jueves, 25 de octubre de 2012

ANTOLOGIA TEXTOS DESCRIPTIVOD









* La habitación de Pedro era alta y ventilada, pero triste, monótona. Tejuelas de pizarra empolvada, cubiertas de uralita, galerías con ropa tendida, mujeres despeinadas con cara de sueño y de cansancio, niños meados y llorosos, gatos lascivos; pilas de leña, gallineros apestantes, mocitas descaradas, con la bata entreabierta, descalzas, dando la papilla a sus hermanitos o lavando la ropa, viejos leyendo diarios atrasados, entre dos sueños, (...);  cristales rotos con remiendos de papel de embalaje, orinales desportillados y enmohecidos de geranios; mecedoras embarrancadas después de los naufragios, cajones vacíos de un champaña que no se bebió nunca.
Ramón E. De GoicoecheaDinero para morir.

* Estaba amaneciendo. Me incorporé para desperezarme y entonces lo vi por vez primera. En medio del océano, majestuoso y amenazador, se alzaba el tétrico islote de Tökland, medio oculto por una pasada niebla que hacia imprecisos sus contornos. Su mole rocosa de color triste, yerma de vegetación y vida, y los agrestes acantilados que rechazaban el oleaje espumante, componían una estampa de muerte y desolación que invitaba a cualquier cosa excepto a acercarse a sus costas.
Joan Manuel Gisbert. El misterio de la isla de Tökland.






* El parque estaba que daba asco. No es que hiciera mucho frío pero estaba muy nublado. No se veían más que plastas de perro, y escupitajos, y colillas que habían tirado los viejos. Los bancos estaban tan mojados que no se podía sentar uno en ellos. Era tan deprimente que de vez en cuando se le ponía a uno la carne de gallina.
J. D. Salinger. El guardián entre el centeno.

* Juan el Viejo, su hijo, su nuera y sus nietos viven en un pueblo donde las prisas son raras y se grita poco.
La casa de Juan el Viejo está a la sombra de un castaño, a la vera del camino de bajar a la playa.
La casa tiene patio, pozo, una veleta en el tejado y una gotera en la cocina.
La veleta es un gato de hierro que saca pecho y abre el pico, como a presumir amores o avisar que abre el día.
El patio está emparrado de moscatel.
El agua del pozo sabe a agua.
Desde la ventana de la cocina se ve la mar.
Juan Farías.  Los caminos de la luna.
                                                

* La playa es de arena y rocas, grande a la marea baja, apenas playa cuando sube la marea.
La mar, según le dé amanece tranquila, melancólica o alegre y revoltosa, a veces mar de fondo, que es un venir solemne y pesado.
También puede enfadarse y entonces levantar las olas y las olas revientan contra las rocas, revientan la arena y todo es un rugido sobrecogedor.
Juan Farías.  Los caminos de la luna.


* Todos, y el perro del sacristán con nosotros, volvíamos de la playa, de bañarnos y jugar a piratas.
Era la hora de irse el sol.
A Poniente, enrojecían las pocas nubes, una en forma de pez espada.
Al Este, tierra adentro, por detrás del castillo del conde Malo, asomaba la luna llena.
Juan Farías.  Los caminos de la luna.  

* Habían sospechado desde un principio que estaban en una isla (...).
Su forma venía a ser la de un barco: el extremo donde se encontraban se erguía encorvado y detrás de ellos descendía el arduo camino hacia la orilla. A un lado y otro, rocas, riscos, copas de árboles y una fuerte pendiente. Frente a ellos, toda la longitud del barco: un descenso más fácil, cubierto de árboles e indicios de la piedra rosada, y luego la llanura selvática, tupida de verde, contrayéndose al final en una cola rosada. Allá donde la isla desaparecía bajo las aguas, se veía otra isla. Una roca, casi aislada, se alzaba como una fortaleza, cuyo rosado y atrevido bastión les contemplaba a través del verdor.
William Golding. El señor de las moscas

* Ralph se paró, apoyada la mano en un tronco gris, con la mirada fija en el agua trémula. Allá, quizá a poco más de un kilómetro, la blanca espuma saltaba sobre un arrecife de coral, y aún más allá, el mar abierto era de un azul oscuro. Limitada por aquel arco irregular de coral, la laguna yacía tan tranquila como un lago de montaña, con infinitos matices de azul y sombríos verdes y morados. La playa, entre la terraza de palmeras y el agua, semejaba un fino arco de tiro, aunque sin final discernible, pues a la izquierda de Ralph la perspectiva de palmeras, arena y agua se prolongaba hacia un punto en el infinito. Y siempre presente, casi invisible, el calor.    
 William Golding. El señor de las moscas

* La peregrinación prosiguió a lo largo de unas mesas en las cuales, bajo toldos de madera, estaban apiladas las frutas del tiempo: las manzanas amarillas con la transparencia lustrosa de la cera; las peras cenicientas y rugosas atadas en racimos y colgantes de los clavos; las naranjas doradas formando pirámides sobre un trozo de arpillera, y los melones mustios por una larga conservación, estrangulados por el cordel que los sostenía, días antes, de los costillares de la barraca, con la corteza blanducha, pero guardando en su interior la frescura de la nieve y la empalagosa dulzura de la miel. A un extremo del mercadillo, cerca del Repeso, los panaderos con sus mesas atestadas de libretas blancas y morenas, prolongadas unas, como barcos,  y redondas y con festones otras, como botones de paje; y un poco más allá los Tíos de Elche mostrando sus enormes sombreros tras la celosía formada por los racimos de dátiles de un amarillo rabioso.
V: Blasco Ibáñez. Arroz y tartana.

                                                         
* Subimos por los olivares listados y moteados de luz blanca, donde el aire era cálido e inmóvil, y finalmente, pasados los árboles, fuimos a salir a un pico desnudo y rocoso, sentándonos allí a descansar. A nuestros pies sesteaba la isla, brillante como una acuarela en la bruma del calor: los olivos verdigrises, los negros cipreses, las rocas multicolores de la costa y el mar liso, opalino, con su azul de Martín pescador y su verde de jade, quebrada aquí y allá su bruñida superficie al plegarse en torno a un promontorio rocoso, enmarañado de olivos. Debajo de nosotros se abría una pequeña cala en blanco perfil de media luna, tan poco profunda y con un fondo de arena tan brillante que el agua tomaba en ella un color azul pálido, casi blanco.
Gerald Durrell. Mi familia y otros animales.

* Rubén vivía cerca de mi casa, en uno de los feos bloques de ladrillo que se alzaban en los alrededores del instituto, y lo que él podía contemplar a través de sus ventanas era más o menos lo que yo veía desde las mías: un desolado paisaje de chimeneas humeantes y enmarañadas vías del tren. En las traseras de aquellos edificios había un antiguo convento de monjas con un arbolado jardín y, de cuando en cuando, una voz severa y omnipresente- que sonaba como la utilizada por Vitorio de Sica  para su Juicio Universal- subía hasta los pisos altos y anunciaba en un tono siniestro y conminatorio: "¡Hermana Dolores, hermana dolores, la llaman al teléfono!".
Jesús Carazo. Las sombras de la caverna.



* Esta semana una casa diferente, una habitación diferente. Al menos entre la puerta y la cama hay espacio para moverse. Las cortinas son mexicanas, a rayas amarillas, azules y rojas; la cabecera de la cama, de madera de arce, está decorada con un paisaje; caída en el suelo, hay una gruesa y áspera manta de lana color carmesí. En la pared, un cartel anunciando una corrida de toros española. También hay un sillón granate de cuero, una mesa de roble de color humo, un bote con lápices, todos con la punta perfectamente afilada, un estante lleno de pipas. La atmósfera es densa a causa del tabaco.
Margaret Atwood. El asesino ciego.  
* La habitación está en semipenumbra, pero ella todavía puede ver. La colcha en el suelo, la sábana retorcida a su alrededor y encima de ellos, como una gruesa enredadera de tela: la única bombilla, sin pantalla; el papel de color cremoso con violetas azules, pequeñas y simples, una mancha beige en lo que debía de ser una gotera; la cadena protegiendo la puerta, demasiado delgada: bastaría con un buen empujón, una patada con la bota. Si eso ocurriera, ¿qué haría ella? Siente que las paredes se comprimen y se convierten en hielo. Son como peces en una pecera.
Margaret Atwood. El asesino ciego.

* ATARDECER

 La ciudad era rosa y sonreía dulcemente. Todas las casas tenían vueltos sus ojos al crepúsculo. Sus caras eran crudas, sin pinturas ni afeites.
Pestañeaban los aleros. Apoyaban sus barbillas las unas en los hombros de las otras, escalonándose como una estantería. Alguna cerraba sus ojos para dormir y se quedaba con la luz en el rostro y una sonrisa a flor de labios.
Rafael Sánchez Ferlosio.

* ORILLAS DEL DUERO
 A la desierta plaza
conduce un laberinto de callejas.
A un lado, el viejo paredón sombrío
de una ruinosa iglesia;
a otro lado, la tapia blanquecina
de un huerto de cipreses y palmeras,
y, frente a mí, la casa,
y en la casa, la reja,
ante el cristal que levemente empaña
su figurilla plácida y risueña.
Me apartaré. No quiero
llamar a tu ventana.... Primavera.
Viene - su veste blanca
flota en el aire de la plaza muerta -; 
viene a encender las rosas
rojas de tus rosales...Quiero verla...
Antonio Machado. Soledades.

La casita de Geraldo es diferente. Nadie le daría por ella ni lo que cuesta una vaca; en un cajón de oscura piedra pizarrosa que los líquenes adornaron con redondeles dorados y plateados, como viejas e irregulares monedas antiguas; gruesos guijarros aseguran las tejas entre las que sale un humo vacilante cuando Geraldo enciende su hogar; entonces también un ventanuco lateral que nunca tuvo cristales se pone a fumar el crepitante y oloroso tabaco de las queiroas. Geraldo quisiera dotar de chimenea a su casita y su pereza le obliga siempre a aplazar el proyecto.
Durante el día, la vivienda de Geraldo se confunde con las rocas, las sombras y los verdores del castro. Durante la noche, su ventanita iluminada es esa estrella roja y parpadeante que se puede ver desde quince aldeas y que, como el castro es alto y la casucha no está lejos de la cima, parece verdaderamente lucir desde el cielo.
Wenceslao Fernández Flórez. El bosque animado.






Ü Olía intensamente a pescado, a hortaliza fresca, a pimienta, a embutidos, a vísceras, a humaredas de churros, y la confusión de todos los olores adquiría a última hora de la mañana una ligera densidad de putrefacción. Él le habría paso entre la multitud tomándola del brazo, como guiándola por los callejones de una medina musulmana: se acordaba de la luz blanca, de los colores planos, de las superficies de linóleo y de plástico de los supermercados de América y notaba aquí una excitación de los sentidos que llegaba a aturdirla de felicidad: el rojo de las carnes sobre los mostradores, el verde oscuro y húmedo de los montones de cebollas y acelgas, el blanco intenso de las coliflores, el brillo de las escamas de pescado, la sangre de una cabeza de cordero recién cortada de un hachazo, la luz espesa y dorada en un chorro de aceite vertido en una botella a través de un embudo, el olor a vinagre y tomillo de una orza de aceitunas, y sobre todo la simultaneidad delirante de colores y olores, de gritos agudos o broncos de pescaderas y hueveras, de pregones de vendedores ambulantes, de aleteos de pájaros perdidos entre las vigas de las bóvedas, bajo las claraboyas opacas de suciedad.
A. Muñoz Molina. El jinete polaco.


Ü En el siglo XVIII vivió en Francia uno de los hombres más geniales y abominables de una época en que no escasearon los hombres abominables y geniales. Aquí relataremos su historia. Se llamaba Jean-Baptiste Grenouille y si su nombre, a diferencia del de otros monstruos geniales como De Sade, Saint-Just, Fouché, Napoleón, etcétera, ha caído en el olvido, no se debe en modo alguno a que Grenouille fuera a la zaga de estos hombres célebres y tenebrosos en altanería, desprecio por sus semejantes, inmoralidad, en una palabra, impiedad, sino a que su genio y su única ambición se limitaban a un terreno que no deja huellas en la historia: al efímero mundo de los olores.
En la época que nos ocupa reinaba en las ciudades un hedor apenas concebible para el hombre moderno. Las calles apestaban a estiércol, los patios interiores apestaban a orina, los huecos de las escaleras apestaban a madera podrida y excrementos de rata; las cocinas, a col podrida y grasa de carnero; los aposentos sin ventilación apestaban a polvo enmohecido; los dormitorios, a sábanas grasientas, a edredones húmedos y al penetrante olor dulzón de los orinales. Las chimeneas apestaban a azufre; las curtidurías, a lejías cáusticas; los mataderos, a sangre coagulada. Hombres y mujeres apestaban a sudor y a ropa sucia; en sus bocas apestaban los dientes infectados, los alientos olían a cebolla y los cuerpos, cuando ya no eran jóvenes, a queso rancio, a leche agria y a tumores malignos. Apestaban los ríos, apestaban las plazas, apestaban las iglesias y el hedor se respiraba por igual bajo los puentes y en los palacios. El campesino apestaba como el clérigo; el oficial de artesano, como la esposa del maestro; apestaba la nobleza entera y, sí, incluso el rey apestaba como un animal carnicero y la reina como una cabra vieja, tanto en verano como en invierno, porque en el siglo XVIII aún no se había atajado la actividad corrosiva de las bacterias y por consiguiente no había ninguna acción humana, ni creadora ni destructora, ninguna manifestación de vida incipiente o en decadencia que no fuera acompañada de algún hedor.
P Süskind. EL perfume    

Ü - (...) ¿Cómo huele un lactante cuando huele como tú crees que debe oler? vamos dímelo. (...)
- Pues...- empezó la nodriza- no es fácil de decir porque... porque no huele igual por todas partes, aunque todas huelen bien. Veréis, padre, los pies, por ejemplo, huelen como una piedra lisa y caliente...no, más bien como el requesón...o como la mantequilla...eso es, huelen a mantequilla fresca. Y el cuerpo huele como...una galleta mojada en leche. Y la cabeza, en la parte de arriba, en la coronilla, donde el pelo forma un remolino, ¿veis, padre?, aquí, donde ya vos no tenéis nada...- y tocó la calva de Terrier, quien había enmudecido ante aquel torrente de necios detalles e inclinado, obediente, la cabeza - aquí, precisamente aquí, es donde huelen mejor. Se parece al olor del caramelo, ¡no podéis imaginar, padre, lo dulce y maravilloso que es! Una vez se les ha olido aquí, se les quiere, tanto si son propios como ajenos. Y así, y no de otra manera, deben oler los niños de pecho.
P Süskind. EL perfume.

                                               
Ü La nueva villa era enorme: una mansión de tipo veneciano alta y cuadrada, con los muros de un amarillo color narciso pálido, contraventanas verdes y el tejado rojizo. Se alzaba sobre una colina, mirando a la mar, rodeada de descuidados olivares y silenciosos huertos de limoneros y naranjos. Todo el lugar exhalaba una atmósfera de melancolía antigua: la casa con sus muros llenos de grietas y desconchones, el eco de sus salones inmensos, las terrazas, en las que el viento había apilado cúmulos de hojas del pasado invierno, tan rebosantes de enredadera y hiedra que los cuartos del piso bajo yacían en una perpetua penumbra verdosa; en el tapiado y hundido jardincillo que se extendía a un lado de la casa, roñosas de orín sus verjas de hierro forjado, había rosas, anémonas y geranios que se derramaban por entre los senderos cubiertos de maleza, y los mandarinos, hirsutos y sin podar, estaban tan cargados de flor que el aroma era casi asfixiante; más allá del jardín, los huertos yacían quedos y callados, a excepción del zumbido de las abejas, y, de vez en cuando, el revuelo de un pájaro en las ramas. Casa y terreno decaían lánguida, tristemente, en el olvido de una colina abierta al mar brillante y a los montes viejos y desgastados de Albania. Era como si la villa y el paisaje estuvieran semidormidos, aletargados bajo el sol de primavera, entregados al musgo, a los helechos y  a las legiones de setas diminutas.
Gerald Durrell. Mi familia y otros animales.

Ü No tuvo más remedio que echar un vistazo al siniestro paisaje que rodeaba su inmueble: bajo un cielo húmedo donde flotaban algunos grumos oscuros, deshilachados como su viejo albornoz, se veían las colinas desnudas, permanentemente hostigadas por el viento; más cerca, junto a la estación de trenes, se alzaba el barracón de ladrillo donde trabajaba su padre, y, a la derecha, como dos colosos inmóviles, inexpresivos, levemente totémicos, las dos chimeneas de una fábrica de plásticos. Un tren de mercancías llegaba por el oeste, muy despacio, lanzando un silbido ululante y haciendo que ese lado del planeta pareciese aún más horrible y depresivo. El termómetro que colgaba de un clavito en el exterior marcaba cinco grados. Rubén sintió un escalofrío y corrió a desplomarse otra vez sobre el sillón. Era como si de pronto hubiese tomado conciencia  de la hostilidad de todo cuanto le rodeaba: de la hostilidad del paisaje, primero, pero también de la de aquella habitación demasiado pequeña y de los muebles macizos y del desnudo pasillo que se alejaba hacia la cocina...Y de las clases, los amaneceres desnudos, las clases heladas y los anocheceres siniestros de la ciudad.
Jesús Carazo. Las sombras de la caverna.


Ü Con su padre ocurría más o menos lo mismo. Lo veía condenado a hacer aburridos cálculos de pesos, distancias y precios en el despacho de mercancías de la RENFE al que Rubén apenas había entrado ocho o diez veces en su vida (siempre para llevarle un paraguas, una aspirina o un bocadillo de salchichón). Recordaba, sin embargo, aquella oscura habitación invadida de mesas, pucheros, plantas languidecientes y una enorme caja de caudales azul que paradójicamente resultaba lo único vivo  y rotundo en un lugar donde todo parecía rebosado y marchito. Aquel siniestro recinto le provocaba como un remoto estremecimiento. Tenía la impresión de que cualquier objeto que se colocase allí dentro- una lámpara un espejo, un jarrón con flores- acabaría en pocos minutos cubierto por una patina mate y descolorida. A su padre ya le había ocurrido: cuando volvía a casa parecía arrastrar todo el peso de aquel polvoriento barracón. Tal vez por eso se desplomaba nada más llegar en uno de los sillones del comedor y allí permanecía largas horas con los ojos fijos en la pantalla de cristal. No, su padre tampoco debía de ser feliz. A veces se le veía estrangular una sonrisa entre sus labios finos, bien dibujaditos, mientras a los pliegues de la enorme papada afloraba un ligero temblor. Había tardes en que permanecía tanto tiempo silencioso e inmóvil que todos terminaban olvidando su presencia. Rubén solía mirar de reojo aquella mole paterna y rigurosa, e imaginaba también su existencia de principio a fin: primero como un joven gordito y torpón que se calaba las gafas para prepararse  a ejercer de funcionario perpetuo, más tarde, vencido por una progresiva sobrecarga que con toda probabilidad un día acabaría inmovilizándolo definitivamente. Al contemplar así, de punta a punta, la peripecia vital de su progenitor, Rubén volvía a sentir un estremecimiento, como si temiera que un malévolo destino pudiese condenarle también a él a aquella melancólica supervivencia.
Jesús Carazo. Las sombras de la caverna.
                      
Ü Mi padre echó un terrón de azúcar en el café, lo revolvió y dejó la cuchara a un lado de la taza. Yo lo observaba por encima del borde de mi vaso de refresco. De pronto lo vi diferente; se parecía a alguien desconocido para mí: más tenue, menos sólido, de algún modo, aunque más detallado. Rara vez lo había visto tan de cerca. Llevaba el pelo peinado hacia atrás y recortado a los lados, y tenía entradas en las sienes; el ojo bueno era de un azul plano, como de papel, su cara, maltrecha aunque atractiva, presentaba el mismo aire de ensimismamiento que lucía a menudo por las mañanas, a la hora del desayuno, como si estuviera escuchando una canción o una explosión distante. Tenía el bigote más gris de lo que se lo había visto antes, y cuando me puse a pensar en ello me pareció raro que a los hombres le crecieran aquellos pelos en la cara y a las mujeres no. Incluso su ropa, que no difería de la que llevaba siempre, se había vuelto misteriosa bajo aquella luz tenue con olor a vainilla, como si perteneciera a otra persona que se la había prestado. El traje le iba demasiado grande, era eso. Mi padre se había encogido. Pero, al mismo tiempo, era más alto.
Margaret Atwood. El asesino ciego.


Ü EL MAR TRISTE

Palpita un mar de acero de olas grises
dentro los toscos murallones roídos
del puerto viejo. Sopla el viento norte
y riza el mar. El triste mar arrulla
una ilusión amarga con sus olas grises.
El viento norte riza el mar, y el mar azota
el murallón del puerto.
Cierra la tarde el horizonte
anubarrado. Sobre el mar de acero
hay un cielo de plomo.
El rojo bergantín es un fantasma
sangriento, sobre el mar, que el mar sacude.
Lúgubre zumba el viento norte y silba triste
en la agria lira de las jarcias recias.
El rojo bergantín es un fantasma
que el viento agita y mece el mar rizado,
el fosco mar rizado de olas grises.
A.    Machado.  Soledades 






Ü EL AMOR

Es hielo abrasador , es fuego helado,
es herida que duele y no se siente,
es un soñado bien, un mal presente,
es un breve descanso muy cansado.
Es un descuido que nos da cuidado,
un cobarde con nombre de valiente,
un andar solitario entre la gente,
un amar solamente ser amado.

Es una libertad encarcelada,
que dura hasta el postrero paroxismo;
enfermedad que crece si es curada.
Éste es el niño amor, éste es su abismo.
¡Mirad cuál amistad tendrá con nada
el que en todo es contrario de sí mismo!
 Francisco de Quevedo.










Me acerqué y pude comprobar que era un hombre de raza blanca, como yo, y que sus facciones hasta resultaban agradables. La piel, en las partes visibles de su cuerpo, estaba quemada por el sol; hasta sus labios estaban negros, y sus ojos azules producían la más extraña impresión en aquel rostro abrasado. Su estado andrajoso ganaba al del más miserable mendigo que yo hubiera visto o imaginara. Se había cubierto con jirones de lona vieja de algún barco y otros de paño marinero se mantenían en su sitio mediante un variadísimo e incongruente sistema de ligaduras: botones de latón, palitos y lazos de arpillera. Alrededor de la cintura se ajustaba un viejo cintón con hebilla de metal, que por cierto era el único elemento sólido de toda su indumentaria.
Robert L. Stevenson. La isla del tesoro. (Descripción de Ben Gunn.)


Lo recuerdo como si fuera ayer, meciéndose como un navío llegó a la puerta de la posada, y tras él arrastraba, en una especie de angarillas, su cofre marino; era un viejo recio, macizo, alto, con el color de bronce viejo que los océanos dejan en la piel; su coleta embreada le caía sobre los hombros de una casaca que había sido azul; tenía las manos agrietadas  y llenas de cicatrices, con uñas negras y rotas; y el sablazo que cruzaba su mejilla era como un costurón de siniestra blancura. Lo veo otra vez, mirando la ensenada y masticando un silbido; de pronto empezó a cantar aquella antigua canción marinera que después tan a menudo le escucharía:
“Quince hombres en el cofre del muerto.../ ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! ¡Y una botella de ron!"
Con aquella voz cascada, que parecía afinada en las barras del cabrestante. Golpeó en la puerta con un palo, una especie de astil de bichero en que se apoyaba, y, cuando acudió mi padre, en un tono sin contemplaciones le pidió que le sirviera un vaso de ron. Cuando se lo trajeron, lo bebió despacio, como hacen los catadores, chasqueando la lengua, y sin dejar de mirar a su alrededor, hacia los acantilados, y fijándose en la muestra que se balanceaba sobre la puerta de nuestra posada. (...)
Era un hombre reservado, taciturno. Durante el día vagabundeaba en torno a la ensenada o por los acantilados con un catalejo de latón bajo el brazo; y la velada solía pasarla sentado en un rincón junto al fuego, bebiendo el ron más fuerte con un poco de agua. Casi nunca respondía cuando se le hablaba; sólo erguía la cabeza y resoplaba por la nariz como un cuerno de niebla, 
Robert L. Stevenson. La isla del tesoro. (Descripción de Bill, el capitán pirata)


Esta vez se trataba de cierto individuo llamado Kralefsky, en cuyos antepasados se enredaba un confuso revoltijo de nacionalidades con predominio de la inglesa. (...)                                                                                                       
Al punto decidí que Kralefsky no era un ser humano, sino un gnomo disfrazado de persona mediante el uso de un traje anticuado pero muy elegante. Tenía una cabezota en forma de huevo, de cuyos parietales planos tiraba hacia atrás una joroba muy redondita. Esa circunstancia le daba un curioso aspecto de estar siempre encogiéndose de hombros y mirando al cielo.  La cara se le afilaba con una nariz larga y aguileña de anchas aletas, y sus ojos, extraordinariamente  grandes, eran acuosos, de un tono jerez claro. Había en ellos una mirada estática y lejana, como si su dueño estuviera despertando de un trance. La boca ancha y fina lograba combinar altivez y humor, y en aquel momento cubría su rostro con una sonrisa de bienvenida, dejando ver unos dientes iguales pero descoloridos.
Gerald Durrell. Mi familia y otros animales.


Componían la siguiente invasión tres artistas: Jonquil, Durant y Michael. La joven Jonquil tenía el aspecto y voz de un búho barriobajero con flequillo; Durant era huesudo y plañidero, y tan nervioso que si se le hablaba de improviso casi se salía del pellejo; por contraste, Michael era un hombrecillo bajo, gordo, con aire de sonámbulo, muy semejante a una gamba bien cocida con una pelambrera de rizos oscuros.
Gerald Durrell. Mi familia y otros animales.


Era un hombrecillo dulce, con magnífica barba de tres puntas y bigote cuidadosamente engomado como atributos más nobles. Se tomaba muy en serio su trabajo, y siempre iba vestido como si estuviera a punto de salir pitando para algún importante acto oficial: chaqué negro, pantalones de rayas, botines color beige  sobre resplandecientes zapatos, una corbata inmensa cual cascada de seda, prendida con sencillo alfiler de oro, y un alto y lustroso sombrero de copa para rematar el conjunto.
Gerald Durrell. Mi familia y otros animales.


 George era un hombre alto y extremadamente delgado que se movía con la gracia grotesca y descoyuntada de una marioneta. Una barba marrón rematada en fina punta y un par de grandes gafas de concha ocultaban parcialmente su rostro flaco y cadavérico. Tenía una voz profunda, melancólica, y un seco y sarcástico sentido del humor. Cada vez que hacía un chiste, sonreía para su barba con una especie de placer zorruno totalmente impermeable a las reacciones de los demás.
 Gerald Durrell. Mi familia y otros animales.


...Maximiliano era raquítico, de naturaleza pobre y linfática, absolutamente privado de gracias personales. Como que había nacido de siete meses y luego me lo criaron con biberón y con una cabra (…)
Era de cuerpo pequeño y no bien conformado, tan endeble que parecía que se lo iba a llevar el viento, la cabeza chata, el pelo lacio y ralo. Cuando estaban juntos él y su hermano Nicolás, a cualquiera que los viese se le ocurría proponer al segundo que otorgase al primero los pelos que le sobraban. Nicolás se había llevado todo el cabello de la familia, y por esa usurpación pilosa la cabeza de Maximiliano anunciaba que tendría calva antes de los treinta años. Su piel era lustrosa, fina, cutis de niño con transparencias de mujer desmedrada y clorótica. Tenía el hueso de la nariz hundido y chafado, como si fuera de sustancia blanda y hubiese recibido un golpe, resultando de esto no sólo fealdad, sino obstrucciones de respiración nasal, que eran sin duda la causa de que tuviera siempre la boca abierta. Su dentadura había salido con tanta desigualdad, que cada pieza estaba, como si dijéramos, donde le daba la gana.
B. Pérez Galdós. Fortunata y Jacinta.

 A la hora indicada apareció Roberto con su prima, a la que llamó Fanny. Era ésta una mujer de treinta a cuarenta años, muy delgada, de mal color y de tipo varonil y distinguido; tenía algo de la belleza desgarbada de un caballo de carrera; la nariz corva, la mandíbula larga, las mejillas hundidas y los ojos grises y fríos. Vestía una chaqueta de tafetán verde oscuro, falda negra y un sombrero pequeño.
Pio Baroja. La busca.
 La mujer dejó veinte céntimos en la mesa y volvió al mostrador. Era ancha, tetuda, de obesidad enorme, con la cabeza metida entre los hombros, con cinco o seis papadas en el cuello; despachaba de cuando en cuando una copa, que cobraba de antemano, y hablaba poco, con displicencia, con un gesto invariable de malhumor.
Tenía aquel hipopótamo malhumorado al lado derecho un depósito de hojalata con un grifo para el aguardiente, y al izquierdo un frasco de peleón y un jarro desportillado con un embudo negro encima, adonde echaban el sobrante de las copas de vino.
Pio Baroja. La busca.

En clase sólo hablaba con Cesar, un chico de su misma edad que también había repetido un par de cursos. Cesar tenía el pelo cortado a cepillo y la mirada inquieta de un pájaro. Le apasionaba el deporte y llegaba siempre recién duchado, con los pelos de punta y oliendo a una colonia casi insoportable que unos primos suyos fabricaban en la ciudad. Rubén podía percibir aquel olor en los corredores del instituto y adivinar si su compañero había pasado por allí. Los miércoles Cesar faltaba siempre a clase para ver los partidos de fútbol por televisión.
Jesús Carazo. Las sombras de la caverna.

 Su padre era gordo, blandito, de mirada sombría y cráneo cubierto de grisáceo plumón. El tío Vitorino, en cambio, era flaco, tenía una espesa melena lacia y hacía gala de una desorbitada simpatía.
Jesús Carazo. Las sombras de la caverna.

El de la bata blanca era un tipo siniestro y taciturno al que había que extraerle cada palabra como si fuera una muela.
Jesús Carazo. Las sombras de la caverna.

¿Cómo serán sus ojos?...Deben de ser azules, azules y húmedos como el cielo de la noche; me gustan tanto los ojos de ese color; son tan expresivos, tan melancólicos, tan...Sí...no hay duda; azules deben de ser, azules son, seguramente; y sus cabellos, negros, muy negros, y tan largos para que floten...Me parece que los vi flotar aquella noche, al par que su traje, y eran negros...no me engaño, no; eran negros.
¡Y qué bien sientan unos ojos azules, muy rasgados y adormidos y una cabellera suelta, flotando y oscura, a una mujer alta...porque...ella era alta, alta y esbelta, como esos ángeles de las portadas de nuestras basílicas, cuyos ovalados rostros envuelven en un misterioso crepúsculo las sombras de sus doseles de granito!
¡Su voz!...su voz la he oído...su voz es suave como el rumor del viento en las hojas de los álamos, y su andar acompasado y majestuoso como las cadencias de una música.
G.A. Bécquer. "Tres fechas" Leyendas.

Me parecía verla, menuda y nerviosa como una ratita, un manojo de nervios, los ojos azul pálido muy hermosos tras unas gafas enormes de estudiante aplicada que aumentaban su hermosura, unos ojos que iluminaban su cara pálida y avispada de ardilla sabia; la nariz respingona, la boca siempre con una mueca de disgusto, el pelo estirado hacia atrás y anudado en la nuca con un lacito del color de los ojos, dos hoyuelos en las mejillas, siempre vestida de gris, siempre con su enorme cartera de repartidor de correos llena a rebosar de libros y papeles, y los zapatos de tacón alto para ganar unos centímetros a la naturaleza...
Emili Teixidor. Los crímenes de la hipotenusa.

A Boris no le dio tiempo de sentarse ni de decir nada. Todavía no se había sacado de la cara la sonrisa de despiste y el gesto de sorpresa y desorientación por todo el cuerpo, cuando la puerta de la biblioteca se abrió de nuevo para dejar paso a un hombre alto y grueso como un atlante y con unos bigotes ensortijados como los de un gato mimado de casa bien. Mostraba una piel de la cara ensortijada y las manos rojas e hinchadas, como a veces tienen las personas que manejan mucho vino. Los ojos eran pequeñitos y hundidos en el fondo de un par de cuevas protegidas por unas cejas largas y espesas como una cortina de pelos. El detalle más característico, no obstante, era la nariz: una napia torcida y aplastada de boxeador, un apéndice deformado y maltrecho, una especie de carretera comarcal de tercer orden con curvas espectaculares, una narizota extrañísima de algarroba o arveja.
Emili Teixidor. Los crímenes de la hipotenusa.













                                                           




DESCRIPCIONES Y SEMBLANZAS
Miguel Hernández
En el rostro de Miguel brillaban claros los ojos  y claros, clarísimos, los dientes, rompían entre el ocre de su tez, barro cocido, amasado y abrasado, y capaz de contener, y rebosar, el agua más fresca. Porque esta era la verdad. Los pómulos abultados, el pellizco de la nariz, la anchura de su cara, afinada en su base, asociaban este rostro a la imagen de una vasija de barro popular, gastada y suavizada por el tiento de su uso, pero enteriza siempre. ¡Ni una grieta, salvo la que por boca y ojos hacía el frescor de su linfa!
Éste era Miguel. El dril de su chaquetilla, el cáñamo de su alpargata, la hilaza de su usada camisa eran en él siempre, y todavía, como la materia prima. Se diría que acababa de arrancarla en el campo, como quien pasa y desgaja y asume una vara de fresno.
Vicente Aleixandre. Los encuentros.   
Federico García Lorca
A Federico se le ha comparado con un niño, se le puede comparar con un ángel, con el agua ("mi corazón es un poco de agua pura", decía él en una carta), con una roca; en sus más tremendos momentos era impetuoso, clamoroso, mágico como una selva. Cada cual le ha visto de una manera. Los que le amamos y convivimos con él le vimos siempre el mismo, único y sin embargo, cambiante, variable como la misma naturaleza. Por la mañana se reía tan alegre, tan clara, tan multiplicadamente como el agua del campo, de la que parecía que venía siempre de lavarse la cara. Durante el día, evocaba campos frescos, laderas verdes, llanuras, rumor de olivos grises sobre la tierra ocre; en una sucesión de paisajes españoles que dependía de la hora, de su estado de ánimo, de la luz que despidieran sus ojos; quizá también de la persona que tenía enfrente. Yo lo he visto en las noches más altas, de pronto, asomado a unas barandas misteriosas, cuando la luna correspondía con él y le plateaba su rostro; y he sentido que sus brazos se apoyaban en el aire, pero que sus pies se hundían en el tiempo, en los siglos, en la raíz remotísima de la tierra hispánica, hasta no sé dónde, en busca de esa sabiduría profunda que llameaba en sus ojos, que quemaba en sus labios, que encandecía su ceño de inspirado. No, no era un niño entonces. ¡Qué viejo, qué viejo, qué "antiguo", qué fabuloso y mítico! Que no parezca irreverencia: sólo algún viejo "cantaor" de flamenco, sólo alguna vieja "bailaora", hechos ya estatuas de piedra, podrían serle comparados. Sólo una remota montaña andaluza sin edad, entrevista en un fondo nocturno, podría entonces hermanársele.
Vicente Aleixandre. Los encuentros

Para un gallardo joven. (A Rafael Alberti)
El gallardo joven que conocí en 1934 vestido de violenta camisa azul y de corbata como una amapola cumple ahora 70 años sin que le haya sido posible envejecer, aunque ha hecho todo lo posible para llegar a viejo: no se negó a ningún combate, a ninguna disciplina, a ningún trabajo, a ninguna alegría, a ningún exceso.
Ha sido generoso con su poesía y con su vida. No lo derrotó la derrota ni el destierro, ni le crecieron arrugas en el corazón cuando cargó, como un bardo antiguo, con todo el peso de un pueblo, de su pueblo, en el éxodo.
Tuvo un sentimiento magnánimo hacia los injustos y hacia los envidiosos y se mantuvo como una abeja en el áureo y terrestre vaivén de su poesía.
Cuando se escriba la verdadera historia de España, saldrá a relucir su perfil de medalla. Y se verá que ese rostro dorado liberó la poesía hispánica: como un manantial de luz, le agregó la dimensión clásica y popular de su alegría.
Pablo Neruda. Para nacer he nacido. Círculo de lectores.
AUTORRETRATOS
 Autorretrato de Antonio Machado:
Mi infancia son recuerdos de un patio de Sevilla,
y un huerto claro donde madura el limonero:
mi juventud, veinte años en tierra de Castilla;
mi historia, algunos casos que recordar no quiero.
Ni un seductor Mañara, ni un Bradomín he sido
-          ya conocéis mi torpe aliño indumentario -,
mas recibí la flecha que me asigno Cupido,
y amé cuanto ellas puedan tener de hospitalario.
Hay en mis venas gotas de sangre jacobina,
Pero mi verso brota de manantial severo;
y, más que un hombre al uso que sabe su doctrina,
soy, en el buen sentido de la palabra, bueno.
Adoro la hermosura, y en la moderna estética
corté las viejas rosas del huerto de Ronsard;
mas no amo los afeites de la actual cosmética,
ni soy un ave de esas del nuevo gay-trinar.
Desdeño las romanzas de los tenores huecos
y el coro de los grillos que cantan a la luna.
A distinguir me paro los las voces de los ecos,
y escucho solamente,  entre las voces, una.
¿Soy clásico o romántico? No sé. Dejar quisiera
mi verso, como deja el capitán su espada:
famosa por la mano viril que la blandiera,
no por el docto oficio del forjador preciada.
Converso con el hombre que siempre va conmigo
-          quien habla sólo espera hablar a Dios un día -;
mi soliloquio es plática con este buen amigo
que me enseñó el secreto de la filantropía.
Y al cabo, nada os debo; debéisme cuanto he escrito.
A mi trabajo acudo, con mi dinero pago
el traje que me cubre y la mansión que habito,
el pan que me alimenta y el lecho en donde yago.
Y cuando llegue el día del último viaje,
y esté al partir la nave que nunca ha de tornar,
me encontraréis a bordo ligero de equipaje,
casi desnudo, como los hijos de la mar.
A. Machado.  
Autorretrato de Miguel de Cervantes:

Este que veis aquí, de rostro aguileño, de cabello castaño, frente lisa y desembarazada, de alegres ojos y de nariz corva, aunque bien proporcionada, las barbas de plata, que no ha veinte años que fueron de oro, los bigotes grandes, la boca pequeña, los dientes ni menudos ni crecidos, porque no tiene sino seis, y esos mal acondicionados y peor puestos, porque no tienen correspondencia los unos con los otros; el cuerpo entre dos extremos, ni grande ni pequeño, la color viva, antes blanca que morena, algo cargado de espaldas y no muy ligero de pies; este digo que es el rostro del autor de La Galatea y de Don Quijote de la Mancha. 
Miguel de Cervantes. Prologo a las Novelas Ejemplares.

Como tú (Autorretrato de León Felipe)

Así es mi vida,
piedra,
como tú; como tú,
piedra pequeña;
como tú
piedra ligera;
como tú
canto que ruedas
por las calzadas
y por las veredas;
como tú
guijarro humilde de las
carreteras;
como tú,
que en días de tormenta
te hundes
en el cieno de la tierra
y luego
centelleas bajo los cascos
y bajo las ruedas;
como tú, que no has servido
para ser ni piedra
de una Lonja,
ni piedra de una Audiencia,
ni piedra de un palacio,
ni piedra de una iglesia;
como tú,
piedra aventurera;
como tú,
que, tal vez, estás hecha
sólo para una honda,
piedra pequeña
y
ligera...
León Felipe

Homenaje a mi propia alma
Mi alma es la ventana donde muero.
Mi alma es una danza maniatada.

Mi alma es un paisaje con murallas.
Mi alma es un jardín ensangrentado.

Mi alma es un desierto entre la niebla.
Mi alma es una orquesta de topacios.

Mi alma es una rueda sin reposo.
Mi alma son mis labios que se abren.

Mi alma es una torre en una playa.
Mi alma es un rebaño de suplicios.
Mi alma es una nube que se aleja.
Mi alma es mi dolor, mío, por siempre.

Mi alma es el naranjo azul que arde.
Mi alma es la paloma enajenada.

Mi alma es una barca que regresa.
Mi alma es un collar de vidrio y llanto.

Mi alma es esta sed que me devora.
Mi alma es una raza desolada.

Mi alma es este oro en que florezco.
Mi alma es el paisaje que me mira.

Mi alma es este pájaro que tiembla.
Mi alma es un océano de sangre.

Mi alma es una virgen que me abraza.
Mi alma son sus pechos como astros.

Mi alma es un paisaje con columnas.
Mi alma es un incendio donde nieva.

Mi alma es este mundo en que resido.
Mi alma es un gran grito ante el abismo.

Mi alma es este canto arrodillado.
Mi alma es un nocturno y hay un río.

Mi alma es un almendro de oro blanco.
Mi alma es una fuente enamorada.

Mi alma es cada instante cuando muere.
Mi alma es la ciudad de las ciudades.

Mi alma es un rumor de acacias rosas.
Mi alma es un molino transparente.

Mi alma es este éxtasis que canta
golpeando por armas infinitas.
Juan Eduardo Cirlot.








öDe pronto se hizo el silencio en la sala y todos los ojos se dirigieron hacia la gran puerta batiente que se estaba abriendo. Entró Cairón, el famoso y legendario maestro del arte médico.
Era lo que, en épocas más antiguas, se llamaba un centauro. Tenía figura humana hasta las caderas y el resto de su cuerpo era de caballo. Sin embargo, Cairón era uno de los llamados centauros negros. Había venido de una región muy remota, situada lejos, muy lejos, al sur. Por eso su parte humana tenía el color del ébano y sólo su pelo y su barba eran blancos y rizados; su cuerpo de caballo, en cambio, era listado como el de una cebra. Llevaba un extraño sombrero de juncos trenzados. En torno a su cuello colgaba de una cadena un gran amuleto de oro, en el que podían verse dos serpientes, una clara y otra oscura, que se mordían mutuamente la cola formando un óvalo.
Michael Ende. La historia interminable.

öEl gatito, que todavía no tenía nombre y era negro como el de las brujas de los cuentos, la miró con unos ojos grandes amarillos, que brillaban en su carita de diablo. Era feo, feísimo, muy flaco, pero a ella le gustó. Pensó: "Parece un gremlin".
Pilar Pedraza. El gato encantado.
öPlatero es pequeño, peludo, suave; tan blando por fuera, que se diría todo de algodón, que no lleva huesos. Sólo los espejos de azabache de sus ojos son duros cual dos escarabajos de cristal negro. (...)
Come cuanto le doy. Le gustan las naranjas, mandarinas, las uvas moscateles, todas de ámbar, los higos morados, con su cristalina gotita de miel...
Es tierno y mimoso igual que un niño, que una niña...; pero fuerte y seco por dentro, como de piedra.
Juan Ramón Jiménez. Platero y yo

öLlegó el día y salí en un caballo ético y mustio, el cual, más de manco que de bien criado, iba haciendo reverencias. Las ancas eran de mona, muy sin cola; el pescuezo, de camello y más largo; tuerto de un ojo y ciego del otro; en cuanto a edad, no le faltaba para cerrar sino los ojos, al fin, él más parecía caballete de tejado que caballo, pues, a tener una guadaña, pareciera la muerte de los rocines. Demostraba abstinencia en su aspecto y echávansele  de ver las penitencias y ayunos: sin duda ninguna, no había llegado a su noticia la cebada ni la paja. Lo que más le hacía digno de risa eran las muchas calvas que tenía en el pellejo, pues, a tener una cerradura, pareciera un cofre vivo.
Francisco de Quevedo. La vida del Buscón llamado don Pablos.

öEl Dragón posee la capacidad de asumir muchas formas, pero éstas son inescrutables. En general lo imaginan con cabeza de caballo, cola de serpiente, grandes alas laterales y cuatro garras, cada una provista de cuatro uñas. Se habla así mismo de sus nueve semblanzas: sus cuernos se asemejan a los de un ciervo, su cabeza a la de un camello, sus ojos a los de un demonio, su cuello al de la serpiente, su vientre al de un molusco, sus escamas a las de un pez, sus garras a las del águila, las plantas de sus pies a las del tigre, y sus orejas a las del buey. (...) Tienen una legua de largo; al cambiar de postura hacen chocar a las montañas. Están revestidos de una armadura de escamas amarillas. Bajo el hocico tienen una barba; las piernas y la cola son velludas, la frente se proyecta sobre los ojos llameantes, las orejas son pequeñas y gruesas, la boca siempre abierta, la lengua larga y los dientes afilados. El aliento hierve a los peces, las exhalaciones del cuerpo los asan. Cuando suben a la superficie de los océanos producen remolinos y tifones; cuando vuelan por los aires causan tormentas que destechan las casas y las ciudades y que inundan los campos. Son inmortales y pueden comunicarse entre sí a pesar de las distancias que los separan y sin necesidad ce palabras.       
Borges. El libro de los seres imaginarios.

öBásicamente, las minovacas eran unos caracoles gigantes de color verde oscuro, con preciosas conchas doradas y verdes sobre el lomo; pero en lugar de cuernos de caracol, tenían la cabecita gorda de una ternera recién nacida, con dos cuernecitos de color ámbar y una cascada de pelos rizados cayendo entre ellos. También tenían los ojos grandes y acuosos, y se movían despacio sobre la hierba morada, pastando exactamente igual que las vacas, pero arrastrándose como los caracoles. De vez en cuando, una de ellas levantaba la cabeza y emitía un largo y lamentoso mugido.                        
Gerald Durrell. El paquete parlante.

öLos dos caballos de tiro, Boxer y Clover, entraron juntos, caminando despacio y posando con gran cuidado sus enormes cascos peludos, por temor de que algún animalito pudiera hallarse oculto en la paja. Clover era una yegua robusta, entrada en años y de aspecto maternal que no había podido recuperar la silueta después de su cuarto potrillo. Boxer era una bestia enorme, de casi quince palmos de altura y tan fuerte como dos caballos normales juntos.
Una franja blanca a lo largo de su hocico le daba un aspecto estúpido, y, ciertamente, no era muy inteligente, pero sí respetado por todos dada su entereza de carácter y su tremenda fuerza para el trabajo. Después de los caballos llegaron Muriel, la cabra blanca, y benjamín, el burro. Benjamín era el animal más viejo y de peor genio de la granja. Raramente hablaba, y cuando lo hacía, generalmente era para hacer alguna observación cínica.; Diría, por ejemplo, que <<Dios le había dado una cola para espantar las moscas, pero que él hubiera preferido no tener ni cola ni moscas>> Era el único de los animales de la granja que jamás reía. Si se le preguntaba por qué contestaba que no tenía motivos para hacerlo.
George Orwell. Rebelión en la granja.

öEran, a mi entender, dos sapos vulgares, pero los mayores de cuantos yo había visto. Cada uno tenía un diámetro mayor que el de un plato mediano. Eran de color verde grisáceo, muy granujientos, cubiertos por unos lados y otros de curiosas manchas blancas donde la piel aparecía brillante y sin pigmento. Allí estaban sentados cual dos Budas obesos y leprosos mirándome y tragando con ese aire tan culpable de los sapos. Cogí uno en cada mano: era como sostener dos globos fláccidos de cuero. Ellos me guiñaron los bellos ojos dorados y se instalaron más a gusto entre mis dedos mirándome con confianza, mientras las anchas bocas de labios gruesos parecían esbozar sonrisas un tanto azoradas.
Gerald Durrell. Mi familia y otros animales.

öLas moscas son casi tan molestas como las ratas. Los días cálidos acuden en enjambre al establo, y cuando alguien vacía un cubo acuden a montones al retrete. Cuando mamá cocina algo acuden a montones a la cocina, y papá dice que es asqueroso pensar que la mosca que está posada en el azucarero estaba posada hace un momento en la taza del retrete, o en lo que queda de ella. Si tienes una llaga, la encuentran y te atormentan. De día tienes encima a las moscas, de noche tienes encima a las pulgas. Mamá dice que las pulgas tienen una virtud, que son limpias, pero dice que las moscas son asquerosas, nunca se saben de dónde vienen y portan enfermedades de todas clases.
Frank McCourt. Las cenizas de Ángela.


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