en la clasificación general, seguido de una nueva distribución de los cargos, que se efectuaba por lo menos cada dos meses  (R. 31, 32, 35 Prof. Cl. Sup.).  El P. Ravier resume los resultados de esta  “gentil emulación” nacida espontáneamente al contacto de la gloria y de la virtud romanas:  “El honor  —deseado y conquistado dentro de las perspectivas cristianas de caridad y de humildad—  es el gran resorte de la pedagogía jesuita. Grados, vic­torias, premios, academias, y otros mil procedimientos inventados y renovados siempre por el profesor, de acuerdo con su carácter per­sonal, reavivan incesantemente el espíritu del niño”  (op. cit., p. 43).

2)          La filosofía.  Si hay un punto en que la Reforma aparece como una verdadera ruptura en la continuidad de la civilización cristiana, es en su actitud respecto de la filosofía.  Cuando fa enseñanza me­dieval se caracteriza especialmente por la invasión de la filosofía, que, estrechamente asociada a la teología, rebosa incluso en las clases de gramática; cuando la  Prerreforma se ocupa activamente en hallar, en una conciliación de Platón y Aristóteles, el clima propicio para el auge de una filosofía cristiana, Lutero rechaza coléricamente a  “esa bellaca del diablo” y Calvino intenta, abandonando la razón humana y sus pobres conjeturas, enlazar directamente con la inspiración profética el antiguo y el nuevo derecho positivo de la Iglesia reformada.  La posición de los jesuitas frente a la filosofía muestra, por el contrario, una vez más, hasta qué grado la Contrarreforma se siente en su elemento en las perspectivas abiertas por los grandes pensadores de 1500.

Si la hipótesis cultural  (la avenencia de la razón y de la fe, solemnemente reafirmada por el Concilio de Trento) era adecuada a semejante empresa, la hipótesis propiamente pedagógica continua­ba siendo extraordinariamente escabrosa, porque en este punto era tal vez donde era más difícil que se acordaran el viejo maestro en artes y las nuevas actitudes humanísticas.  La nueva promoción de la filosofía parece proceder de tres causas convergentes.  En primer término está el hecho de que el humanismo no había desembocado, en España, en la misma revolución que en los países occidentales:  la filología no pudo acabar en ella con la pareja teología-filosofía[10]  y los Padres españoles formaban en la Compañía un bloque bastante sólido para impedir que las nuevas instituciones escolares se consa­grasen únicamente al humanismo literario. La segunda razón es que un humanismo consecuente acaba siempre por engendrar su filosofía, y los jesuitas, cada vez más impregnados de Cicerón y de Quintiliano, no tardarían en reconocer, siguiendo a sus maestros, la excelencia y la necesidad de esta disciplina-madre.[11]  Esta aspiración ideológica volvía a encontrar concretamente las legítimas ambicio­nes que sentían todos los colegios de prosperar y que inducían a las ciudades a poseer un conjunto de cursos suficiente para conseguir que sus hijos llegaran a obtener la maestría en artes.  De esta suerte los deseos expresados en el Ratio de 1586  (Pachtler, t. II, p. 134)  no tardaron mucho en hacerse realidad y la filosofía, que había visto desde un principio reconocidos sus derechos en los escolasticados de la Compañía, llegó poco a poco a coronar muchos colegios que sólo contaban hasta entonces con cinco clases de letras y que, con la adición de dos o tres años de  “filosofía”,  alcanzaban la dignidad de colegios superiores (Dijon, 1581; Lyon, 1592;  Billom, 1593;  etcétera).

Pero la concepción de la doctrina que era menester enseñar, su­mamente amplia y generosa en el espíritu de San Ignacio, hubo de sufrir más tarde perjudiciales restricciones.  El fundador vio allí toda una base en la que convergiría toda la enseñanza de las letras, con objeto de ofrecer en el bautismo del Espíritu la gavilla, atada ya para siempre, del humanismo integral.  Y recuerda frecuente­mente a los profesores que no olviden su fin trascendental:

Uno de los primeros cuidados de todos los maestros de humanidades y filosofía será el de encender, insensiblemente, unas a modo de chispas en los corazones de los jóvenes alumnos, con objeto de que se sientan cada vez mas inflamados para el estudio de Dios, y que tiendan con todas sus fuerzas hacia el mismo como meta de sus trabajos, a fin de alcan­zarla  (San Ignacio, Cartas, III, 6o).

Esta feliz convergencia llevó, pues, a los profesores de segunda y de primera enseñanza a insistir más en la explicación de las ideas.  Los discursos morales de Séneca, el Sueño de Escipión y el De Natura Deorum de Cicerón constituían así, en las clases de humani­dades, una especie de preparación progresiva que evitaba al joven fi­lósofo el sentirse desorientado en sus nuevos estudios.  Desde enton­ces fue cosa normal ver en esos establecimientos de educación católica, como los tres años de filosofía consagrábanse a trasmutar en sabidu­ría cristiana los conocimientos teóricos o prácticos adquiridos en el transcurso de este largo contacto con la antigüedad clásica, y así es como lo entendían los primeros maestros.

Pero mientras que la teología de los jesuitas se endurecía en la lucha contra las doctrinas protestantes, su filosofía oponíase a las corrientes derivadas del Renacimiento pagano y en particular al racionalismo ateo de la escuela de Padua.  Esta lucha no dejó de lograr provecho, porque llevó también a los doctores de la escuela, como Juan Maldonat, a distinguir mejor lo esencial y a centrar su teodicea en los principios fundamentales (1564).  Pero todos los esco­lásticos o pequeños profesores de la Compañía no eran como Mal­donat y algunos comprendieron bastante bien el espíritu de su época para caer en un ateísmo completo. Era menester combatir a la vez un iluminismo platónico y un materialismo paduano.  San Francisco de Borja reaccionó duramente contra esos dos excesos y, a su muerte, la una Congregación general estimó conveniente em­plear contra el nuevo averroísmo los remedios que se emplearon en el siglo XIII en el curso de una crisis análoga.  Contra el aristotelismo corrompido se acudiría al verdadero Aristóteles y se tendría cuidado de que los profesores “mantengan la filosofía en su papel de servidora y auxiliar de la verdadera teología escolástica”  (IIIa  Congr. gen., decreto 47).[12]   En lo concerniente a los colegios esta decisión condu­ciría a las reglas 4, 5 y 6 del Ratio, que hacen del aristotelismo to­mista la propia enjundia de la enseñanza.

No es posible dudar que esta enseñanza fue adaptada a las cir­cunstancias cuando vemos al profesor de filosofía de Pont-à-Mous­son convertir al futuro cardenal Du Perron haciéndolo estudiar los Comentarios de Santo Tomás sobre Aristóteles.  Pero reglas dema­siado estrictas que excluían inapelablemente todo espíritu de inves­tigación personal,[13]  rebajarían rápidamente el nivel de los profesores de filosofía. Con el propósito de evitar el racionalismo se cayó muy pronto en el fideísmo; para evitar el naturalismo, se zozobró con harta frecuencia en el sobre-naturalismo. La crítica coincide hoy en subrayar la fuerza de las tendencias anti-intelectualistas en el huma­nismo que salió de la Contrarreforma.[14]  Más adelante veremos hasta que punto facilitó la victoria de sus adversarios la endeblez filosófica de los jesuitas.

Pero, en relación con los alumnos, todos estos riesgos eran poco menos que inexistentes.  Desde luego, la adopción de Aristóteles como único autor básico seguía siendo bastante discutible.  Pero los libros que se ponían al alcance de los alumnos permitían, sin embargo,  exponer, siguiendo un plan bastante racional y de reducido volumen, un curso entero de filosofía.  El primer año era algo fati­goso el estudio de la Lógica, a pesar de las notables paráfrasis de los Padres Tolet y Fonseca, pero en el segundo año ya todo era fácil con el De Caelo, el De Generatione (I. I)  y la Física, aclarada ésta por los excelentes comentarios de Santo Tomás, y se dominaba toda la filosofía natural.  Finalmente, mientras un profesor de filosofía moral recordaba, con una somera explicación de la Ética, todos los valores eternos de la sabiduría antigua, el profesor principal daba fin a su exposición con las perspectivas deducidas de la Metafísica y del tratado Del Alma.

Es indudable que este programa era a la vez simple y completo, y que la explicación de textos, siempre indispensable en la forma­ción filosófica, recayendo en obras tan fundamentales y practicada por alumnos sumamente diestros en la lingüística, tenía que ser particularmente fecundo.  Sin embargo, con arreglo a las instrucciones oficiales, podría preguntarse si ci ejercicio no seguía siendo, en su esencia, mucho más filológico que filosófico.[15]   La misma obser­vación podría hacerse respecto de las disertaciones y discusiones esco­lásticas que acababan con frecuencia por malograr la buena retó­rica de los alumnos, sin procurarles en cambio toda la hondura de espíritu deseable.  Pero no ha de creerse que el uso no dejó de pres­tar algo de elasticidad a las prescripciones demasiado rígidas del Raño:  las ciencias humanas y naturales no tardaron, como veremos pronto, en adquirir derecho de ciudadanía en este plan de estudios, al principio enteramente literario, y en transformar en cierto modo su espíritu.

3)          La historia.  La enseñanza de la historia, tanto en su fondo como en su forma, está totalmente dirigida por la de las humani­dades. La imposibilidad absoluta de comprender el contenido de los autores clásicos, incluso los más literarios, sin un sólido cono­cimiento de la Antigüedad, particularmente de las instituciones griegas y latinas, reclama forzosamente un comentario de cultura general tras la explicación propiamente filológica del texto.  Pero es aquí donde las enfadosas costumbres de los  “sabios”  de la Edad Media y del Renacimiento están a punto de estropearlo todo.  A sus ojos la historia no es sino la suma de todos los conocimientos posibles, y muchos de ellos practican con soltura el harto escabroso arte de hablar de todo en torno de muy pocos temas. Y podríamos dar­nos por satisfechos si este comentario inagotable no tomara la forma de una discusión filosófica regular, con gran alarde de silogismos, de­finiciones, esencias, causas concurrentes u opuestas y distingos su­tiles.  La mayor parte de los autores alemanes del siglo XVI continúan enredados en ese fárrago inaccesible a los alumnos, del cual Chy­traeus y algunos otros nos ofrecen modelos más estupendos que las caricaturas de Rabelais  (cf. un modelo de argumentación histórica contra los anabaptistas en Porteau, op. cit., página 234, fl. 3).

El hecho de que los autores literarios deban estudiarse totalmente en un tiempo determinado continúa siendo el mejor freno contra este exceso de erudición. La aparición de ediciones con comenta­rios orienta la explicación de los textos. Pronto será facilitada me­diante el dictado o la publicación de obras de consulta, como el  Florilegio de los ejemplos y sentencias escogidos de los mas lamosos oradores tanto sagrados como profanos, publicado por el  P. An­dreas Schott en 1665.

Pero la literatura latina y griega comprende una clase deter­minada de autores a los cuales se ha reservado el nombre de histo­riadores.  No es posible pasarlos por alto sin perder una parte im­portante de entrambas literaturas y los muy considerables provechos que provienen de la frecuentación de esta clase de autores.  El P. de Ledesma enumera estos beneficios en el curioso reglamento que estableció entre  1560 y 1570 para “la lettione dell’istorico”.  Ésta subrayará doce puntos principales, la mitad de los cuales trata siem­pre de los elementos literarios  (la originalidad del estilo del histo­riador, la coloración y la luz propias de la historia, la variedad de las descripciones, las ocasiones de digresión oportuna y limitada, el discurso  “directo”  y el estilo “indirecto”, etc.)...,  pero cuya otra mitad se refiere realmente a los caracteres propios de las ciencias morales, a conocer el modo explicativo que suministra una serie de relaciones cronológicas, la importancia respectiva de las leyes y del acaso en historia y, sobre todo, las lecciones de moral y de conducta práctica que procura esta “maestra de vida”.  El último beneficio será la adquisición de la  prudencia civil mediante la cual el hombre habituado a la reflexión histórica sabe pasar en silencio los acon­tecimientos que no enseñan nada e interpretar favorablemente los demás, ver las cosas con su luz verdadera, aislar los buenos prin­cipios, enseñar a restablecer la verdad histórica frente al adversario, comprender del todo las profundas razones de la acción humana.[16]

Así concebida, la historia es, pues, la intermediaria natural entre la literatura y la filosofía moral: necesitará todavía mucho tiempo para poder mostrar claramente su verdadera fisonomía y sus exi­gencias personales.

La prueba de lo que decimos es que hasta mediados del siglo XVII la forma del curso de historia no se diferenciará de la caracterís­tica de las demás clases.  Se trata siempre de una lectio, esto es, de una explicación de autores.  Claro es que el interés del público se encamina cada vez más hacia esos clásicos de la historia que los italianos de Bolonia habían exhumado desde fines del siglo XV, antes de comentarlos en las universidades de allende los montes,  An­tonio de Lebrija  “leyendo”  a Quinto Curcio en Alcalá, y Filippo Beroaldo y Fausto Andrelini a Salustio, en París. Tucídides, Tito Livio, Floro, Valerio Máximo y  Salustio, editados por Josse Balde entre 1510 y 1513, serán muy pronto comentados ante los escolares parisienses.  No tardaron en imitarlos los primeros maestros jesui­tas: Tito Livio y Suetonio son explicados en la clase de retórica del colegio de Mesina desde 1548, y Salustio, en Lisboa, desde 1533.  Pero el P. Nadal se preocupa desde 1552 de normalizar la elección de los autores y el P. Perpinien establece, en su carta al P. Adorno (1565),  la lista de los historiadores más indicados para la clase de retórica, a saber:  César, Tito Livio y Salustio entre los romanos; Heródoto, Tucídides, Pausanias y Eliano entre los griegos.

Pero pronto iban a estallar grandes discusiones acerca del lugar que debe reservarse a la historia así concebida;  hallamos el eco de ellas en la redacción de las sucesivas ediciones del Ratio studio­rum.  La de 1586 se limita a consagrar los usos del Colegio romano.  Pero éste, celoso a la vez de la unidad de la enseñanza y de su carácter clásico, tiende a considerar la elocuencia como la base de toda formación; elocuencia puramente literaria en el primer ciclo de estudios, y más filosófica en el segundo.  Las demás disciplinas apenas son una eruditio que procura más importancia a la elocuen­cia.  Esta eruditio será literaria en el primer ciclo, y científica en ci se­gundo.  El lugar que se asigna a la historia está, pues, en la penúltima clase del primer ciclo, la clase de humanidad destinada a fijar todas estas adquisiciones secundarias: varia eruditio ex poetis, historicis, moribus gentium.  El perfeccionamiento de la elocuencia volverá a hallarse en la clase de retórica, en lo sucesivo más completa, ya que consagra un año entero a Cicerón.

Algunas provincias juzgaron muy reducido este programa, y se apoyaron precisamente en Cicerón para pedir que se abrieran más ampliamente las puertas de la enseñanza histórica.  ¿Por qué no proseguirla en la retórica? ¿Por qué incluso no iniciarla con las clases de gramática?  Los Padres de la provincia de la Alta Alema­nia, siguiendo el ejemplo de Canisio,  llegan incluso a pedir que se abandone el método de explicación de los autores y que se dé ex professo  “un curso de historia universal profana y sagrada que pro­curaría a los alumnos el conocimiento de los hechos principales y de las monarquías que precedieron y siguieron a Cristo, al mismo tiempo que ejemplos de virtudes que practicar y de los vicios que deben ser estudiados. Sugerían la distribución adecuada de este curso por métodos y por siglos” (A. R. S. J., Codex studiorum, 3, f. ff. 250-251, cit. por Dainville, Hist., p. 140).

Los Padres renanos no fueron atendidos: el Ratio de 1591 mantuvo los límites de la clase de humanidades y el principio de la explicación de los autores antiguos, comentados mediante una erudición moderada.  Pero no veía ningún inconveniente en el hecho de es­timular a los alumnos a que perfeccionaran sus conocimientos con lecturas personales.  El Ratio de 1599 detallará algunas concesiones relativas a la explicación de los historiadores en la clase de retórica, en la cual una hora del sábado se añadía a los días de asueto y que aprobaba algunas clases referentes a las instituciones.

Pero mientras que los consejos oficiales se atenían a la prudencia y a la moderación, los profesores emprendieron alegremente el ca­mino de una enseñanza especializada que se reconoció en seguida con el título de professor rhetoricae et historiae. En un principio fue­ron cursos dictados, como los que profesan el  P. Nicolás Caussin, en Ruán (1612), y el P. Lagrille, en Toulouse (1614),  en los cuales el plan sistemático trata aún de disimularse tras la evocación de los autores que había que explicar.[17]

Pero ya algunos habían desechado esa superestructura inútil. El P. Horacio Torsellini publicaba desde ~ su excelente compendium de historia universal, Historiarum ab origine mundi usque ad an­num 1598 epitome libri  X, que aventajaba obviamente a todas las producciones luteranas y que se enseñó en todas las escuelas de Europa, así como su complemento,  Historía nova saeculi nostri XVII,  publicada por el  P. Ott en 1682.  En un nivel más alto, el célebre Rationarium  del  P. Petau comenzaba en 1633 su gloriosa carrera. Historias especializadas, como la Historia romana del P. Cantel  (De Romanorum Republica sive de re militan et civili Romanorum, París, 1648)  abrían poco a poco la ruta a una enseñanza cuyo interés mantenían las Academias, las sesiones públicas, los premios ofrecidos a los alumnos.

El éxito que los jesuitas franceses consiguieron en estos estudios indujo al rey de España a confiarles las nuevas cátedras de Historia y de Cronología creadas en el Colegio de Madrid  (P. Paul Clément 1630-1642, P. Lambert 1657-1665).  La influencia ejercida en Luis el Grande por el  P. Buffier, autor de un excelente resumen en verso de historia universal, Práctica de la memoria artificial, París, 1705, con­tribuyó mucho al desarrollo de estos estudios.  (El ingenio del P. Buffier llegó incluso a fabricar un cuadro cronológico de la histo­ria universal en forma de juego de la oca.  Los alumnos que, por ejemplo, habían perdido tres puntos en la casilla 622,  ¡no olvidaban ya la fecha de la Hégira!)

Su experiencia, uno de cuyos beneficiarios fue Voltaire, inspiró los re­glamentos de Lyon y de Marsella, compuestos por el P. Croiset (1211), de Reims. Según un plan metódico, que iba de la quinta clase hasta la retórica, los escolares aprendían sucesivamente la Historia Sagrada, la griega y la latina, la geografía y la historia de Francia, a cuyo estudio solía añadirse con frecuencia la historia local  (Dainville, Hist., p. 151).

Se ha reconocido aquí la progresión de Comenio adoptada por la mayor parte de las escuelas no-conformistas de la Europa barroca.  Así los jesuitas no vacilaban en tomar de sus principales enemigos protestantes la idea de un plan de estudio histórico, lo mismo que habían hecho suya la idea luterana de una historia universal, de igual suerte que el  P. Possevin, cuya Bibliotheca selecta qua agitur de ratione studiorum  (Roma, 2 vols, fo, 1593)  ha ejercido tan gran influencia en toda la pedagogía humanística de los siglos XVII y XVIII, no deja de apropiarse, sin dejar de lanzar invectivas contra Jean Bodin, lo mejor de su  Método de la historia, que sigue siendo la plancha giratoria de todas las concepciones de la época  (1656).[18]
Los progresos de la geografía fueron en todos sus puntos paralelos a los de la historia.  En geografía también se parte subrepticiamen­te de la  “erudición”  necesaria para la comprensión de los autores, erudición que lleva a veces a estudiar toda la geografía de la Galia para explicar los Comentarios de César.[19]  Más tarde se introduce en el programa de humanidad la lectura de obras clásicas, pero es­trictamente geográficas, tales como el Periegesis tes oikum enes de Dionisio o el De Situ Orbis de Pomponio Mela.  Pero los Padres de las postrimerías del siglo XVI se inclinan ya el curso sistemático.  Los progresos del sentimiento nacional llevaban al estudio de la geografía local, el ensanchamiento del mundo y particularmente la magnífica epopeya misional de la Compañía, cuya repercusión en los colegios expuso magistralmente el P. Dainville, impulsaban al conocimiento de la geografía universal.  Pueden considerarse como importantes progresos de ella las Parallela Geographiae Veteris el Novae, del P. Briet (1646) y la Geografía universal del P. Buffier (1711).

4)          Las ciencias físicas y matemáticas.  Si el favor de los huma­nistas se mostraba unánime en lo que atañe a las lenguas y a la historia, no ocurría lo mismo en lo que concierne a las materias de la enseñanza científica.

La física era únicamente admitida en todos los programas porque venia a ser un recinto con doble entrada: podía entrarse en él, bien partiendo de los autores antiguos, en quienes la intuición cosmoló­gica había sido particularmente fecunda, bien partiendo de los pro­blemas clásicos sobre la creación, la sustancia y la duración del mundo que alimentaban desde hacía dos milenios las discusiones de los doctores.  La física aparecía, pues, ante todo, como una “filosofía natural”, más o menos ligada a la historia del pensamiento griego. Estaba designada para desempeñar en el segundo ciclo de estudios  (los dos o tres años del curso de filosofía)  el papel de eruditio que la historia y la geografía se habían repartido durante el primero.

No debe, pues, sorprendernos que en este caso la enseñanza de las ciencias físicas haya corrido una suerte análoga a la que corrieron las ciencias humanas.

Ahora bien, gracias a Lefèvre d’Étaples, Aristóteles retorna triun­fante a los medios universitarios y evangélicos.[20]   De 1492 a 1515 el gran humanista volvió a publicar toda la obra conocida del gran filó­sofo griego, en adelante limpio de toda sospecha de averroísmo, y la concertó de nuevo con el platonismo más místico, perspectiva que se prolongará a lo largo de Le Roy (1510-1577)  hasta la reacción del siglo XVII francés. Es asimismo notable que el primer impulso de un esfuerzo tan prolongado se consagrara al comentario de los ocho libros de la Física de Aristóteles (1492).  Este punto de vista seguirá siendo el del humanismo que considerará a Aristóteles, sobre todas las cosas, como el maestro de la física.  En la medida en que esta enseñanza es precisa dentro de un orden intelectual, la vemos germinar espontáneamente en los jesuitas;  se enseña la física junto a la filosofía o a la teología en Billom, desde 1558, en París (1564), en Toulouse (1566), en Tournon (1568), en Pont-à-Mousson (1572), y Lyon (1576).  El Ratio de 1586, al ordenar la lectura de Aristóteles, no hará otra cosa que normalizar una costumbre ya muy generaliza­da: la explicación recaerá sobre la física y sobre los tratados Del cielo y De los meteoros.

No obstante la expresa recomendación del texto oficial, estas ex­plicaciones tomarán en seguida la forma del curso dictado. Verdad es que el mismo Colegio romano había dado el mal ejemplo, puesto que de él poseemos un curso dictado en 1570,  In Aristotelis libros qui ad physicam  pertinent, seguido de Quaestiones sobre el  De Caelo et elementis.  El uso de estos cursos se había ya extendido en París antes del Ratio de 1586; reimprimíase allí, para el colegio de Clermont, el De communibus omnzum rerum naturalium principis et affectionibus  libri  quindecim,  del P. Bento Pereira.

El más célebre de estos comentarios de la Física de Aristóteles es el que el general Francisco de Borja mandó componer a los Padres de Coimbra con el propósito de que cada profesor no se empeñe en enseñar, tratándose de materias científicas,  “invenciones sacadas de su cabeza”.  Es la famosa colección llamada  Los Conimbros, y en la cual toda la Europa letrada estudió a lo largo de más de un siglo, Commentarii Collegii Conimbricensis societatis Jesu in quatuor libros de Caelo, Coimbra, 1592;  In libros Meteorum, Coimbra, 1592, etcétera.
Evidentemente, de todas las cuestiones tratadas era la última la que interesaba más a los alumnos, de suerte que los profesores jesui­tas ponían todo su puntillo de honra en componer un tratado de los meteoros digno de rivalizar con el delos Conimbros que se reeditaba incesantemente. Así el curso profesado en París por Maldonat en 1564 fue recogido por el P. Luis Richeome en el primero de sus Tres discursos para la religión, París, 1597, y Descartes, alumno de los jesuitas, trató de probar la madurez pedagógica de su física publicando entre las primicias de su Método un tratado de los meteoros destinado a reemplazar al de Aristóteles.

La cuestión de las matemáticas fue más difícil de resolver. A pesar del lustre logrado por algunos genios fulgurantes, los si­glos xvi y xvii, en conjunto, son hostiles a las matemáticas. Parece que algo tuvieron que ver en ello las arriesgadas especulaciones de la Cábala y la Gematría:  las ensoñaciones platónicas o pitagóricas de un Nicolás de Cusa, de un Bovelles, de un abate Trítheim o de un Jean Bodin inquietan justamente a sabios y religiosos.  Por otra parte, nada parece más conforme a la idea de ciencia vana, cara al Eclesiastés y a la Imitación, que esta busca de relaciones abstractas que aparentemente no ocupan ningún lugar en la escala de las cria­turas. Los jansenistas se mostraron particularmente hostiles a las matemáticas y esta enemistad se prolonga hasta mediados del si­glo XVIII, si nos atenemos al severo juicio del docto Jean Bouhier (1673-1746), presidente del Parlamento de Dijon, filólogo, historia­dor y poeta académico: 

El estudio de las ciencias especulativas, como la geometría, la astrono­mía, la física, es un entretenimiento sobremanera vanos todos estos co­nocimientos, estériles e infructuosos, son inútiles por sí mismos. Los hombres no han nacido para medir líneas, examinar las relaciones entre los ángulos y perder todo su tiempo en considerar los distintos movi­mientos de la materia  (cit. por Dainville, Enseigtiement des math.).

Por último, los profesores de filosofía, celosos de su autoridad, no cesan, si creemos a Clavio, de rebajar las matemáticas a los ojos de sus alumnos, ya que el renacimiento escolástico se hace en detri­mento de las ciencias exactas.

Esto no obstante, el humanismo italiano, a la vez más platónico y más científico que el de la Europa occidental, concedía a las matemá­ticas un lugar tan importante que, desde 1550, los primeros colegios de Mesina y de Roma abrían un curso en el cual los maestros explica­ban las obras de que se habían servido, en París, Nadal y sus compa­ñeros, a saber, aparte de la geometría de Euclides, el tratado sobre la Esfera de Oronce Finé  (ed. de 1525, cinco ediciones de 1542 a 1555)  (tratábase en rigor de una obra de cosmografía), la Teoría de los planetas, de Peurbach  (1490)  y el Elucidatio Astrolabii, de Stoeffler (1513), que enseñaba a construir el astrolabio y a utilizarlo.

El P. Nadal, apoyándose en los felices resultados de esta experien­cia, preveía un programa de matemáticas a lo largo de los tres años inicialmente previstos para la clase de filosofía. El primero consa­graríase a la geometría de Euclides, con el aditamento de la cosmo­grafía de Oronce Finé, la trigonometría de Regiomontano (De tri­angulis omnimodis) y un poco de geografía. Durante el segundo se profundizaría en la geometría aplicada, las medidas, la música especulativa y la perspectiva. El tercer año sería el de la astronomía.  En su curso se leería la Teoría de los planetas, de Peurbach, y el Epí­tome del Almagesto de Tolomeo, también de ese mismo autor, y se aprendería a consultar las tablas alfonsinas.

Sin compartir el entusiasmo de algunos, San Ignacio no vaciló desde un principio en mostrarse partidario declarado del estudio de las matemáticas:  “Y también las matemáticas con la moderación que conviene para el fin que se pretende”,  declara en 1556  (Constitu­ctones, p. IV, c. 12, decl. F. textus B, MHSJ, t. II, p. 470).

Asimismo los programas, redactados por el Padre Polanco, y corre­gidos en la parte científica por el Padre Torres, preveían el estudio de las matemáticas a base de una lección diaria durante los tres años mencionados. La oposición fue tan poderosa que el Ratio de 1586 solamente les asigna dos años;  el de 1599 señalará un retroceso toda­vía más considerable, ya que pide que sólo se inicie en las matemáti­cas a los alumnos de filosofía en el transcurso del segundo año.  Esto equivalía a retroceder al reglamento dictado en 1542 por el cardenal de Estouteville para la maestría en artes.

Esto sucedía a pesar de seguir repitiéndose las buenas palabras del fundador, e incluso luego de haber recogido en el Ratio de 1586 todos los argumentos que Cicerón en el De Oratore y Quintiliano en las Instituciones oratorias pudieron aportar a este propósito.  La utilidad de las matemáticas parecía, en efecto, evidente, tanto para el prestigio científico de la Orden como por las aplicaciones prácticas que permitirían a sus miembros:

Enseñan a los poetas el orto y el ocaso de los astros;
A los historiadores la situación y las distancias de los diversos lugares;
A los filósofos ejemplos de sólidas demostraciones;
A los políticos métodos verdaderamente admirables para dirigir los asuntos internos y los concernientes a la guerra;
A los físicos los modos y la diversidad de los movimientos celestes, de la luz de los colores, de los cuerpos diáfanos, de los sonidos;
A los metafísicos el número de las esferas y dé las inteligencias;
A los teólogos las partes principales de la creación divina;
A los jurisconsultos y a los canonistas el cómputo;
Sin hablar de los servicios prestados por el trabajo de los matemáticos al Estado, a la medicina, a la navegación y a la agricultura.
Es menester, pues, esforzarse para que las matemáticas florezcan en nuestros colegios del mismo modo que las demás disciplinas.[21]

El escaso tiempo de que disponían los maestros vino a exhumar los viejos tratados elementales. La esfera de Sacrobosco, redactada en París hacia 1230 (!), continuaba su inverosímil carrera  (ciento cuarenta y cuatro ediciones latinas identificadas a la fecha):  se la comentaba en París el año 1577, mientras que Tournon prefería la Esfera de Proclo y la aritmética de Miguel Psellus con los comen­tarios de Elías Vinet (1592). Múltiples enseñanzas amalgamaban los elementos extraídos de estas distintas fuentes, como el curso dicta­do en Aviñón, el año 1616, con el nombre de Mathesaeos totius summarium:

Tras los tratados sobre las matemáticas, la aritmética, la música (hoy diríamos acústica), la geometría y la perspectiva, expone  “la ciencia astro­nómica”,  sin omitir las opiniones de los astrónomos recientes, en especial la de Tycho Brahe.  Cierra este curso, espécimen típico de la enseñanza de esa época, una lección sumamente detallada acerca del astrolabio, los modos de construirlo y sus distintas aplicaciones.[22]

Más todavía que los programas iniciales sorprende al lector mo­derno el número casi ínfimo de alumnos que aprovechaban esta ense­ñanza.  Las matemáticas no sólo estaban rigurosamente excluidas del primer ciclo y no contribuían en absoluto a la formación intelec­tual de los jóvenes, sino que un gran número de alumnos desapare­cía al empezar el segundo o tercer año de filosofía en los que habían encontrado refugio. Las estadísticas de la provincia de París levan­tadas por el  P. de Dainville muestran que de los  12,565  alumnos que esta provincia contaba en 1627, sólo 64 estudiaban las matemá­ticas, o sea, un  0.50%  del efectivo escolar completo, y, lo que es to­davía más grave, apenas un  7.21 %  de los  873 estudiantes del ciclo superior.

Ahora bien, la Francia del siglo XVII no queda rezagada en rela­ción con los demás países, puesto que se envían muchos escolásticos extranjeros, como los jesuitas polacos que se distinguieron en Siam, a iniciar el estudio de las matemáticas en los colegios de Marsella, París y Aviñón.

Lo que salvó a las matemáticas fue el desarrollo, previsto por San Ignacio, de algunos conocimientos técnicos y, en particular, de la navegación y la ingeniería. Por este punto imprevisto de la matemá­tica aplicada fue por el que el hombre medio (¡lo hubiéramos creído más accesible a las especulaciones formales!) s e aficionó a esos es­tudios:

Con tal de que el hombre medio sepa de las matemáticas lo que sirve a un capitán, para fortificar regularmente, y trazar planos, sumar, restar, multiplicar y dividir con objeto de facilitar su trabajo de formar batallones; con tal de que haya aprendido la esfera superior y la inferior y haya educado su oído para poder juzgar acerca de la delicadeza de los distintos tonos musicales, importa poco que haya ahondado en los secretos de la geometría y en las sutilezas del álgebra, ni que se deje arrebatar por las maravillas de la astrología y la cromática  (N. Faret, El hombre medio, 1630, ed. Magendie, París, 1925, p. 26).
Ahora bien, es precisamente a estos desiderata a los que responde, por ejemplo, el volumen del P. Hoste (el fundador de la estrategia naval, que, además de enseñar en Tolón, había navegado durante doce años con d’Estrée, Tourville y Mortemart) titulado:  Colección de tratados de matemáticas que pueden ser necesarios a un gentil­hombre para servir en tierra y en mar (1692)  y que contienen no­ciones de geometría práctica y de trigonometría, la Esfera y sus aplicaciones  (cf. Dairiville, Géographie, p. 444).

Así, cuando Luis XIV se propuso procurar a su marina militar los elementos cultos que le eran necesarios, Colbert, que no tenía ninguna simpatía por los jesuitas, se vio, no obstante, forzado a acu­dir a ellos para que se los suministraran.  De esta suerte la creación de algunas cátedras exigidas por el Ratio de 1599, permitió el desen­volvimiento requerirlo para el servicio de las cátedras reales de ma­temáticas e hidrografía, movimiento que, por carambola, originó que los mismos Padres crearan algunos cursos nuevos a principios del siglo XVIII.  En lugar de las diez cátedras, más o menos miserables, del siglo precedente, son veintiséis cátedras, muy concurridas, las que los jesuitas poseen, en Francia, el ano 1762, esto es, en el momento de la supresión de la orden.

Cátedras, no sólo cuantitativamente, sino también cualitativamen­te interesantes, porque, pese a la doctrina oficial de la Compañía, la revolución cartesiana comienza a dar en ellas sus frutos y las mate­máticas se tienen ya, no sólo como un bagaje conveniente y oportu­no, sino como uno de los mejores elementos culturales.  Así el  P. Morand no teme dar principio con estos términos al curso que dictó, en 1744, a los alumnos del colegio de Aviñón:

Las matemáticas son exactamente idóneas para perfeccionar el espíritu y procurar a los que las cultivan una extraordinaria facilidad para co­nocer y profundizar, más de lo que comúnmente se acostumbra, esas verdades a las que se aplican.  La costumbre de juzgar y de razonar bien sólo se adquiere por el ejercicio, y las reflexiones que exigen las demostra­ciones matemáticas constituyen el ejercicio mas útil...  Este discernimiento vivo y ese espíritu de invención solamente puede ser consecuencia de una honda meditación sobre las verdades esencialmente matemáticas  (cf. Dainville, Foyers, p. 297).

4.  La Formación de los Maestros
a)  El Colegio Romano de los Padres Clavio y  Kircher

Ya hemos visto que la idea inicial de San Ignacio fue enviar a los futuros doctores de la orden a que se formaran en las universidades, y, a medida que los jesuitas, especialmente los de la Europa central y oriental, consiguieron resucitar o fundar importantes universidades, como las de Ingolstadt o de Vilna, se volvió, poco o mucho, a esta concepción inicial.

A pesar de todo, la influencia del Colegio germánico y más aún la del Colegio romano continuaba siendo muy importante.  Pero era de mucha más consideración en las disciplinas especiales, porque en éstas se requería evidentemente una formación calificada.

Tal fue el caso de las matemáticas, que hallaron en el P. Clavio un excepcional espíritu animador.  Si no era, quizá, como se decía en su época,  “el Euclides del siglo XVI”,  este sabio jesuita, nacido en Bamberg en 1537 y muerto en Roma el año 1612,  después de haber dirigido en esta ciudad los estudios científicos durante cuarenta años, fue ciertamente el profesor más notable y una de las cabezas más esclarecidas de su tiempo. Era un geómetra de primer orden y su comentario de Euclides  (1574)  se consideró como indiscutible auto­ridad.  Como astrónomo fue el principal autor del calendario grego­riano, que no ha sido aventajado todavía. Sus comentarios de la Esfera de Sacrobosco, enriquecidos de edición en edición (Roma 1570-75 y especialmente 1581)  se convirtieron en el mejor tratado de astronomía de su época, y conceden un amplio lugar a todas las hi­pótesis contemporáneas, incluso la de Copérnico.  Pero de modo especial su influencia pedagógica no admite duda.  Él formó al céle­bre P. Ricci  (1556-1610)  y a la mayor parte de los misioneros jesuitas que llevaron al Lejano Oriente los beneficios de la cultura occiden­tal y que trajeron, en cambio, verdaderos tesoros de observación y un sinnúmero de progresos técnicos.

Después de ser parte preponderante en el establecimiento de los programas, con la ayuda del Padre Torres, ex médico que se había hecho jesuita, consiguió valorar la enseñanza de las ciencias y acrecer la formación matemática de los profesores de filosofía, a la vez que crear él mismo una especie de seminario en el cual los profesores de ciencias, cada vez más especializados a partir de 1600,[23]  aprendían esta compenetración de la física y de las matemáticas, compenetra­ción de la que surgiría el espíritu de la ciencia moderna.[24]

Entre sus sucesores citemos al P. Kircher (1602-1686), orientalista distinguido y originalmente filósofo, que dirigió algunos años la enseñanza de las matemáticas en el Colegio romano (a partir de 1636) antes de consagrarse a las investigaciones científicas que han hecho de él el precursor del electromagnetismo.  (Magnes, Roma, 1640; Magneticum regnum, seu de triplici magnete, 1667).  Su gabi­nete de historia natural, de astronomía y de física, subsistente aun en Roma (Museum Kircherianum)nos permite hacernos una idea del equipo científico, ya muy considerable, que el Colegio romano ponía, en tiempos de Descartes, a la disposición de los futuros cien­tíficos.

b)   La Crisis de las Humanidades y la Formación de los Regentes.  El  P.  De  Jouvency

Pero el considerable desarrollo de la Compañía  (1579, 144 colegios; 1600,  245 colegios;  1626, 444 colegios;  1710,  612 colegios; 1749, 669 co­legios)  produjo forzosamente una mayor autonomía de las provin­cias, cuyo número pasó por aquel tiempo de veintiuna a treinta y nueve.  Correspondía, pues, a la provincia, desde mediados del si­glo XVI,  exceptís exceptionibus, procurarse su propio equipo escolar, y ya se sabe cuán onerosa era esta ley para las provincias necesitadas, como la de Aquitania, siempre escasa de dinero. Porque no se trataba solamente de que funcionasen los colegios,  ¡también había que en­contrar maestros!

Esta necesidad colocó en el primer plano de las preocupaciones de la orden el problema planteado desde las primeras iniciativas peda­gógicas de San Ignacio, a saber:  la relación entre la enseñanza dada por los jesuitas y la que ellos recibían, problema tanto más grave cuanto que el gran ejército de los Padres jesuitas no se reclutaba fuera de sus dominios, sino en su mayor parte dentro de los colegios de la propia Compañía  ¡con lo que los colegiales mal instruidos amenazaban con producir malos profesores y recíprocamente!  De suerte que la baja presión humanística sufrida por los escolares en las postrimerías del siglo XVII amagaba con comprometerlo todo si no se conseguía rápido remedio estimulando el celo y la solicitud de los profesores.  De ahí nació una de las obras más originales que nos han legado los jesuitas, la Ratio discendi et docendi, de Jouvency, que tras haber resuelto la crisis de la provincia de París, se convirtió en doctrina oficial extendida a toda la Compañía.

La obra del Padre Jouvency se dirigió a los jóvenes jesuitas que reanudan sus estudios con objeto de cumplir mejor sus nuevos deberes pedagógicos. Es, pues, en cierto sentido, el manual del estu­diante jesuita, que tiende a “suministrar al futuro profesor las normas los informe generales y los informes bibliográficos necesarios para guiarlo en sus estudios”  (Dainville, Jouvency, p. 8).  Lo que hay que elogiar en este programa es el respeto hacia el interesado a quien se supone capaz de formarse a sí mismo con la ayuda de estos buenos consejos.  Algunos reproducen fielmente los que ya se dieron a los alumnos:  se llama solamente la atención del joven Padre acerca de la nece­sidad de consagrarse al griego desde el principio de su regencia y de comenzar por la adquisición de un extenso vocabulario, tras lo cual se le procura una lista graduada de autores con los elementos biblio­gráficos y las principales apreciaciones críticas capaces de introdu­cirlo de lleno en esa antigua literatura.  Gracias a este método es­perábase que el Regente volviera a aficionarse al griego y estimulara el afán de sus alumnos: desde entonces ya no se producirían escán­dalos como el que suscitó aquella inspección del prefecto de Caen y en la que pudo comprobarse que de los alumnos de tercero examinados en 1692, cincuenta y dos de ellos, esto es, casi la mitad,  “lo ignoraban totalmente”.  En lo que atañe al latín se trata, por el con­trario, de un trabajo de impregnación: es preciso no dejar nunca de leer y releer a los buenos autores  (revaluare ac regustare)  ni  “dejar pasar un solo día sin componer algo”.

El tratado comprendía también un capítulo acerca de las artes re­queridas para el desarrollo del humanitas:  allí vemos desfilar indi­caciones pertinentes sobre la retórica y la poesía, la historia y sus ciencias auxiliares;  se insiste particularmente en una serie de diver­siones letradas  (divisas y enigmas)  y acerca de los conocimientos heráldicos a los que, como veremos en el Diario de Trévoux, la sociedad de aquel tiempo se mostraba aficionadísima.

Podríamos decir que, al dorso de estos consejos al estudiante, se había inscrito un arte del maestro y se aumentaba notoriamente la lista de los libros susceptibles de ser aplicados en cada clase, con las indicaciones necesarias.  Así tenemos, según la frase del Padre de Dainville,  “un testimonio preciso acerca del estado de los estudios griegos y latinos en los jesuitas franceses en las postrimerías del si­glo XVII”.  Vemos que ya no se comenzaba al estudio del griego hasta el cuarto, que Platón era excluido de ese panteón clásico donde se exponían todos los  “oradores”  y que el triunfo de Cicerón se hacia cada vez más evidente.

Se llamaba vivamente la atención del maestro sobre los fines de la educación: el estudio de todos esos autores paganos solamente era favorable en un clima de humanismo cristiano en el cual aparece­rían como  “heraldos de Cristo”.  No debía haber, pues, soluciones de continuidad entre la formación literaria y la formación religiosa, cuyos principios y ejercicios se recordaban.  Había que poner a los alumnos en situación de discernir, al terminar sus estudios, el géne­ro de vida hacia el cual se sentían llamados y prepararlos para la existencia civil mediante la educación del carácter.

Entre los consejos que la edición parisiense de 1692 daba a los jóvenes regentes, había uno de la mayor importancia que se refería a la lengua y la literatura francesa.  Ya no era posible olvidarlas, cosa que por otra parte hubiese sido contraria a las constituciones, las cuales prescribían que cada uno se perfeccionara en su lengua materna; pero era preciso tomar precauciones para no encontrar en ello un instrumento de perversión moral y de disipación intelectual. Por lo tanto parecía preciso renunciar por completo a su estudio, en beneficio de los antiguos durante los dos o tres primeros años de enseñanza.  Pues se permitía recrearse honestamente en los días de vacaciones, leyendo algún libro francés de estilo puro y elegante como los de Vaugelas, Bouhours o alguna buena traducción de César y de Cicerón.  Estaba naturalmente prohibido gustar “la hez de los libros franceses”,  cuentos escabrosos, diálogos o novelas.

Es curioso que la edición romana de 1703 diese más importancia al estudio de la lengua materna y que entre los medios para domi­narla a fondo bajo una forma tan clara como elegante, descubriese la versión latina propuesta primero a los regentes para su formación personal y extendida luego de los Padres jóvenes a los alumnos. Vale la pena reproducir el texto donde se define dicho ejercicio:

Después de la corrección y el dictado del deber, se verterá en la lengua materna un autor latino. En este ejercicio hay que cuidar la propiedad del lenguaje, de su concordancia o su divergencia con el latín, con objeto de que los alumnos aprendan las dos lenguas. Se les hará a veces tra­ducir un pasaje de algún historiador y se suscitará entre ellos una discusiónn respecto a la explicación del autor (c. II, art, III, trad. Dainville).

La versión latina, argumento excelente que no dejarán nunca de recordar los defensores de las humanidades clásicas, era, pues, el mejor modo de aprender las lenguas modernas.  Era evidente que los progresos de los distintos idiomas procurarían tarde o temprano otro más (calcado sobre el estudio de las lenguas latinas),  o sea la lectura y explicación directa de las diversas literaturas nacionales.  En lo que se refiere al francés hay que llegar al  P. de Tournemine para abordar de frente la cuestión de la recomendación en 1730, en la Instrucción para los regentes, de estudiar sistemáticamente las principales comedias de Molière.

El Ratio discendi et docendi de Jouvency  (ed. de 1703), promul­gado por la XIV Congregación general, tuvo inmediatamente gran resonancia en toda Europa.  Traducido y reeditado en varias lenguas apenas conoció otro rival que la tentativa análoga del P. Kropff  (1736).  La encíclica dirigida por el P. Visconti en 1752 a todos los provinciales de la orden,  De studiis humaniorum litterarum pi-orno­vendé, formulaba el deseo de que cada Padre poseyese un ejemplar de dicha obra.

c)  El Jovenado o Simple Repetición del Cursus Paedagogicus

Pero si las ideas de Jouvency tenían buena acogida, en cambio la institución con la cual contaba para conjurar la crisis no conseguía ponerse en pie.  Lo que aún presentaba riesgos era la iniciativa, la arbitrariedad del joven profesor lanzado en la enseñanza sin ninguna formación previa.

La mejor manera de contrarrestar esta situación era recoger a la salida del noviciado a los futuros regentes en una casa adaptada para ellos donde se les volvería a enseñar una “retórica superior” en la que pudieran recapitular su saber y recibir una orientación pedagó­gica antes de lanzarlos en la selva escolar.  El Ratio de 1703 aprobada ya en su artículo  De rhetorum schola domestica la fórmula del jovenado, pero sin declararlo obligatorio.  De todas maneras el en­sayo se hizo en París, donde de 15 novicios 13 figuraban en la lista de los rhetores  al abrirse el curso de 1692.  La institución se sostuvo con mediano éxito hasta 1703, fecha en que desapareció por falta de fondos;  brilló algún tiempo vivamente en Lyon en torno del  P. Monnoyeur, y acabó de desacreditarse en las experiencias medio­cres realizadas en Toulouse.  Se le reprochaba ya en 1727 lo que se reprochará siempre al espíritu mezquino:  el constituir en torno de un maestro estimado capillitas más o menos heterodoxas y, en vez de desarrollar el humanismo mediante un estudio profundo de los clásicos, favorecer la curiosidad hacia la peor literatura moderna y el mal espíritu de los letrados que  “están en el secreto”.

El fracaso del jovenado no dejaba más recurso que el de volver a los principios de Jouvency sobre una base más angosta.   Insufi­cientemente formados para ser realmente autónomos, los regentes, vigilados muy de cerca por su prefecto o por sus  “consejeros peda­gógicos”,  desempeñaban el papel de alumnos-maestros, y no de pro­fesores.  La Instrucción de Tournemine ya citada responde a este estado de cosas.  Al leerla se tiene la impresión de que hace dos si­glos el humanismo perdió su valor de etapa completa y que a los regentes les cuesta mucho hacer el esfuerzo que se exigía antaño a sus alumnos.  Por lo menos se tenía la seguridad de que empezaban de nuevo el curso completo de sus estudios y entonces  “en las mejores condiciones”,  bajo la doble censura de sus alumnos y de sus anti­guos maestros.

Esta segunda formación distribuida en unos diez años y que, a los ojos modernos, parecería el colmo del paternalismo, no dejó de seducir a muchos contemporáneos que la consideraban la obra maes­tra del espíritu corporativo y de la educación continua.  Lo que las instrucciones definen de un modo seco y en apariencia agresivo se convierte en un cuadro atrayente bajo la pluma del P. Grosier (1743-1823),  quien, después de la disolución de la orden, siendo bibliote­cario del Arsenal y sucesor de Fréron en el Año literario, tuvo el valor de hacer en plena revolución, el elogio claro y manifiesto de la extinta Compañía.[25]   Leyendo esas páginas se comprenderá mejor hasta qué punto los colegios de jesuitas habían evolucionado durante el siglo XVIII hacia un tipo mixto que desempeñaba a un tiempo el papel de nuestros liceos y de nuestras escuelas normales:

La educación literaria dada al joven jesuita no tardaba en hacer flo­recer todos los gérmenes de talento que la naturaleza le había confiado.  El estudio llegaba a ser pronto su pasión más grande.  Pero este afán de aprender, propio de la adolescencia, era moderado por maestros sagaces.  Fijaban la duración de su trabajo, determinaban sus lecturas, trazaban el esquema de sus primeros ensayos;  luego, poco a poco, le retiraban esos apoyos, esos puntales de la infancia. Se le recordaba sin cesar que los clásicos eran sus modelos, que el tono auténtico de la naturaleza, las gra­cias, las bellezas varoniles y orgullosas se encontraban sólo en sus es­critos; el deseo de beber directamente en esos venerados manantiales, lo impulsaban a vencer todas las dificultades del estudio árido de las lenguas. Incluso sus horas de descanso eran para él una serie de nuevas lecciones presentadas bajo otra forma.  Rodeado de hombres de letras, de hombres ocupados en los diversos campos de la ciencia, sus conver­saciones diarias lo iluminaban;  su trato ampliaba la esfera de sus primeros conocimientos, rectificaba sus antiguas opiniones; adquiría entre ellos el hábito de la reflexión, el de razonar con exactitud y pensar con madurez.
La teoría ociosa no hace al artista;  lo será dando vida a los pensa­mientos que ha concebido, ejecutando.  El trabajo de la composición ejercitaba pronto el talento del joven jesuita.  Se le obligaba a producir;  tenía que expresarse por turnos en las lenguas ricas y armoniosas de Roma y de Atenas.  Tratar, ora de conmover, armándose con todos los dardos de la elocuencia, ora de gustar adornando una ficción ingeniosa con los brillantes colores de la Poesía.  Además de la labor inherente a sus fun­ciones de maestro, una arenga, un poema, un discurso sobre un punto de moral eran las tareas literarias a las que se le sujetaba anualmente.  Pagaba estos tributos en el recinto doméstico, sin más jueces que sus hermanos reunidos, auditorio indulgente pero ilustrado y más temido por él que la más imponente Asamblea   (op. cit., p. 23).

d)   El  “Diario”  de Trévoux, Tribuna y Academia de los Jesuitas Docentes

La masa de los jóvenes regentes puestos a prueba de este modo en varios centenares de colegios, sólo podía conservarse ortodoxa a la condición de encontrar en las publicaciones contemporáneas un ali­mento conforme a las normas que se les inculcaban con tan cuida­doso celo.  Por otra parte, los resultados obtenidos en los diversos institutos, facultades, observatorios o estaciones de la Compañía debían normalmente buscar un eco necesario para la reputación de los Padres y su instrucción recíproca.  En fin, la acción escolar y cultural proseguida por los jesuitas durante más de ciento cincuenta años había logrado en todos los campos y sobre todo en el de las humanidades, obras de tal calidad que era posible ya encontrar en el talento de los Padres no sólo la confirmación de sus principios, sino aplicar éstas a la crítica de todas las publicaciones importantes, favorables u hostiles, susceptibles de interesar a la opinión.

Se debe a estas consideraciones, mucho más que al deseo auténtico de luchar en igualdad de condiciones contra todas las Bibliotecas, todas las Cartas, todos los Diarios más o menos heterodoxos que di­fundían por todas partes un espíritu “sociniano” o “filósofo” hostil a la civilización barroca, la creación del  Diario de Trévoux,  la gran publicación jesuita que dominó la opinión europea durante la pri­mera mitad del siglo XVIII, como la dominaría la  Enciclopedia  en la segunda.

Por lo tanto no nos haremos una idea justa de la importancia real de dicha revista, si no la enlazamos en nuestro pensamiento con todo ese mundo de los colegios que la nutrió tan directamente que, en lo material, la organización del Diario está confiada por entero a los Padres del colegio de Clermont  (Luis el Grande).  La insti­tución del Diario equivalía pues a coronar la pedagogía jesuita con un tricornio literario o académico colocado sobre su cabeza parisiense.

Esto es tan cierto que el bueno de Grosier, cuyos dos libros no son más que una colección de los principales artículos publicados en el  Diario  durante sus sesenta años de existencia, inicia su exposi­ción evocando esa especie de colegio supremo del cual es la expre­sión literaria:

Si los jesuitas han sido, individualmente, verdaderos hombres de letras, reunidos han formado una de las mejores Academias de Europa...  Academia en cierto modo universal, puesto que reunía casi todas las distintas clases del talento y que abarcaba ella sola todos los géneros que se reparten nuestras tres Academias:  ciencias exactas, historia, monumentos de la An­tigüedad, gramática, poesía, elocuencia, lo comprendía todo;  no hay casi ninguno de los conocimientos humanos que no haya movido la pluma de algún jesuita...  Academia verdaderamente fraternal por la facilidad de las correspondencias y el mutuo intercambio de luces. Los jesuitas se encontraban dispersos sobre toda la superficie del globo y aunque sepa­rados, en ocasiones, por todo el diámetro de la tierra, correspondían entre ellos.  ¿Que un fenómeno celeste anunciado en alguna parte del mundo atraía la atención de los sabios de Europa?  Enviaban allí a sus astrónomos sin reparar en gastos; a menudo el matemático jesuita estaba allí y ob­servaba el fenómeno.  ¿A un jesuita de París le faltaban memorias, datos sobre los temas de que trataba?  Escribía al Perti, a las Filipinas, a la India, a China, a las costas de California y recibía a su tiempo las instruc­ciones que había pedido.  A esta correspondencia vasta y fácil debemos las Cartas edificantes y todas las observaciones referentes al arte que contienen.
Esta comunicación fraterna de consejos y luces unía a todos los jesuitas letrados. El espíritu de cuerpo hacía comunes todos los éxitos y la gloria de uno de ellos parecía ser la de todos.  De ahí ese vivo interés con que seguían sus respectivos progresos: Tournemine[26] formaba al joven sa­bio y lo guiaba por las rutas de la Antigüedad;  Commire[27] y Vanière[28]  daban lecciones de buen gusto al discípulo de las musas y Bourdaloue[29] se complacía revelando los secretos de su arte al joven Cheminais[30]  (op. cit., pp. 22-25).

Desde su primer número (enero 1701) el Diario de Trévoux pro­curó proceder a la movilización de esa Academia inmanente en las casas de los jesuitas y arrastrar en su estela como miembros corres­pondientes  (en toda la acepción del término)  a los mejores espíri­tus de la Europa barroca.

“No habrá ningún tema ajeno a los esfuerzos de los colaborado­res que han establecido correspondencia con todos los países” (punto 3)  Todos encontrarían allí “todas las noticias que pueden tener un interés literario” (punto 4),  “todo lo que pueda contribuir a satis­facer la curiosidad de los letrados” (punto 10), bien en forma de estudios históricos (punto 5), de controversias doctrinales (punto 8) o bien en el anuncio de los estudios y publicaciones en proyecto (punto 7).

Pero había dos puntos que definían de un modo más concreto el alcance exacto de la tentativa y su espíritu pedagógico:

I)  Se darán resúmenes y críticas, es decir extractos de todos los libros del siglo:  excluyendo, naturalmente, los libros sin interés para los hombres de letras o más bien para los sabios; por lo tanto nada de novelas, ni obras de teatro, etcétera.
6)  Los colaboradores del Diario procurarán conservar una neutralidad estricta en sus escritos, excepto cuando se trate de la religión, de las bue­nas costumbres o del Estado; cuestiones en las que no está nunca per­mitido ser neutral.

La existencia bastante movida del Diario demuestra que era mu­cho más fácil satisfacer el primer grupo de proposiciones que el se­gundo. En efecto, la revista desempeñó con soltura su papel de correspondencia erudita: los Padres de la Compañía, sobre todo los científicos, encontraban allí para sus ideas originales un desahogo que no podía ofrecerles la enseñanza en los colegios.  Los especialis­tas en distracciones eruditas (heráldica, enigmas, etc.)  podían prac­ticarlas a gusto.

La colaboración de los  “sabios ajenos a la Compañía”  fue a veces de calidad; así Leibniz figura en el índice no sólo por los generosos elogios que el  P. Castel prodiga a su Teodicea (enero, febrero y marzo 1737, pp. 3, 197, 444) Sino con una colaboración filosófica original (septiembre, octubre 1701, p. 203, marzo 1708, p. 488).

Sin embargo, la función crítica que se presentaba como primera razón de ser del Diario fue difícil de ejercer e incluso de definir. No nos sorprendamos mucho pensando que el verdadero creador de la crítica literaria no fue otro que Fréron.  Los Padres de Trévoux, como ya hemos visto, vacilaron entre las dos actitudes:  objetiva y normativa.  De ahí la dificultad que encontraron para concretar que era lo que publicarían con el título de extractos, es decir, de recuentos.  Primero su candidez les suscitó la idea que el fariseísmo y la codicia han vuelto a dar a los escritores modernos, la de pedir a los autores que se presentaran ellos mismos:  tuvieron que renunciar pronto a ello y la advertencia de enero 1712 anulaba la doctrina del primer punto para tratar de volver al sexto.

En 1720 hubo unas variaciones que permitieron desembocar en una doctrina muy equilibrada entre los años 1725 y 1735:  “En su noción correcta, un extracto debe dar el espíritu y la quin­ta esencia, aun más que el cuerpo, de una obra, el cuerpo más que los miembros separados, el todo más que las partes”  (julio 1726, pp. 13, 56).  Un gran artículo de noviembre de 1735, después de ofre­cer los correspondientes sombrerazos a Bayle y Basnage, es decir, al equipo de las Noticias de la República de las Letras, definía las reglas de la crítica, basadas en una doctrina del gusto, cualidad universalmente apreciada entonces.  Hay que saber elogiar las buenas obras, pero el mejor modo de hacerlo es  “insistir sobre lo bueno, lo nuevo y lo brillante que contienen”.  Hay que saber guardar la censura para los autores que atacan las buenas costumbres y la re­ligión. “Fuera de esto, en los capítulos indiferentes, razonad como críticos sin pasión, sin acritud; cuanto más contrario al autor parezca vuestro juicio, poned más cortesía y suavidad en vuestro modo de expresarlo.  La humanidad y la verdad salen ganando con los proce­dimientos afables”,  op. cit., p. 2231.

A medida que transcurría el siglo XVIII, la tarea asumida por los colaboradores del Diario se iba haciendo más ardua.  Se abría una fosa cada vez más grande entre la óptica de los profesores del liceo Luis el Grande y el gusto ilustrado de la opinión pública. Resultaba molesto juzgar de acuerdo con los cánones de la estética escolar una literatura que empezaba a labrar una noción del hombre y una sen­sibilidad radicalmente opuesta a las de la Antigüedad.  Y es que el adversario no jugaba ya recusando el principio de la imitación de los clásicos como una fuente de los valores humanísticos, y la crítica de los jesuitas perdía aliento por seguirle. Salvo en algunas disci­plinas situadas en los confines de las ciencias morales y de las cien­cias físicas, los escritores de la Compañía serían en adelante  “reba­sados”,  ellos que en 1704 lograron encerrar en su famoso Diccionario de Trévoux el conjunto de los conocimientos adquiridos en el cur­so del siglo anterior.

Desde entonces la norma de la información se volvía contra ellos.  Si no querían exponerse al ridículo de situar al mismo nivel que los grandes escritores del siglo a algunos regentes celebres en el fondo de un patio de colegio  (acusación cien veces repetida por sus adver­sarios),  era necesario que dieran cuenta “con imparcialidad”  de los golpes asestados contra todo el edificio barroco.  Pero el candor de los pedagogos llega hasta tal punto que aún creen que contrarres­tarán por una exposición ad  usum  delphinum  la influencia que sus adversarios adquieren cada día estableciendo valores nuevos y ela­borando la verdad del mañana.

Por consiguiente esa objetividad tan traída y llevada no se observó siempre.  Si la imparcialidad y el respeto se imponen cuando se trata de los mejores paladines de otras religiones  (en especial calvi­nistas, anglicanos y luteranos barrocos)  no sucede igual respecto a los católicos de sectores ajenos a la Compañía.  Y quizá la guerra encarnizada y a veces infame que libran contra ellos, sin tregua, los jansenistas, explica cierto encono, pero  ¿cómo no lamentar los procedimientos injuriosos para la memoria de Bossuet con motivo de la publicación póstuma de sus Meditaciones sobre el Evangelio?  (Journal de Trévoux, junio 1731). Los diversos  “tropiezos”  que experimentó el Diario en el transcurso de su carrera no fueron todos, ni mucho menos, obra de sus adversarios, y la opinión se encono tanto en ciertos momentos que el duque de Maine retiró su protec­ción y que el nuevo cuerpo de redacción tuvo que prometer un cambio de rumbo, efectuado por otra parte en realidad, bajo el notable impulso del P. Buffier  (1661-1737).

El Diario continuaba, pues, su curso, y debemos sin duda a su in­fluencia cierta “honestidad” en varios filósofos ilustres del siglo XVIII:  y es seguro que gracias al trato con los Padres de Trévoux, Fontenelle conservó hasta el fin  “la sonrisa de la Razón”  y Montesquieu, que sin embargo era duro de pelar, no fuera un segundo Voltaire.

Pero toda medalla tiene un reverso y ese contacto con  “el Mundo”, no careció en ciertos momentos de repercusiones enfadosas en el equipo parisiense.  Si hemos de creer a los mejores testigos de la épo­ca, ni los paladines más intrépidos de la ortodoxia dejaron de sentir, un día u otro, al contacto con lo herético, una complacencia abusiva.  He aquí la descripción que hace el  P. de Tournemine del cardenal de Bernis:

Dicho jesuita tenía conocimientos superficiales, pero bastante amplios, cosa que le situó durante algún tiempo en las filas de los sabios; su imaginación era viva y singular; su celo le llevaba de preferencia a con­vertir a los incrédulos;  su cuarto estaba siempre lleno de espíritus des­preocupados, de deístas y de materialistas.  No los convertía, pero se daba el gusto de discutir, de disputar y de que una parte de su vida transcurriera entre gentes de ingenio  (cf. Memorias, t. 1, cap. IV, pp. 17-19).

Es indudable que ese retrato tiene su chispita de malicia; pues sería realmente difícil, incluso en nuestro tiempo, imaginar a un jesuita que correspondiese exactamente a semejante descripción. Pero de todos modos alude a los riesgos que ofrece para un hombre de escuela, el hecho de frecuentar la selva de los escritores laicos, riesgo que no compensa la gloria de pasar por “un literato jesuita”, según la expresión del buen P. Bersier.  Además los acontecimientos obligarían a los Padres a abandonar la ironía.

Hacia 1745 se inicia una nueva era para el Diaria. El horizonte de las letras iba a cambiar; se formaban muchas nubes amenazadoras, y hacían frente contra los diaristas unos adversarios temibles. Empezaba la campaña de los enciclopedistas. No tardó en librarse una lucha a muerte; la suerte estaba echada;  si el Diario tenía que sucumbir lo haría valerosamente y cara al enemigo (Dumas, Hist. du J. de T. depuis 1701 jusqu’en 1762, p. 154).

Ya hemos analizado detenidamente en nuestro estudio sobre el caso Diderot  (P. Mesnard, Le cas Diderot, PUF, París, 1953),  el nue­vo concepto del mundo representado por el advenimiento del carácter colérico y hemos hablado bastante a ese propósito del espí­ritu enciclopédico para que resulte fácil imaginarse la total oposición entre los recién llegados y la retaguardia de los apasionados. Nadie más digno de encabezarla que el P. Berthier (1704-1782), conocido por su Refutación del Contrato Social y por su Historia de la Iglesia galicana.  Siempre en la brecha de 1745 a 1763, efectuó frente a unos adversarios superiores en número y en recursos una admirable retirada estratégica salpicada de brillantes éxitos tácticos:  para hacerle abandonar el combate fue preciso recurrir al brazo secular, el triunfo de la fuerza material y la supresión de la Compañía. La crítica contemporánea empieza a hacerle justicia y a comprender que los valores que defendía con su reconocido talento, no eran una heren­cia mezquina.[31]

5.  Conclusión:  La Pedagogía de los Jesuitas

a)   El Balance Positivo de Dos Siglos de Enseñanza

El método que hemos seguido al analizar no solamente un docu­mento legislativo, sino la evolución de las instituciones pedagógicas de los jesuitas durante el primer período de su Compañía, nos per­mite presentar, por primera vez, un balance objetivo del resultado de su ensayo.

Que dicho balance es positivo, he aquí algo que nadie tiene derecho a discutir. Un esfuerzo pedagógico proseguido durante doscientos años en las más diversas naciones, habla por sí mismo en favor propio:  no es tan fácil llevar a cabo una reforma universitaria dura­dera, en un país determinado, en el curso de toda una generación. La flexible centralización de la orden, sus cualidades de adaptación a los diversos espíritus nacionales, la solidaridad natural en humanis­tas impregnados de la misma fe y que hablan la misma lengua, todo esto les ha permitido reconstituir en provecho propio la respublica litterarum, el sueño dorado de los escritores del Renacimiento.

El éxito de estas escuelas no hubiera sido unánime si su concepto no hubiera respondido a las necesidades más profundas de la época.  Tras las violentas sacudidas y la disgregación del siglo xvi, el Oc­cidente soñaba con la universalidad, el orden y la cultura. La peda­gogía unitaria y formal de los jesuitas, la exacta disciplina de sus colegios, el elevado nivel de sus estudios, respondían a este ideal.  Porque, a pesar de las violentas oposiciones que encontró su acti­vidad en las universidades preexistentes y las órdenes rivales (orato­rianos en Francia, piaristas en Polonia), nadie puso en tela de juicio la excelencia de sus métodos.  La carta de Bayle a su hermano, el 30 de enero dc 1675, establece un programa de educación absolutamente calcado sobre el de ellos, y si habían tomado de los humanistas pro­testantes cierto número de disposiciones, éstos les devolvían la pelota, en particular Comenio, el maestro de la Europa no conformista, que adoptó por lo menos la mitad de su programa.  La perfecta adapta­ción de los jesuitas a la época que se extiende de 1600 a 1750 ha sido reconocida incluso por unos adversarios que reclaman la apa­rición de un espíritu nuevo. Sirva de testimonio el juicio del abate Saint-Pierre sobre el Rutio de Jouvency:

Es una obra excelente si se compara con el viejo plan educativo que los jesuitas encontraron ya adoptado en las universidades...  Puede decirse que lo han perfeccionado todo lo que era posible en aquel tiempo en que se creía aun que el griego y el latín eran muy importantes para aumentar en alto grado la propia dicha y la de nuestros compatriotas  (Projet  pour  perfectionner  l’éducation, 1728, p. 260).

Hay mucha verdad en esta opinión, pero debe recordarse para no hablar a medias, que la antigua maestría en artes estaba completa­mente viciada por el rebajamiento de los estudios clásicos y la inva­sión, en todas las disciplinas, de una caricatura del espíritu filosó­fico; no se olvide que, en cambio, la revolución humanista carecía de finalidad, de ponderación y de adaptación social.  El gran merito de Ignacio y de sus compañeros consiste en haber capturado esa fuerza considerable y sin aplicación y en haber sacado de ella, con la ayuda de una enorme máquina pedagógica, dos siglos de edu­cación clásica para el mayor bien de la cultura europea.

¿Cuál era el valor de los hombres formados en dicha escuela?  Ésta es otra pregunta que ha provocado respuestas muy apasionadas. P ero no se contesta a sangre fría aceptando por las buenas, con unos, la salida de Voltaire:  “los jesuitas no me han enseñado más que latín y necedades”  o lamentar, con otros, que en esas condi­ciones,  Voltaire no se hubiera especializado en latín.  Por otra parte es siempre muy difícil juzgar qué es lo que corresponde al educa­dor en los resultados obtenidos por sus discípulos: Voltaire hubiera podido proceder lo mismo de los colegios del Oratorio que formaron a un Robespierre, y el  P. Bourdaloue salir de San Sulpicio. Si que­remos juzgar sanamente la influencia de los jesuitas, lo mejor sería hacerlo estadísticamente y reconocer que el siglo XVII, del que fueron los principales responsables, no careció de eficacia ni de grandeza.

Pero el ataque de Michelet, quien pretende que los jesuitas no han producido jamás un espíritu de altura:  “¡ni un hombre en tres­cientos años!”,  ataque a menudo repetido en las historias de la peda­gogía  (cf. Compayré, en la Hist. crit. de las doctrinas de la educa­ción, t. 1, p. 170, y en el Diccionario pedagógico de Buisson) conduce a un examen más minucioso. Se podría contestar, primero, recor­dando que la Compañía de Jesús es una orden religiosa;  hay que juzgarla antes que nada por los religiosos que ha dado, y la lista impresionante de sus santos, sus doctores y sus mártires bastaría para probar que la meta fundamental de la obra se logró con creces; no todo el mundo produce Canisios y Franciscos Javieres.

Mas si se pretende resolver el debate apreciando el nivel de los maestros jesuitas, no debe olvidarse esos maestros que han des­empeñado frecuentemente con brillantez su vocación propia y han dejado un nombre en las ciencias y las artes.  Los de los Padres Clavio, Secchi y Kircher pueden compararse, en el campo de la física y de la astronomía, con los de los más sabios profesores uni­versitarios, sin hablar de los humanistas entre los cuales la superio­ridad de los jesuitas resalta demasiado.  Pensemos en todo lo que debe la estética a los Padres André, Bouhours o Bufficr!

Pero si se quiere juzgar con mayor precisión convendrá citar no ya maestros sino alumnos de los jesuitas en los que la educación reci­bida haya determinado la formación de su genio. Sólo citaremos a dos: Gorneille y Peiresc. Corneille, alumno del colegio de Ruán, formado por sus maestros en esa devoción profunda que habrá de manifestarse en su admirable traducción de la Imitación, pero tam­bién en esa religión de la gloria que sostendrá su difícil carrera suministrándole uno de los temas más vivos de su teatro. Corneille, aprendiendo en los gruesos in quarto ricamente encuadernados que recibía todos los años como premio, esa historia de Roma, esencia de tantos dramas conmovedores, Corneille, en fin, que alcanza en Polyeucte, como ha explicado magníficamente Péguv, el punto extremo previsto por la educación jesuita, aquel en que todas las virtudes clásicas vacilan bajo el triunfo de la gracia y donde la ge­nerosidad pagana invoca la generosidad cristiana. Corneille, ese ge­nio literario sin par, es prueba viva de las cumbres a donde puede conducir la imitación de los antiguos bien comprendida.

Junto a ese héroe de las letras, la gloria científica de Peiresc parece bien pequeña. Después de brillar con vivos resplandores en su épo­ca, necesitó los hermosos trabajos de Pedro Humbert  (Un amateur:  Peiresc (1580-1637), París, 1933),  para volver en cierto modo a la actualidad. Y es que en el terreno científico los jesuitas sólo han producido “aficionados”.  Tenemos en Peiresc el tipo mismo de una carrera de esa índole: ese ardiente meridional, lanzado en uno de los hogares más activos de la cultura barroca, lleva al colegio de Tour­non su alegre ingenio y sus curiosidades técnicas. Allí cultivaran su inclinación casi infantil por ci astrolabio y le darán las bases nece­sarias para utilizarlo con éxito.  He aquí una vocación de astrónomo estimulada y consolidada hasta realizar los trabajos más notables.  Por otra parte, Peiresc no se contentará con decirnos lo que sucede en la luna; entrará en ese concierto europeo de la ciencia barroca suscitado por los jesuitas y será, en él, por su correspondencia y su actuación científica, mundana y académica en Provenza, uno de sus más brillantes virtuosos.

b)  Una Ocasión Frustrada:  La Filosofía Cartesiana

Pero estos dos ejemplos, no obstante gloriosos, bastan para expli­carnos la crisis que sufre la enseñanza de los jesuitas a partir de las postrimerías del siglo XVII. La imitación de los antiguos, en la me­dida en que la practican espíritus poderosos y desprendidos de las andaderas escolares suscita obras nuevas que abandonarán poco a poco el molde de las normas clásicas: o sea que en la célebre disputa que apasiona la opinión de esa época, es el resplandor mismo de los partidarios de los antiguos el que da la razón a los modernos.  Surgen las literaturas nacionales y habrá que hacerles justicia.

El desarrollo de los estudios científicos que empieza a la vez que el progreso de las técnicas exigirá pronto una precisión de espíritu que rebasa la eruditio y el mariposeo de los aficionados con talento.  En fin, las profundas modificaciones que se operan en la represen­tación del mundo y la de las relaciones humanas hacen sentir la necesidad de edificar entre Cicerón y los grandes escolásticos una filosofía capaz de integrar lo conocido, pero de estimular también los descubrimientos recientes.

Es muy justo considerar el Discurso del método como la mani­festación más exacta del cambio de perspectiva. Y aquí irrumpe el drama.  El autor de esas proposiciones insólitas es un buen cató­lico, alumno de los jesuitas, consciente de lo que les debe y dispuesto a respetar el orden barroco, del cual su filosofía es, en ciertos aspec­tos, la más espléndida expresión. Sueña precisamente con ver su enseñanza en los colegios de los jesuitas y ese sueño es lo bastante fuerte par explicar incluso la estructura de ciertas obras. Pero es despachado, rechazado, y los jesuitas permitirán que otros equipos se apoderen, para comprometerla, de la inmensa fuerza nueva que acaba de surgir en el horizonte del pensamiento.

La ligereza con que los antiguos maestros de Descartes obran respecto a él, parece, a primera vista, inexplicable. “¿No es cosa singular —observa Compayré— que se inclinaran al empirismo, y en última instancia al escepticismo, antes que adherirse al espi­ritualismo sólido y razonado de Descartes?”  “Gassendi —decía el P. Daniel—  es un poco escéptico en metafísica, cosa que no le va mal a un filósofo” (op. cít., t. 1, p. 197).

Pero estudiando la cuestión más de cerca se advierte que el carte­sianismo hería precisamente las posturas espirituales más discutibles y más inveteradas en la pedagogía de los colegios.  Los jesuitas do­centes eran ante todo literarios, es decir, hombres acostumbrados a yuxtaponer textos y puntos de vista sin tener casi nunca que pro­nunciarse acerca de su valor como realidad, Horacio no perjudicaba a Virgilio y se les podía admitir al uno junto al otro.  La prepon­derancia del aspecto literario conduce así el espíritu hacia hábitos pluralistas que engendran, cuando se trata de conocimiento teórico, ese probabilismo que se ha reprochado con tanta frecuencia, en teo­logía, a la Compañía de Jesús. Aristotélicos en lo que concierne el terreno de la fe y de las cos­tumbres, los jesuitas estaban en la práctica desprovistos de filoso­fía para juzgar desde otros niveles. Al leer el Diario de Trévoux sorprende la importancia de esas cosas indiferentes, sobre las cuales los redactores declaraban que se abstenían de formular un juicio. No sucedía lo mismo con sus adversarios, que relacionaban todas esas cosas “indiferentes”: arte, literatura, técnicas, con la nueva con­cepción del mundo.  Por eso se les llamaba filósofos y por eso tam­bién acabaron ganando.

El cartesianismo hubiera podido, al contrario, ofrecer a los jesuitas la oportunidad de que su programa de estudios diera el salto deci­sivo, sustituyendo la eruditio por la ciencia exacta, y añadiendo al provecho de la formación literaria el de la cultura matemática, cuyos beneficios habían observado ya sus profesores especializados.  Por no haber realizado a tiempo este injerto cartesiano del que iba a aprovecharse el Oratorio, los jesuitas no lograron dominar el mo­vimiento científico y ni siquiera, a partir de 1700, seguirlo. No insistiremos sobre las persecuciones de las que fueron objeto los Padres sospechosos de adhesión a las nuevas doctrinas, como el P. André, ni sobre las trabas que impuso la obediencia al evidente genio filosófico del  P. Buffier, sino sobre las consecuencias funestas del anticartesianismo agresivo de la Compañía en los campos mas diversos.  Basta hojear la colección del Diario dc Trévoux para ad­vertir sus estragos.

Fue el  P. Bougeant quien por oposición a los animales-máquinas y por esnobismo de humanista asequible al pensamiento oriental, adoptó en su lenguaje las imágenes budistas que le valieron el ser fulminado por Roma y Port-Royal juntos  (Diversiones filosóficas sobre la lengua de los animales, 1739);  es el incansable  P. Castel quien por oponerse al Mundo de Descartes y a su teoría mecanista, construye un universo en que la inercia de la gravedad es compen­sada cada instante por la acción de las fuerzas espirituales  (Tratado de la gravedad universal, 1724)  y que acaba por componer hacia 1740 un Clavicordio ocular  ¡donde confunde claramente los pedales!. Sin embargo, el desarrollo de una eruditio demasiado ignorante de la verdadera duda metódica conducía al  P. Hardouin, el mismo que veía en los cartesianos otros tantos ateos (Athei detecti, 1733) a rechazar como apócrifos la casi totalidad de las obras de las literaturas griega y latina, compuestas según él, por los monjes del si­glo XIII  (cf. Dumas, op. cit., pp. 109 y 110).  El humanismo llevado a tal exceso acababa por devorarse a sí mismo. Y es probable que este fracaso relativo del cartesianismo en cl plan pedagógico se deba al rechazo de la filosofía y de la ciencia cartesianas por los colegios de los jesuitas.  Este fracaso, que Com­payré ha caracterizado muy bien  (op. cit., p. 366),  contrarresta hasta cierto punto el éxito filosófico y científico de la doctrina, y presta a las más bellas páginas del  Discurso del método una especie de tensión trágica a la cual no puede permanecer insensible un lector de ahora.

c)   Una Escolástica Literaria

Para entender cómo terminó la epopeya pedagógica vivida por los jesuitas durante más de doscientos años en nuestro suelo, lo mejor es probablemente leer las críticas de sus adversarios y en particular del más encarnizado e inteligente de ellos, o sea La Chalotais. En la me­moria que presentó, después de sus requisitorios de diciembre de 1761 y mayo de 1762, al parlamento de Bretaña el 24 de marzo de 1763, in­sistió en el hecho de que la enseñanza de los colegios ya no servía más que para formar a los futuros jesuitas. “Actualmente el objeto de los ejercicios en los colegios es más bien el de formar maestros que el de instruir a los alumnos.”  En efecto, es exacto que, como ya hemos visto, desde 1700 más o menos, la formación de los maestros pasaba a ser la preocupación primordial de la Compañía, cediendo a ese espíritu de autofagia que todos los cuerpos docentes acaban practicando en detrimento de sus discípulos. Pero un hombre tan moderado como el P. Fleury en su Tratado de los estudios de 1686 no era menos radical. Protestaba, con Mon­taigne y Descartes, contra la preponderancia del espíritu escolar y contra su absoluta ineficacia en la vida práctica.  El tratado llegaba, en fin, a la condenación del erudito a la violeta, salido de los colegios y que sólo era propio de los sacerdotes o los profesores.  Llegaba a la ruptura definitiva de la identidad clásica entre humanista y hombre honrado, ya que éste sólo debería ser en adelante un hombre listo. Pedía una sólida formación geométrica y jurídica como base de una buena cultura teórica y práctica.

Cuando, después de la supresión de los jesuitas, la opinión pública empezó a pensar en sustituirlos, su interés se manifiesta sobre todo de una manera negativa. El plan del P. Navarre,[32]  coronado por la Academia de los juegos florales de 1763, no es más que una larga diatriba contra los colegios de la Compañía, pero su condenación tocaba ya a muerto por la Universidad y toda la enseñanza clásica:

¡Lejos de aquí esos legisladores de la lengua griega y latina, tan a propósito para asustar a nuestros jóvenes alumnos.  Qué se destierren para siempre de los colegios esas colecciones fastidiosas de preceptos, ese hielo de la sintaxis, esas glosas que inundan las escuelas y son capaces de apagar todo el fuego del ingenio francés!

Y el orador se manifestaba fogosamente partidario de una educa­ción nacional y enciclopédica.  Habiéndose concentrado durante más de veinte generaciones en una enseñanza nutrida por la doctrina cristiana y el mejor zumo de los autores clásicos, los Padres de la Compañía de Jesús habían constituido, sin darse cuenta, una especie de república escolar ideal con sus propios cánones y su propio espíritu.  Dicho espíritu, apro­bado y a veces impuesto, como en los estados de los Habsburgos, por cierto número de gobiernos, había labrado poco a poco gracias a sus virtudes, la civilización barroca, con el riesgo de recibir en cam­bio algunas leves deformaciones.  Se había producido de esta manera una nueva escolástica, menos teológica y filosófica que la de la Edad Media, menos universitaria también;  una escolástica nueva, humanista y literaria, amparada en la existencia de 600 colegios y de varios millares de profesores.  Dicha escolástica se fundaba en dos hechos:  el amor de las humanidades que contribuyó a alimen­tar por lo menos un siglo después de que el espíritu del Renaci­miento hubo encendido sus últimos fuegos; y sobre todo el deseo de formación elegante y desinteresada que podía sentir una minoría. Pero cuando dichas normas empezaban a parecer muy estrechas, co­metió el error de querer imponerlas en el nivel de la libre creación literaria y científica:  el Diario de Trevoux, pese a todos sus méritos, sólo sirvió para acumular la tormenta contra los  “críticos”  que pre­tendían “gobernar”  a sus antiguos alumnos ávidos de retozar al fin libremente bajo el sol de las ideas.

Esta escolástica no se mostró capaz de recibir el injerto cartesiano y de operar con su ayuda un restablecimiento tan vigoroso como el que fue realizado en Polonia por Konarski y sus piaristas.  No elu­dimos a los encarnizados adversarios que las luchas políticas y reli­giosas habían podido acumular en tanto tiempo. Finalmente los jesuitas se malquistaron, no sólo con los  “maquiavelistas”  que los ha­bían detestado siempre, sino con todos los enemigos de la civiliza­ción barroca y de la cultura clásica.  Y sonó el alalí.
De todas maneras, gracias al valor y la permanencia de sus insti­tuciones, habían definido una nueva realidad escolar, la enseñanza secundaria, demostrando la excelencia de un tipo de formación deter­minado, de una cultura clásica cuya universalidad habían probado tanto materialiter como formaliter y a la que un juego natural de alternativas y compensaciones vuelve a dar la hegemonía siempre que la enseñanza enciclopédica naufraga en la confusión y que los fracasos del materialismo escolar conducen nuevamente a los espí­ritus inquietos hacia el camino real de las humanidades.

pierre mesnard

BIBLIOGRAFÍA SUMARIA


1.  TEXTOS Y  DOCUMENTOS

1.        Monumenta historica Societatis Jesu. Madrid-Roma, 1901-1936. Esta colección comprende entre otras obras que nos conciernen:
a)  Monumento Ignatiana: Constitutiones (2 vols); Epistolar et Instruc­tiones (12 vols.).
b)  Monumenta paedagogica Soc. Jesu quae prirnam rationem studiorum anno 1586 editam praecessere (cit. M. H. S. J.),  I vol.
c)  Polanci complementa (2 vols.).
2.        Ratio studiorum et institutiones scholasticas Societatis Jesu per Germaniam ohm vigentes collectae. Berlín, 1887-1894, 4 vols., aparecidos en los Monu­menta Germania Paedagogica. Comprende en el tomo segundo el Ratio de 1586 frecuentemente citado:  Pachtler, t. II.
3.        Ratio atque lnstitutia studiorum, Roma, 1951.
4.        Múltiples fragmentos de los textos anteriores, traducidos al francés, en André Ravier, Hijos de la luz, principios de educación según el espíritu de San Ignacio y el Instituto de la Compañía referente a los colegios. París, 1948.
5.        Magistris scholarum inferiorum Societatis Jesu De ratione discendi et docendi ex Decreto-Congregat. Generahis XlI’, auctore Josepho Juventio, Soc. Jesu, Florencia, 1703.
6.        R P. de Tournemine, Instrucción para los regentes. Archivo de Jersey M. 6271, publicados en Gustavo Dumas, op. cit., Apéndice 1, pp. 170-181.

II.  ESTUDIOS HISTORICOS Y CRITICOS

1.        Bendnarski, Estanislao, Urpcidek i idrozenie szkal Jesuickich w Polsce, Cra­covia, 1933.
2.        Bonno, Gabriel, La cultura y la civilización británicas ante la opinión francesa desde la paz de Utrecht hasta las cartas filosóficas (1713-1734), Transac­tions of the American Philosophy Society, New Series, vol. 38, parte 1, Filadelfia, 1948.
3.        Charmot, Fr., La pedagogía de los jesuitas. París, 1943.
4.        De Dainville, Francisco, El nacimiento del humanismo moderno. París, 1940.*
5.        —.  La geografía de los humanistas. París, 1940.
6.        —. El Ratio discendi et docendi de Jouvency. (Arch. Hist. Soc. Jesu., vol. XX). Roma, 1951.
7.        La enseñanza de la historia y de la geografía y el Ratio Studiorum en Analecta gregoriana, vol. LXXX. Roma, 1954.
8.        —  La enseñanza de las matemáticas en los colegios Jes. de Francia del siglo XVI al XVIII, Rey. Hist. de las Ciencias, enero y abril, 1954.
9.        Delattre, Los establecimientos de los jesuitas en Francia (en curso de publi­cación). Enghien, 1940.
10.     Duhr, B., Geschichte der Jesuiten in den Ländern deutscher Zunge. Fribur­go, 1907.
11.     Dumas, Gustave, Historia del Diario de Trévoux desde 1701 hasta 1762. París, 1936.
12.     Farrel, Allan P., The Jesuit Code of Liberal Education development and Scope or die Ratio Studiorum, Milwaukee, 1938.*
13.     Fouqueray, H., Historia de la Compañía de Jesús, 5 vols. París, 1910.
14.     Herman, J. B., La pedagogía de los jesuitas en el siglo XVI, sus fuentes, sus características. Lovaina, 1914.*
15.     Leturia, P., Perche la Compagnia di Gesu divenne un ordine insegnante, Gregorianum 21, Roma, 1940. La pedagogía humanística de San Ignacio y la España imperial de su época. Razón y Fe, 121, Madrid, 1940.
16.     Misson, J., Las ideas pedagógicas de San Ignacio de Loyola. París, 1932.
17.     Porteau, P., Montaigne y la vida pedagógica de su tiempo. París, 1935.*
18.     Schiraberg, A., La educación moral en los colegios de la Compañía de Jesús en Francia. París, 1913.*
19.     Schnürer, Katholische Kirche und Kultur in der Barockzeit. Paderborn, 1937.*
20.     Schwickerath, Der Jesuiten Sacchini, Juventius und Kropj Erläuterungs-scizrif­ten zur Studienordnung der Gesellschaft Jesu. Bibl. der Kath. Pñdagogik, Friburgo, 1898. t. X.
21.     Iacchi Venturi, P. Pietro, Storia della Compagnia di Gesu in italia, t. II. Roma, 1951.

Deben leerse con especial atención las obras marcadas con asteriscos (*). Para todos los detalles complementarios acudir al excelente repertorio de:

22.  Lamalle, E., Bibliographia de historia Soc. Jesu, Archivos Hist. Soc. Jesu, 1932-1940.




[1]      Guillaume Fichet  (1433 ?-1480) fue un escolástico francés; mandó instalar en la Sorbona la primera imprenta. Jacques Lefévre d’Étaples (Jacobus Faber) (1450?-1537), teólogo francés simpatizador de la Reforma. [E.]
[2]      Michel Reulos,  “La constitution d’un enseignement secondaire autonome dans les collèges parisiens au XVIe siècle”, Cahiers un. cath.,  junio 1953, p. 459.
[3]      Cf. el texto latino, la traducción y el comentario de este discurso en las Oerwres philosophiquet de Jean Bodin, PUF, París, 1951. T. 1, pp. 1.65.
[4]      Cf. nuestro estudio sobre la pedagogía evangélica de Zwingli, Revue Thomiste, 1953, núm. 2.
[5]      Una excelente idea de la  “estrategia escolar”  de los jesuitas la ofrece el catá­logo en que el P. Auger presenta “las fuerzas” de la provincia de Aquitania en 1566,  Archiv. Histor. Soc. Iesu, 1936, p. 269, cit, en Dainvile, Géographie. p. 120.
[6]      Suárez fue impreso en Maguncia en 1600 y aceptado en 1608 como autor básico por las universidades luteranas (cf. nuestro estudio sobre cómo Leibniz siguió las huellas de Suárez, Archives de philosophie, 18, núm. 1, 1949, consagrado  a Suárez, y el art. “Valencia” del Dictionnaire de théologie de Romeyer.
[7]      R. 2 Préf.  Cl. inf.,  cf.  Ravier, op. cit.,  p. 75.
[8]      Ratio de 1586, citado por Ravier, op. cit., p. 34.
[9]      Textos tomados de la Regla 1 Prof. Cl. Rhétorique, cf. Ravier, op. cit., p. 42.
[10]     El famoso libro de Huarte,  Examen de ingenios para ¡as ciencias, Bilbao 1580, ofrece una justa idea de esta relación de fuerzas.
[11]     Cf. Richecme,  La plainte apologétique, París, 1603, pp. 64-78.
[12]     Los valores de formación cristiana, eliminados de esta manera de la enseñanza de la filosofía, se convirtieron en el objeto de una educación religiosa especializada, confiada a ciertos  “poderes espirituales”  que en el curso del siglo XVII deberían ad­quirir una creciente Importancia en la organización de los colegios.  Haría falta es­cribir un estudio dedicado íntegramente a la pedagogía religiosa de los jesuitas.
[13]     “Si qui autem fuerunt ad novitatem proni aut ingenii nimis liben, hi a docendi munere sine dubio removendi”, Ratio, 1603, p. 11.
[14]     Cf. Dainville, Hum.,  p. 240; Duprent,  “D’un humanisme chrétien en Italie”, RU, 1935, pp. 1936 ss.
[15]     “Summopere conetur Aristotelicum textum benc interpretan in eoque nihil­omsnus operae quam in quaestionibus collocet”,  op. cit., p. 87.
[16]     Al leerse estas exigencias se comprenderán las razones por las que Tácito, juzgado demasiado maquiavelista, fue desterrado de los programas de la Compañía.
[17]     P. Nicolás Caussin, Antiquitates ilustrium gentium Persarum, Aegyptorum, Atheniensium, Lacoedemoniorum, Romanorum, Gallorum, ex Antiquitatis et clas­sicís autoribus;  P. Lagrille, Description historico-poétique du monde entier propre à la lecture de tous les poètes  et  historiens  tant grecs que barbares.
[18]     Cf. Oeuvres philosophiques  de Jean Bodin, 1951. T. 1, pp. 100-473.
[19]     Cf. P. Labbé, Pharus  Galliae antiquae, 1644.
[20]     Cf. el admirable análisis que le consagra  A. Renaudet, Préréforme el hu­manisme.
[21]     Ratio, 1856;  Pachder, II, p. 141.
[22]     Dainville, “Foyers de culture scientifique dans la France méd. du XVIe au XVIIIe siècles”,  Rey. Hist. des Sciencer, 1948, p. 290.
[23]     Según muestran los admirables cuadros del P. Dainville,  “L’enseignement des math.”, Rev. Hist. Des  Sciences, abril de 1954.
[24]     Cf. la cita recopilada por Dainville, Géographie, p. 45.
[25]     Mémoires  d’une  Société célèbre  considérée  comme  corps  littéraire  et  académique,  etc., Paris, 1790.
[26]     El P. Tournemine (1661-1739), célebre profesor de humanidades en ci co­legio de Ruán y después en el Louis-Le-Grand en París, donde Voltaire fue discípulo suyo, dirigió el  Journal de Trévoux en 1701-1719.
[27]     El P. Commire (1625-1702) sobresalió en los diversos géneros de versos la­tinos, odas, fábulas, epigramas y salmos.
[28]     El P. Vaniére (1664-1759) fue el más grande poeta latino de la Compañia. Su Praedium rusticum, primero en 10 y más tarde en 16 libros  (1710 y 1730), es digno de compararse a las Geógicas.
[29]     El P. Bourdaloue (1632-1704) ha dejado 17 volúmenes de Sermones, que por su elocuencia y doctrina pueden equipararse a los de Bossuet.
[30]     El P. Cheminais (1652-1689), brillante orador, ha dejado un muy apre­ciado volumen de sermones.
[31]     Cf. Albert Cazes, “Un adversaire de Diderot et les philosophes:  le Pére Ber­thier”, Mélange Lanson, París, 1922.
[32] De la congregación de la doctrina cristiana. Cf. la nota del Dictionnaire pé­dagogique de F. Buisson, p. 1395.

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